Caos / No. 222

La vecina se ha vuelto loca



Yo no soy una persona chismosa, eso se lo aseguro. Todo lo contrario, yo respeto la privacidad de la gente tanto como me gusta que respeten la intimidad de mis quehaceres. Pero es que aquella mujer, la que vive frente a esta casa, al otro lado de la calle, me tiene intrigada. Me da mucho miedo; parece poseída, ya verá usted por qué afirmo tal cosa.

¿Gusta más té? Discúlpeme, no había visto que aún tiene la taza llena. He estado muy distraída. Si viera las cosas tan diabólicas que ha hecho últimamente esa mujer, estaría tan preocupado como yo. Mire que yo no soy religiosa, pero si he de mencionar al demonio, diría que lo tengo ahí enfrente.

Ella no tenía la costumbre de abrir su cortina, y yo tampoco; lo que pasa es que los días han estado fríos y es necesario dejar que entre un poco de sol. A veces creo que ella abre su cortina para observarme con descaro, y no crea que me lo imagino: yo la veo muy claro cuando se queda con la mirada fija hacia mi ventana, como si quisiera dar un brinco hasta ella.

Le repito, no soy chismosa. Sucede que aquella mujer exhibe su vida como si fuese una artista y nosotros, los vecinos, su audiencia. Creerá usted: el otro día tuvo la audacia de dejar la cortina abierta mientras se quitaba la ropa para después enfundarse en la bata de baño. Y eso no es lo peor que ha hecho.

De noche la escucho aullar, como si llamara a los fantasmas de la luna; le aseguro que no es ilusión mía. Si no me cree, usted puede quedarse y comprobarlo en cuanto caiga la noche.

¿Le parece hermoso mi peinado? Gracias, es muy amable de su parte. No crea que soy de esas personas obsesionadas con su apariencia; en realidad no me toma mucho tiempo, únicamente me amarro el cabello con este listón carmesí y listo. Recientemente he pensado en teñir la seda de otro color porque el rojo, ahora, me recuerda a muerte y horror. Deje que le cuente por qué.

Imagínese: el otro día, la vecina decapitó una gallina frente a la ventana; el pobre animalito seguía vivo, retorcía su cuerpo para intentar escapar de la mano sanguinaria, hasta parecía que tenía convulsiones, pero su intento fue inútil. Un machetazo acabó con la vida de esa gallina; me pareció escuchar una campanada cuando aquello sucedió, una que salía del metal frío, manchado de muerte. La mujer nunca limpió el chorro de sangre que salpicó en el vidrio de la ventana, y ahí sigue, como una gangrena que se desmorona. Es más, vaya usted a ver lo que le digo, para que compruebe que no le miento.

¿Ya lo comprobó?, le dije que no mentía. Ahora puede usted comprender por qué me tiene aterrada aquella mujer. ¿Gusta más té? Pero no le ha dado ni un sorbo.

Yo sé que lo distraigo con mi plática, pero mire, ya se enfrió; deje que vuelva a calentarlo.

La cosa no paró con la muerte de la gallina. Inmediatamente después de matarla, como si temiera que se le escapara algo en el aire, embadurnó sus dedos con la sangre que le brotaba del cuello al animalito y los lamió hasta que ya no les quedó ni un rastro del líquido rojo.

¿Las marionetas? Sí, mi padre me enseñó el oficio; yo aprendí al observarlo, mejor dicho. Están hechas con madera de caoba; yo misma las hice. Son réplicas de aquellas que tenía mi tata y que vendía a compañías de teatro, hace ya muchos años. El baúl en el que están guardadas también lo hice yo. La carpintería se ha convertido en el pasatiempo más recurrente de mi vida. No es tan complicado como podría pensarse: unas cuantas herramientas y, eso sí, mucha paciencia. Con eso se puede.

También por eso le temo a la vecina. Verá: apenas mostré mi gusto por la madera frente a la ventana, aquella mujer se consiguió herramientas idénticas a las mías, incluso replica mis trabajos.

Ella me observa todos los días, y yo, que me aterro de ser vista por ella sin mi conocimiento, la observo de vuelta. Es como una batalla de pupilas; su alma, con ganas de ser intrusa, se proyecta a través de su mirada e intenta penetrar en la mía, como para develar algún secreto oscuro que no conozco. Yo me dedico a crear un escudo con mis ojos, como cabezas de ajo colgadas en ristra, de las que se ponen frente a las puertas para ahuyentar a los vampiros. Todos los días tengo batallas oculares con ella, tensas, llenas de desesperación por huir de la derrota.

Parece que mi plática también lo ha puesto muy tenso, mírese cómo está, no se mueve ni un poco; hasta tiene la mirada más fija que la de aquella mujer. Y no lo culpo, yo me pongo igual sólo de pensar en ella.

A lo mejor es cosa mía, pero ahora que lo veo con esa expresión de susto, me recuerda a alguien, no puedo precisar a quién. Seguro que me acuerdo más tarde. Mejor hablemos de otra cosa, ¿le parece bien?

Mire usted, también hice este quemador yo misma, ahí pongo mi incienso. Adoro el olor de ese humo, ayuda a evitar aquella pestilencia que sale del armario. ¿Puede olerla? Me disculpo por ello, de verdad que me da mucha pena. Lleva días así. Es una molestia muy grande que a la muerte le siga la putrefacción, pero no puede hacerse nada al respecto.

¿Ya se va? Vaya con cuidado. ¿Quiere un paraguas?, veo que usted no ha traído uno y ya amenaza el cielo con dejar caer la lluvia. Mire que su piel, de madera tan fina, puede estropearse con la humedad y eso corroe hasta lo más profundo; sería una tragedia.

Veo que es usted muy testarudo. En ese caso, me temo que tendrá que quedarse. Deje que le ayude a acomodar esos hilos que trae colgando. Ahí en el baúl estará muy cómodo, no se preocupe; además, así puede usted escuchar cuando aquella mujer con el cabello amarrado con un listón rojo, endemoniada, se ponga a aullar.