Carrusel / Heredades / No. 222

Puelche de despedida para Luis Sepúlveda



Veo un río veloz brillar como un cuchillo, partir
mi Lebu en dos mitades de fragancia, lo escucho

Gonzalo Rojas, “Carbón”

Nos mecemos suavemente en lo alto de los guapaques. Nos mecemos con el viento suave sobre la fluvial corriente de los que parten y no dicen hasta pronto porque no se han ido.

Hoy el sarcófago se abre y la amplia memoria del escritor Luis Sepúlveda (1949-2020) nos hace recorrer latitudes diversas: partimos desde la ilustre ciudad de Ovalle hasta bajar a Alemania con el boleto de regreso para echar un vistazo al paisaje romántico de Heidelberg ―donde el escritor realizó sus estudios universitarios―. Después recorremos fugaces Argentina, Uruguay, Brasil, Paraguay, Perú y Bolivia. Y así pasamos a la región pampeana mapuche y a la Amazonia, y descubrimos cómo todo el boscaje está contenido en su verde nombre: la fascinación nos embarga al ver a las mujeres amazonas con su fuerza de guerreras. También navegamos por la ruta costera de Gijón. Y “el mar, el siempre mar”…

El viaje es un ciclo que continúa infinitamente, pero sin serpiente ni autofagia: sólo el barco que se mece y el mapa con las rutas de Simbad. Las tantas latitudes nos hacen voltear a nuestro hogar, y pronto sabemos que Sepúlveda —llamado “el ilustre desconocido”— nos roza el hombro cuando se mueven las ramas del frondoso paqui: en México se siente más que en otro lugar porque su eco escritural resuena en alguna biblioteca pública de Ocosingo, en Chiapas. Entonces descubrimos la mañana en la que Carlos Pellicer y Luis Sepúlveda se encontraron en la puerta de entrada de la selva Lacandona y la convirtieron en su lar. Un instante antes, el chileno acaso anuncia su encuentro con el poeta:
 
No conozco a ese hombre que se detiene a la orilla del río, que respira hondamente y sonríe al reconocer los aromas que viajan en el aire. No lo conozco, pero sé que ese hombre es mi hermano.

Ese hombre que sabe que el polen viaja prendido a la arbitraria voluntad del viento, mas confiado y soñando con la fértil tierra que lo espera, ese hombre es mi hermano.
 
Y Pellicer le habría correspondido, habría encendido la fogata y le habría dicho en voz muy alta: “Todo es como debe ser. El fuego atrae a los insectos. El jaguar y el oso hormiguero observan desde lejos. El perezoso y el lagarto quisieran acercarse. El escarabajo y el ciempiés se asoman entre el follaje. Las lenguas del fuego dicen que la madera arde sin rencor. Sí. Todo es como debe ser”.

La explicación no es necesaria en su encuentro. Sepúlveda nunca ha viajado solo. La fraternidad lo abraza porque sabe ver la amistad desde las dos caras de una misma luna, y de él nosotros escuchamos siempre: “¡Hermano mío!”. Su vocación de trotamundos está realmente fijada en la hermandad, y la idea de la amistad la vuelve errante al pasar por las estancias que recorremos desde el lugar donde uno se proyecta y donde cualquiera que llega es bienvenido.

Cierto. Es grande la bondad de Sepúlveda. ¡Y cuán cerca está de nosotros! A lo mejor el primer cuento (inédito) que escribió en la adolescencia, “Las excitantes aventuras de una profesora de historia”, sería un regalo para los aficionados de Pacheco que —no contentos con la respuesta de Mariana— terminaron a regañadientes las últimas páginas de la novela, decididos a cerrar el libro y voltear a ver la obra de Alberto Isaac en la pantalla grande.

En una columna publicada en 1997 para el diario chileno El Sur, se relataban las palabras de un acto a hurtadillas que el escritor Luis Sepúlveda realizó a cambio de un regalo afectuoso: en la nota, el escritor confesaba cómo robó un disco de los Beatles en un local santiaguino de la Feria del Disco. Su presupuesto era corto, pero su ambición por dárselo a su querida, a su polola, era suficiente para tal atrevimiento. Al final, el escritor decidió llevarse un single pagado (¿de Violeta Parra?) y otro (el de los Beatles) bajo la chaqueta. Así —cuenta el escritor— el robo no sería total. Si San Agustín hubiera visitado al chileno en alguna noche de insomnio, con su Sermón de la montaña bajo el brazo, habría reconocido abiertamente que el pecado no se llegó a cumplir en el chileno. Su “delito”, habría dicho San Agustín, se arropa de un gesto humano. El resultado es el beso anacrónico que lo inmuniza.

Cuando volteamos al río descubrimos que la voz de Sepúlveda no se vuelve Esténtor retumbante, víctima de opresión. Al acercarnos a su obra, sentimos en sus líneas sencillas —además de la decisión de no destinar media vida a la compleja orfebrería del lenguaje— cómo sus palabras toman forma desde el pensamiento del hombre que reconoce la mano de otro que la estira, desde la mano compasiva que recurre a otra que se le parece: el escritor de Un viejo que leía novelas de amor (1989) sabe que no son las mismas las manos del opulento que las del mendigo. Cuando recuerda al Mío Cid se le clava la pregunta: “Lengua sin manos, ¿cómo osas fablar?”. Entonces él decide, consciente, prestar voz a quienes no la tienen. La figura del “guardavoz” que cede la palabra no es lo que mueve a Sepúlveda, sino la posibilidad de entablar un diálogo con sus hermanos al disponer las palabras de orilla a orilla.

Muchos queremos sumarnos a esta determinación del chileno ante la palabra, queremos sumarnos a la hermandad universal de los exiliados, y entendemos que debemos ofrecer el señuelo de nuestros recuerdos y que en nuestra ofrenda nada será en vano. Los deseosos somos otros porque nos sabemos llamar por nuestro nombre en diminutivo con gran cariño, y porque vemos lúcidamente el dibujo del emblema “Trastierro” entre los cirros y reconocemos que dicho emblema está a la misma distancia entre José Gaos y Gonzalo Rojas. Y a nuestra idea de trastierro se suma la voz de León Felipe, el poeta de barro: “Sensibles a todo viento/ y bajo todos los cielos […]. Que sean todos los pueblos/ y todos los huertos nuestros”.

Nos mecemos y las vainas pardas se mueven con sigilo en nuestro paqui. Detrás del crujir de las hojas se desprende una fila en espiral de voces: Francisco Coloane le agradece a su discípulo y le siembra la noción de lejanía y la nostalgia del regreso. Julio Cortázar le deja —en un empuje de box— un amable derechazo a su mentón de lector cruel, que abandona el libro si no le han contado la historia en la página cinco. Poli Délano lo reprende necesariamente y le hace ver el pañuelo negro de la plañidera y su diferencia tajante con los forros de tela que guardan con fortuna la literatura de exilio. ¿No es José Donoso quien lo crisma en la lista chilena de la Generación Emergente? El amigo piedra que le engendró la huella del Romanticismo alemán —Pablo de Rokha— lo invita a su convite literario y lo enseña a recitar en voz alta el canto al ejército rojo. Y hasta el canto de Silvio Rodríguez enuncia a su amigo Luis entre oraciones, haciéndole llegar una candorosa carta “Para la espera”.

Todas las vainas desprenden su olor agridulce con el viento y exhalan el fruto de anhelo por permanecer en la luz. Nos acompañan voces de guayaquileños y la tonadilla de los altivos quebrantahuesos. Algo nos dice cómo nos hemos internado —en éxodo imprescindible— hacia el lado oriente de la selva. ¿En El Idilio?

El 16 de abril del 2020 Sepúlveda descendió hacia las raíces de su araucaria, o lo que es lo mismo: hacia el sur-ser porque algún renegado ilustre, algún cicerone de Chile, le pidió que compartiera más sobre su nota del diciembre pasado en Le Monde Diplomatique y lo invitó a su cocina diciéndole “te espero con la mesa puesta para una eterna metamorfosis de ti mismo”. Esta noche, Sepúlveda, el viajero viejo, tampoco cenará solo.





Fotografía de Luis Sepúlveda por Paolo Benegiamo. CC BY-NC-ND 2.0.
Collage de portadas es de Vera Granados Orendain.