Caos / No. 222

Amapola




A Mario lo conozco desde la primaria, crecimos juntos. Más adelante, cuando me mudé a la ciudad, mantuvimos el contacto por las redes sociales. Teníamos una de esas conversaciones que no tienen ni principio ni final: cada uno contestaba cuando mejor le viniera, el día u hora que mejor le quedara, con toda naturalidad.

A pesar de ello, no fue sino hasta que estábamos por terminar nuestras carreras universitarias cuando Mario se atrevió a confesarme su mayor secreto: le gustaba practicar el travestismo. Llevaba haciéndolo unos cuantos años a escondidas, ordenando su indumentaria en línea.

Un mes después de que me lo contara me vino a visitar a la ciudad. Aprovechamos para ir a tiendas, plazas comerciales y tianguis en búsqueda de un vestido con falda plisada que él quería. El problema es que las cosas aún son complicadas, por lo que no se podía probar la ropa, pero yo trataba de ayudarlo a calcular más o menos cuál sería su talla ideal. Me alegró ver su emoción, y deseaba que pudiese usar lo que él quisiera en cualquier sitio —además de las cuatro paredes de su habitación—. Le dije que podíamos salir con nuestros vestidos esa noche, a un bar de la Zona Rosa. Lo pensó un momento y dudó, pero terminó aceptando.

Fuimos de vuelta a mi casa para prepararnos, y me entretuve un rato en su maquillaje y peinado, ¡quedó guapísima! Luego me sentí un poco mal porque hice un comentario en donde usé la palabra “disfrazarte”, a lo que me reprendió —y con justa razón— diciendo que no se trataba de ningún disfraz, sino de otra faceta importante de su vida. Además, me dijo que en esos momentos su nombre era Amapola.

Terminamos, nos tomamos algunas fotografías y salimos rumbo a Zona. Tomamos el metro en la estación de Nativitas, de la línea azul. Su nerviosismo era notorio. Yo iba volteando a todos lados, tratando de prevenir cualquier situación; lo bueno es que no sucedió mucho: en esta ciudad casi todos somos invisibles. Si acaso, pude notar alguna mirada de reojo, con expresión de sorpresa. Llegamos a Pino Suárez, donde debíamos hacer el trasbordo hacia la línea rosa. Íbamos acercándonos a los andenes mientras veíamos cada vez más y más gente: estaba repleto. Ella lucía muy asustada, jamás se había enfrentado a una situación así, de hecho, ésta era su segunda vez en la ciudad. Le dije que no se preocupara, que confiara en mí, y nos abrimos paso en el andén, tratando de buscar un buen lugar.


Parecía que el metro llevaba un rato sin pasar. Todos lucían desesperados y molestos, y cada vez llegaban más personas. El calor era sofocante, el hedor de todos los cuerpos comenzaba a acumularse. De pronto comenzó una rencilla dos metros a la izquierda de donde estábamos: al parecer le intentaron robar la cartera a un chico. Hubo gritos y empujones; el policía del andén intentó acercarse, pero le era imposible entre aquel gentío.

El caos se difundió y las discusiones por la incomodidad de la cercanía y los roces se dispararon entre la gente. Al otro lado, dos señoras comenzaron una pelea a golpes. El andén era un campo de batalla, un remolino de individuos hastiados. El policía pedía con insistencia refuerzos por su radio; al fondo del túnel se alcanzaba a ver la luz que indicaba que el metro estaba por llegar.

Volteé a ver a Amapola, que se encontraba delante de mí, cuando vi cómo un hombre enfrente aprovechó el momento de alboroto para tocarla de manera inapropiada. Ella me miró y pude ver el pánico a través de sus ojos. Yo también lo sentí, pero no podía flaquear en aquel momento: le hice frente a ese sujeto robusto, de unos 1.75 metros de altura y expresión hosca. Por la adrenalina y el tumulto del lugar no pude entender lo que decía, y el hecho de que el tren estuviera por llegar hizo que la situación de alrededor fuera in crescendo mientras sentía cómo me empujaban por todos lados.

El desorden me aturdió y el ruido me desorientó; entretanto, aquel hombre gritaba y empujaba a Amapola. No supe qué hacer, así que yo también lo empujé con todas mis fuerzas. Era un tipo pesado, apenas si lo logré mover, pero eso, con toda esa gente apretujada, fue suficiente para que él empujara a otro chico y éste, a su vez, chocara con un hombre mayor que se encontraba cerca de la línea amarilla del andén. Todo pasó en un milisegundo. Vi cómo el hombre mayor perdió el equilibrio y cayó a las vías del metro e, instantes después, pasó rápidamente el tren por encima de él. Se escucharon gritos de horror.

Me sentí disociada por unos instantes y, cuando recobré conciencia, Amapola me estaba mirando como si sus ojos se fueran a salir de sus órbitas. La tomé de la mano y, no sé cómo, logramos abrirnos paso entre toda la gente. Sentí que el tiempo que nos tomó llegar desde donde estábamos hasta la salida del andén fue eterno. Nadie nos persiguió, no sé si alguien vio con detalle lo que sucedió. Corrimos de regreso hacia la línea azul, llegamos al andén y tomamos el tren que arribaba, casi vacío.

Nos sentamos en los primeros lugares desocupados que vimos. Ella tapó su rostro con sus manos y alcancé a escuchar ligeros sollozos. Yo estaba paralizada, no podía creer lo que acababa de suceder. En los asientos de enfrente iba un grupo de cuatro hombres, con herramientas de albañilería y pantalones de mezclilla con manchas de pintura blanca. Tenían una expresión de intriga, pero mezclada con compasión; parecían incluso afligidos por la escena.

Llegamos de nuevo a Nativitas, salimos del metro y caminamos de vuelta a la casa en piloto automático. Ella se dio un largo baño y en cuanto salió —a pesar de que era temprano— se fue directo a dormir. Yo habría querido hacer lo mismo, estaba agotada, pero no podía: llevé la computadora al sillón de la sala y busqué las noticias. Ya habían informado del incidente y de la muerte del hombre mayor, pero no se habían aclarado las circunstancias del suceso. Estaba temblando, sentía que en cualquier momento saldría una noticia más. La palabra asesina retumbaba en mi mente todo el tiempo, pues, aunque explicara lo que sucedió, nadie me creería. Ni siquiera yo estaba segura de si eso me quitaría culpabilidad.

Pasé horas refrescando las páginas de noticias, pero no salía nada nuevo. Nadie había dicho mi nombre, y en los videos de baja calidad que habían salido no se alcanzaba a ver lo que ocurrió entre aquel hombre y yo debido a toda la gente a nuestro alrededor. En la mayoría de las notas hablaban de un gran alboroto en el andén y de que la caída había sido consecuencia de los empujones en masa.

Ya entrada la madrugada me quedé dormida en el sillón. Desperté temprano porque escuché ruidos en la cocina, caminé hacia allá y vi que Mario hacía hot cakes. Siempre le ha gustado mucho cocinar. Nos sentamos a la mesa. Él comentó, a modo de broma, que ese desayuno era la cura para todo el mal del día anterior. Sonreí y asentí con la cabeza.

Más tarde empacó sus cosas. No hablamos del tema. Me agradeció por la estancia, nos dimos un gran abrazo y nos despedimos. Yo volví a la casa para comer más de esos hot cakes cura memorias.