Caos / No. 222

De fuegos, corridas y explosiones: los toros de Tultepec




La más grande faena de los toreros está en esa faena que le hacen al viento... La más artística, la más peligrosa y la más emocionante de las faenas. El torero no sabe nunca por dónde se le va a arrancar el toro. [...] Cuando sale al ruedo ese terrible toro del viento, los espectadores se electrizan y se conmueven porque es el más ágil y burlón de los toros y porque sólo a ese toro se le pueden dar unas verónicas tan ceñidas...
Arqueles Vela, “La coleta de los toreros”

Nunca he visto en vivo las corridas de toros en la Plaza México, a lo mucho las vi una o dos veces por la tele, cuando la programación se disfrazaba con informes políticos o noticias. Esas veces vi a los toros revestidos y heridos por varias banderillas; desangrándose, corrían y buscaban coger al torero, y cuando éste los esquivaba con el capote era ovacionado por la audiencia. Él se encargaba de apaciguar el caos del toro, su violencia, hasta llegar al sosiego; la espada última altanera se elevaba, atrincheraba al toro que se preparaba para atacar, y en menos de un segundo el toro perdía y el acero desprendía de él su energía final, hasta dejarlo agonizando en el piso. Una confrontación entre dos animales, uno extasiado y el otro desahuciado.

En Tultepec, municipio aledaño al mío en el Estado de México, los toros se extienden a niveles culturales equidistantes de la fiesta brava, pero no iguales en interpretación. Anualmente, en marzo, tiene lugar la Feria Internacional de la Pirotecnia durante las fiestas patronales en honor a San Juan de Dios. Este municipio es la capital nacional de los fuegos artificiales. La feria es gigante, con una gran cantidad de comida, juegos mecánicos y de azar. Destaca por los eventos magnos con juegos pirotécnicos: las ofrendas musicales, los concursos de castillos y de piromusicales nacionales e internacionales (estos últimos duran entre 13 y 15 minutos, en los que los artesanos sincronizan la música con las explosiones y colores de los fuegos artificiales) y, por último, la gigantesca quema de toros pirotécnicos.

Durante todo el año, se pueden ver grupos de artesanos que recorren las calles del municipio para recolectar dinero y de esta forma completar el decorado y la compra de pirotecnia para su toro. Así como la feria internacional, los toros de Tultepec son monumentales; miden cerca de tres metros de largo, por dos de alto y metro y medio de ancho, con cuernos que sobresalen del cuerpo. Los empujan por lo menos seis personas, y durante el día del evento se queman 400 toros de estas dimensiones y otros más pequeños.

Cada toro consolida la identidad de quienes trabajan en su hechura, de quienes —bajo el calor de cada cohete que estalla— afianzan la pertenencia a un lugar de origen y ponen en alto a los amantes de la pirotecnia. Cada toro es una pieza de arte con decoraciones extravagantes, adornado con cuentas y semillas, con partes articuladas. Cada uno se remata con la última pieza: una corona rodeada de explosivos que sale disparada hacia los cielos, acompañada por los buscapiés y chifladores que iluminan el suelo y la noche.

Todo un año creándolo, puliendo cada detalle y al final: “¡FUEGO, FUEGO, FUEGO!”, gritan los enardecidos, sin playeras, sin escrúpulos por la seguridad; la apuesta entre la vida y la muerte, entre vivir quemado como símbolo de pertenencia y tener la certeza de salir vivo. El valemadrismo mexicano cicatrizado en más de 400 toros que se queman, uno por uno, entre gente con micheladas y niños con elotes, entre gente quemada y altaneros que se cuelgan detrás de las ambulancias. Si el toro se incendia es una deshonra, sólo se quema la decoración de cientos de cohetes que pasan de lo colorido al negro opaco en pocos minutos que, bajo el calor, parecen una eternidad; mientras, el toro ya habrá glorificado a todo el que lo haya tocado: una fuerza explosiva que llena a la gente de ceniza en lugar de la sangre que revestiría el escenario. El gran toro investido con sus pinturas evoca la bravura del que se muestra en la plaza ante todos los espectadores y a través de los medios, aunque ¿en verdad es el toro?

“¡FUEGO, FUEGO, FUEGO!”, se atizan los gritos y llega el toro, imponente se abalanza, quiere tomar a quien se ponga enfrente, todos empujan y se desplazan ante su llegada; suenan las porras para la familia o el grupo que lo fabricó; lo provocan, lo avivan, lo picotean para que ataque; el toro ve el encendedor o cigarro que lo prenderá y ahí, por mano ajena, desata toda su furia contra los toreros improvisados. En este ruedo en medio de la nada no hay protecciones ni trajes lujosos que brillen en el sol, ni capotes perfectamente alisados para esperar al toro; sólo la noche colma el espectáculo. Recuerdo a Arqueles Vela, cuando decía que la suerte de los toreros reside en su coleta. Durante esa noche en Tultepec todos se vuelven toreros y su suerte reside en ser tocados por las chispas del santo que los salva del fuego, bendecidos y llevándose consigo una parte de la sangre del toro vuelta rayos de colores.

Las personas que empujan al toro —al último grito de ¡FUEGO!— prenden la mecha y comienzan a correr; el toro se enciende con los cuernos de frente, sale disparado y busca cornear a los niños, a mujeres y hombres con sus micheladas; tiran más de una cerveza, los elotes se desperdigan, la tierra se alborota; derriban uno que otro puesto, se abalanzan contra la malla ciclónica mientras, con armonía y belleza visual, explota cada cohete; entre tonos dorados, verdes, rojos, los toros orquestan la cercanía entre los humanos y su desorden expresado entre pisotones y empujones en medio de la calma del campo.

La excitación por los toros de cohetes continúa. Se agita todo, la vibra electrizante de las chispas doradas que rocían a la gente suspende el tiempo y la vida; “¡salta, hijo, salta o te quema, salta!”, grita un padre; ésa es la forma de burlar las esquirlas que lanza bravamente. En medio de la humareda, sólo se observan masas amorfas y las siluetas de los toros, las luces de los cohetes conflagran a todos los presentes y las diferencias entre niños, adultos y toros se borran en un instante; es una convivencia que se refugia bajo el calor de las explosiones.

Quienes lo empujan van cubiertos con ropa de algodón, los más alebrestados van sin playera, sólo con jeans; se vuelven animales que, bajo el esplendor de los cohetes, se funden con el toro, se entremezclan, se visten todos de él, se alimentan de los gritos y las caídas de la gente. Las explosiones los consumen, llegan a un punto de conexión con la tierra y las bendiciones del santo, sienten la pólvora en la sangre y se sienten plenos consigo mismos hasta que la corona despega, estalla en cientos de rayos, girando y brillando sobre toda la noche, llenando de alegría y esperanza a quienes saltan con el toro.

En Tultepec, la quema de toros es una demostración de que entre el toro y el humano hay algo que no se ha entendido bien en las corridas, y que en las quemas se nota con cada explosión y compromiso de los artesanos: el toro como animal es impulsado por hombres distintos entre sí, incitado por el caos y la rebeldía de los humanos sin playeras o por los humanos vestidos que lo hieren lentamente para provocarlo con los capotes hasta acuchillarlo con las espadas. ¿Y si el toro fuera la única opción pensada para desatar la valentía de los humanos y por esto las quemas y las corridas existen? Porque es ahí, en el ruedo o en los terrenos de la feria, donde las personas toman por los cuernos al toro y son capaces de demostrar toda la valentía emergente; de atreverse a desafiar a la autoridad, a quemar a los bomberos y a los policías; de subirse detrás de las ambulancias gritando “¡FUEGO, FUEGO, FUEGO!”. Es en esos momentos cuando exponen su seguridad por un instante de orgullo, de honor y de dominio frente a la naturaleza. Cuando el torito corre entre la gente, se siente la alegría de estar vivo, de bendecir cada parte del terreno con la pólvora que cae y de llevar la pirotecnia marcada en la piel.

El toro son ellos o, más bien, el toro creado, inventado como violento, son ellos, quienes lo crean o lo torean. Ahí se los puede ver, mientras gritan, jadean y empujan, o cuando elegantemente sostienen el capote. Y cuando la última espada cae sobre ellos, sólo quedan iluminados por cada chispa de orgullo, hasta que la noche los apaga.