Caos / No. 222

La reclusión del caos: cuatro planos generales




I

Recuerdo la suspensión de clases debida a la epidemia de influenza a (H1N1) como unas vacaciones y no como un estado de emergencia. Era primavera y el calor dentro de casa me hacía estar tumbado en el suelo la mayor parte del día. Cursaba entonces tercero de secundaria y tres eran mis pasatiempos: fantasear con mis compañeros, ver películas e inventar historias.

Una de estas narraciones me asaltaba con especial insistencia. Trataba las desventuras de un grupo de personas que quedaban atrapadas en un edificio altísimo de apariencia infinita. Uno a uno, por diversos motivos, iban muriendo mientras intentaban escapar, hasta que sólo restaban unos cuantos que conseguían salir. Tendrían que pasar todavía un par de años para que me enterara de que ese experimento narrativo, el de encerrar a un grupo de personajes para que el caos los hiciera perder su estabilidad mental, ya se había practicado profusamente con anterioridad. Más aún: que se seguiría practicando hasta hoy. Así conocí exponentes tempranos como La nave estelar (1958) de Brian W. Aldiss, o El ángel exterminador (1962) de Luis Buñuel, o más recientes como El cubo (1997) de Vincenzo Natali, o La cúpula (2009) de Stephen King. Todas estas narraciones ponen en entredicho la cordura del ser humano cuando se encuentra en situación de cautiverio y busca de manera desesperada una salida.

El tema del grupo de personas aisladas que caen en el desorden se repite esporádicamente, con mejor o peor fortuna, tal vez como una herencia moderna de Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe, transformada desde la vivencia particular de un náufrago hacia una vivencia colectiva como resultado de la globalización. Incluso, no es descabellado pensar que se trata de un recordatorio sobre el encierro visto como un castigo para quienes incumplen las normas. Pienso en cárceles, en privaciones de la libertad que se remontan en la historia hasta los mitos. Basta evocar al minotauro, desde cuyo laberinto habita el reducido mundo al que lo han confinado: sus entrañas contienen un impulso destructor. Su encierro, además de castigo, es protección para los que están afuera.

Los minotauros modernos, las historias de encierro, parecen esconder un temor hacia la pérdida de libertad. Advierten, como cuentos de hadas, que el aislamiento transforma al ser humano y hace aflorar el caos que habita en su interior. El deseo de destrucción, los bajos instintos, el ello freudiano. Estas historias parecen decir que el encierro, como un virus, también enferma al cuerpo.



II

El aislamiento suele representarse como un estado que alienta la degradación en el ser humano. Si lo más valioso que poseemos es la libertad, el encierro implica el sufrimiento, la desestabilización de nuestra realidad, la caída en el caos. Así lo pensaba Buñuel cuando filmó El ángel exterminador. Al respecto, escribió en su diario que veía en los protagonistas de su película “la imposibilidad inexplicable de satisfacer un deseo”. Por ello, ante la prohibición de salir, caen en el desorden y, hacia el final, en la pérdida de la rectitud que ostentaban al principio.

Esta inestabilidad y esta especie de miedo a la supresión del orden debido al aislamiento aparece en otras historias. Sobre el tema hay dos filmes que resultan ejemplares: El castillo de la pureza (1972) de Arturo Ripstein y Colmillos (2009) de Yorgos Lanthimos. El argumento de ambos tiene puntos de contacto: la familia está secuestrada por alguno de los padres, uno de los miembros se encarga de traer del exterior lo necesario para la subsistencia, el deseo de los hijos por salir detona la acción principal que lleva las historias de cada familia hacia la inestabilidad. Cada metraje, desde su estilo particular, propone que el aislamiento es un intento de protección que, de manera contraproducente, provoca un lento pero incontenible caos, una caída en picada hacia las acciones más lúgubres de quien intenta ejercer su libre albedrío.



III

Hay una libertad que no es física: la pequeña parcela gobernada por la imaginación; el espacio ignoto que deja libre a la creatividad, ese animal salvaje que huye hacia los páramos vírgenes donde aún no se ha plantado antes ni se ha construido edificio alguno. La cultura, entendida cual definición de diccionario como todo aquello que produce el ser humano, se elabora en la mente por medio de escapes a lo ya conocido, al no-hacer, al tedio. Es decir, a través de la imaginación se exploran nuevos espacios que pasan a formar parte de la cultura. Esta capacidad de construir en la mente, de crear en lo abstracto, la entendió mejor que nadie Boccaccio cuando en el Decamerón (1352) hizo que sus personajes contaran historias para pasar el tiempo mientras duraba su encierro. Ellos recrean narraciones que ocurren en un afuera ausente, así consiguen salvarse del naufragio de su mundo y se protegen contra la tormenta de la peste.

En La habitación (2015), película de Lenny Abrahamson, ocurre algo similar. Una mujer ha sido encerrada por un hombre atroz. Fruto de este secuestro y de las vejaciones del hombre, nace un niño. Al cabo de varios años, la ahora madre pasa el tiempo con su hijo pequeño de diversas maneras: leen, ven televisión, construyen cosas con bloques o con papel. Ante la falta de un afuera para divertirse, utilizan el interior, aquello que está al alcance para explicarse a sí mismos el reducido mundo que habitan.

Hacia el final de la película, el niño vuelve al sitio del cautiverio. Descubre que el lugar, tan amplio y luminoso en sus recuerdos, es en realidad de tan sólo unos metros cuadrados y que la apariencia espaciosa se trataba de un engaño construido con el esfuerzo de su madre por ensancharle el mundo, por hacer de su encierro un espacio habitable. Este elemento de contraste, lo diminuto de la habitación y lo amplio de los recuerdos, refleja la capacidad del ser humano para construir un universo vasto y sin fronteras, la habilidad para vencer al caos que surge de la reclusión.



IV

En La nave estelar, Brian Aldiss plantea la existencia de un transporte en el que viajan tribus humanas que han olvidado el sitio en el que están y creen que el mundo limitado que habitan es todo lo que existe. Entre más aisladas están las tribus, menos tecnología tienen; esto se debe a que los más cercanos al centro de comando impiden que dicha tecnología le llegue al resto. Este subgénero de la ciencia ficción, llamado nave generacional, plantea la posibilidad de un aislamiento interestelar que, en el peor de los casos, lleve a los tripulantes al caos. Así pues, el miedo al desorden también está presente en elementos aparentemente tan lejanos al centro, muchas veces elitista, de la alta cultura porque parece que el temor a las consecuencias del encierro es un sentimiento general, que se encuentra siempre a punto de emerger.



V

Desde la sala de mi casa, durante esta crisis sanitaria provocada por la covid-19, que nos ha obligado a la cuarentena, lucho contra la dispersión, contra el desconcierto y el caos. Esta contienda es una forma de resistir ese miedo que parece universal. Me he rodeado de lecturas, de películas, de trabajo, de formas para sobrellevar el tiempo. La situación no se equipara a la manera en que viví la cuarentena provocada por la influenza a (h1n1). Me he vuelto consciente de un peligro que no sólo se encuentra en el virus, sino en el cambio de vida durante y después del aislamiento. Sin embargo, más que la toma de postura frente a este acontecimiento —que tal vez recordarán los libros de Historia— se ha despertado en mí un temor ante la idea de no entender por completo el estado en el que vivimos. Tal vez así se sintieron en su momento los soldados que luchaban en el frente durante la Segunda Guerra Mundial, las personas que sufrieron la peste negra, o los peones que no querían unirse a las filas de los ejércitos revolucionarios: algo terrible pasaba a su alrededor, pero el intento de salir a flote como individuos era más importante, o quizá más sencillo de sobrellevar que el acontecimiento en sí. Y a lo mejor las grandes hazañas, los hechos puntuales, no fueron más que momentos en los que alguien tenía que tomar decisiones que estaban por completo fuera de su entendimiento.

Ante la amenaza de caer en el caos provocado por el aislamiento social —como los náufragos de El ángel exterminador, los viajeros de La nave estelar o la familia de El castillo de la pureza—, la búsqueda de la libertad a partir de la apropiación de historias, ya sea que formen parte de libros o películas, es un viaje que se puede construir día con día. De esta forma se atenúa, aunque sea un poco, el temor hacia un evento que va más allá de la comprensión individual. Porque el caos, ese caos que amenaza con desintegrarnos y que tanto se repite en las historias de encierro, también está dentro de uno mismo.