Caos / No. 222

Trepanar el fragmento




I

La estridencia se ahoga, rebota contra el cráneo y vuelve con claqueteos interminables. La habitación está en silencio, no se escuchan los ladridos del perro vecino: eso refuerza el eco interior.

Ni siquiera están los grillos rozando sus patas, como si supieran que son los dueños de la noche vacía. ¿Es su ausencia culpable del aturdimiento?

Todo el orden que deseo está ahí afuera, en las hojas que mecen las corrientes irregulares, en la falta de automóviles y gritos de niños. Cuando el silencio se intensifica, un estruendo febril estalla en la falta de mi voz.

Solamente hay letras revueltas que no forman una sola palabra, imágenes agolpadas y borrosas que flotan como los colores de una esfera eléctrica; cada vez que me llevo las manos a las sienes, dan toques tornasoles en los pensamientos.

Tirado en la cama, una inercia me empuja en una montaña rusa, mi carrito va hacia atrás, y así se repite como si la caída nunca llegara. Un abismo al que no logro descender me sigue arrastrando con deseo tenaz. Algo me corroe como la bilis que clama expulsarse.

El perro vecino lanza un ladrido, un grillo roza sus patas. Una calma fugaz me arropa por segundos.



II

Raskólnikov, el protagonista de Crimen y castigo, lucha contra sí mismo por una culpa que lo acompaña durante toda la novela. Nadie más sabe que cometió un crimen, pero él, inmerso en un caos mental, piensa que todo lo que sucede alrededor es parte de la persecución por el asesinato de su casera.

El orden, la serenidad que todos parecen tener, es demasiado irreal; no cree en esa calma, incrementa su culpa. Es, como en la infancia, un regaño que sabemos próximo, cuando los padres o los profesores conocen nuestra falta y no se deciden a soltar el castigo. Estamos conscientes de que ellos saben del pecado y eso incrementa la agonía, como el silencio, como la ausencia del canto de los grillos.



III

Quisiera destapar por un instante mi cerebro, dejar a un costado la cubierta y ponerme a acomodar las imágenes y las palabras, tal como la señora que abre una caja de galletas metálica y separa los botones por color.



IV

Alguien me contó el argumento de una novela que nunca escribirá. Un chico entra al departamento de policía rasguñándose la piel, dice que las pistas para esclarecer el asesinato están dentro de su cuerpo y grita que debe arrancarse la piel, capa a capa, para que lo descubran.

Quizá él mismo sea el asesino. La persona que me lo narró no dijo más. Tal vez porque la culpa está ahí, porque todos se comportan como si nada sucediera: es el vacío.



V

Estoy frente a unos retazos de huesos amarillentos. Detrás de ellos una masa viscosa, rosácea, palpita. Observo atento, como el niño que desarma un juguete por ocio y pone a un lado las piezas con el propósito de no olvidar su orden.

Es mi rostro: mi habitación se convirtió en una sala de cirugía. La cabeza me dolía, tenue; un piquete en el canino inferior izquierdo también me molestaba un poco. Quizá por eso opté por la intervención quirúrgica.

No tengo un asistente a quien le pueda solicitar un pañuelo para secar mi frente, así que gotea algo de sudor en la masa encefálica. ¿De dónde proviene si estoy en plena operación?

Enjuago con cuidado aquel pedazo de mí para que no afecte nada al volver a su lugar. Como si tuviera entre las manos una pelotita de plástico, de esas que se forman de distintos pedazos, y que si sueltas o aprietas de más, hay que desarmarlas para comenzar de nuevo.

Coloco todo en su lugar. Espero que sea el correcto.

VI

Según la educación básica, el valor de pi es 3.1416, y se puede extender al infinito. Para Darren Aronofsky, pi es el orden del caos. Mejor dicho: para Max Cohen, el protagonista de su ópera prima, es la búsqueda del código total para descubrir el modelo numérico de la bolsa de valores, pues toda la naturaleza puede ser representada mediante números.

Este talentoso matemático sufre de intensos accesos de migraña, los cuales trepanan su cerebro con un sonido agudo e interminable. Ese caos es el interior, su mente, la estridencia de Dios mismo, de 216 dígitos que lo representan. Un aullido sempiterno.



VII

Aquel sonido ineluctable, pero en mi cabeza, se puede traducir como un beat constante, acelerado, de música dance —el reggaeton sin éxito de los años noventa—. Una tardeada con la pastilla subida de revoluciones. El kitsch dando vueltas, pelotas de unicel que se golpean recalcitrantes en la cámara de aire que es mi cerebro. Por un momento, me gustaría que el perro volviese a ladrar.