Caos / No. 222

Hedor




Desperté. Sentía un extraño peso sobre mi cuerpo y no permitía que me moviera, tampoco tenía el suficiente espacio para hacerlo. Percibí un extraño frío en las manos que inmediatamente me remontó al día en que vi nevar por primera vez; tenía los dedos entumidos de la misma forma en la que los había sentido cuando hice mi primera bola de nieve aquel día. Recordé a mi madre, a mi hermano y a las personas que me rodeaban en ese momento; quise sonreír y no pude, mi boca estaba entumida y mis facciones congeladas, era como si tuviera un hilo uniendo el labio superior al inferior.

Decidí sacudirme para despejarme de toda la inmovilidad y de las sensaciones desagradables, pero mi torso se quedó quieto como si no hubiera realizado el mínimo esfuerzo para levantarlo; sentí cómo mi pecho se hundía y algo me mantenía pegada al suelo; entonces recordé las tardes en las que me quedaba tirada en el pasto viendo las nubes pasar, con el único deseo de que el tiempo se detuviera.

En ese instante noté que no veía nada, ni el pasto, ni las nubes, ni a las personas que solían estar alrededor de mí. Olía a madera, a tierra mojada, a hierbas; todo es taba oscuro. Podía escuchar una especie de rasguño al lado de mí, algo intentando excavar. Sabía que tenía los ojos abiertos, pero no podía pestañear. Escuché un sollozo, alguien que a la distancia lamentaba no volver a verme. El perforador hacía cada vez más ruido con sus uñas. Siempre más cerca. Quise recordar dónde es había salido de casa con dirección al trabajo y recordaba haber pasado por todas las calles habituales (las manos más frías); observé a las personas que viajaban conmigo e imaginé las historias que tenían por compartir, las preocupaciones que ocupaban sus mentes y las canciones que los llevaban a puntos más alejados de donde estábamos (la boca entumida); y lo recordé a él.

Lo vi parado frente a mí, con esa sonrisa que a cualquiera podía estremecer, con la mano en el bolsillo y los ojos inquietantes. Sabía que tenía que alejarme, que debía cambiar de camino, que debía evitar mantener contacto visual con él. Sin embargo, mientras todo eso sonaba en mi mente, él había conseguido alcanzarme y tomarme por el brazo. Empezamos a caminar más rápido y a alejarnos de la gente (el torso inmóvil).

Los oídos comenzaron a zumbarme y regresé a la realidad. El excavador había avanzado más y ahora golpeteaba la madera que emanaba un olor a humedad. El ruido me recordó que tiempo antes un sonido me había ensordecido, que justo en el instante en el que mis oídos explotaron, el interior me ardió como si tuviera dentro una fogata al rojo vivo (el pecho hundido).

Intenté mover las piernas y se quedaron tan firmes, pesadas e inútiles como cuando lo vi frente a mí. Algo comenzó a caer, no me tocaba, pero sabía que venía de arriba porque escuchaba cómo pequeños montones de rocas caían sobre mi cabeza, sobre mi torso, sobre mis piernas. En ese momento me di cuenta de que, durante todo ese tiempo, no había inhalado ni una sola vez, mucho menos exhalado. El frío de misma nos llegó hasta mi frente e impactó al mismo tiempo hasta los dedos de mis pies; el peso de mi cuerpo era insoportable, quería gritar, quería llorar; no encontraba ni un hilo de luz y sólo escuchaba al carroñero acercar se más y más al esquivar la madera que lo mantenía apartado de mí.

Quise arañar lo que tuviera cerca; quería correr, empujar, golpear. Hice tantos esfuerzos como pude, hasta que las rocas dejaron de caer, los sollozos se apagaron y todo quedó en silencio. La oscuridad pronto fue más densa e incluso el excavador se detuvo. Sólo el frío, la humedad y ese maldito hedor a podrido se quedaron junto a mí. Pronto el cuerpo dejó de pesar.