Futuro / No. 221

Lugares movedizos


Mi serie favorita es Hechizadas. Cuando la veía eran otros tiempos, en los que podía quedarme tirada la tarde entera, mirar televisión y olvidarme del mundo. No había nadie y la casa me pertenecía. Preparaba palomitas, me sentaba en el sillón imitación de cuero negro que ocupaba el centro de la sala y encendía el televisor. La serie es sobre tres hermanas que son brujas. Mi favorita siempre fue Phoebe, porque ella podía ver el futuro, como yo.

Claro que la serie es ficción y esto es la vida real. Y de inmediato se notaban las diferencias. Para empezar, las hermanas siempre eran perseguidas por demonios envueltos en figuras de hombres guapísimos. Y los demonios, al menos para mí, son invisibles. Apenas puedo sentirlos cuando se acercan. Los distingo por mis reacciones o las de la gente alrededor. La otra diferencia, la principal, es sobre el futuro. Phoebe usaba sus premoniciones para salvar a la gente de los demonios o para tener revelaciones muy precisas que le solucionarían los problemas en cuanto supiera qué querrían decir. A veces eran muy claras: una llave metida en determinada puerta, un número, el nombre de una calle. A veces no podía, ni con la ayuda de sus hermanas, descifrar la visión que tenía; después de dos capítulos y un montón de conjeturas, por fin algo más le revelaba lo que quería decir, algo que muchas veces tenía que ver con la sucesión de los hechos. Digamos: pensaba en una cartera roja y hasta que veía a la señora principal en la fiesta con la cartera en la mano sabía que ahí se encontraba la piedra mágica que necesitaban para salvarse.

Eso me hacía pensar: ¿de qué sirve tener premoniciones si no sabes qué significan? Y comenzó así: decidí que ver el futuro es más bien soñar, en proyecciones como películas, series de sucesos, visiones largas y detalladas de lo que ocurrirá. Así que empecé a practicar: antes de dormir, repasaba en mi cabeza lo que haría al día siguiente. Después de pocas noches ya podía visualizar con exactitud cada una de mis acciones, y tras unas pocas más podía incluso soñar con los accidentes del día: la pluma que se iba a chorrear en la maleta, el profesor que iba a faltar, el charco exacto por el que pasaría un auto que nos mojaría a mamá y a mí camino a la escuela. Cuando eso ocurrió yo me reí y mi madre, enojadísima porque justo ese día papá se había llevado el auto y no regresó a tiempo, y porque el agua del charco había mojado su falda nueva, me dio un coscorrón en la cabeza. Me preguntó qué era tan gracioso y yo le dije que ya sabía que el auto iba a hacer eso y me reprendió por no haberle dicho antes, para pasarnos al otro lado de la calle. Estuvo todo el camino hasta la casa sin hablarme.

Yo no estaba segura de si debía explicarle o no lo de los sueños. Mi madre solía prohibirme cada cosa que me divertía para que la obedeciera: la televisión, los videojuegos, los dulces. Por otro lado, supuse que tal vez ella se habría dado cuenta de que yo podía ver el futuro: en aquel entonces el mecanismo me parecía sencillo, natural; pensaba que la mayor parte de la gente estaba enterada de cómo funcionaba, y que si no veían el futuro era porque no querían poner el mínimo esfuerzo. A fin de cuentas, se trataba de un ejercicio de concentración.

Los días se sucedían, en ese entonces, pejagosos, blandos, como un chicle pegado en la suela que por más que intentas quitarte pisando más fuerte, rozando el zapato sobre el pavimento, sólo se pega más y después da mucho asco tomarlo con la mano y entonces simplemente lo dejas estar ahí. Lo que intento decir con esto es que los días comenzaron a ser aburridos porque siempre sabía lo que iba a pasar, nada me sorprendía y todo empezó a parecerse mucho. Sabía con antelación el día en que iba a tener por fin una amiga en la escuela, porque yo le pasaría las respuestas del examen; sabía el día en que iba a menstruar; sabía que en vez de gustarme los chicos, como a todas, me gustaría mi amiga; que yo intentaría darle un beso a escondidas, en los baños de la escuela, y por eso ella dejaría de hablarme. Nada me causaba sorpresa y entonces comencé a tener visiones de mí misma tirada en la cama, triste, sin levantarme, mirando hacia arriba y sabiendo que el día siguiente sería lo mismo y también el siguiente.

Dejé de dormir un par de noches. Resultó peor. El futuro me asaltaba a ratos. El chico del pupitre detrás de mí arrojó una bola de papel ensalivada. Pude saberlo un poco antes y me agaché justo a tiempo, así que la masa húmeda le dio en la espalda al compañero de enfrente, que comenzó a insultarme. Me reí; la verdad fue por la confusión y los nervios. El chico que arrojó la bola de papel me defendió. El otro, con el suéter sucio, lo retó: “Nos vemos a la salida”. Y yo sólo reía y seguramente los demás pensaban, como sé que piensan, que estoy loca.

Esa tarde, aún sin dormir, fui con una bruja; su local está a unas cuadras de la escuela. Me tomó la mano y la miró con atención. Me pasó humo y hierbas por el cuerpo y me dijo: “Estás repleta de demonios”. En cuanto los mencionó volvió el futuro. Sentí en la mejilla la cachetada de mi madre, cuando en una discusión yo le decía que se iba a divorciar en unos meses, porque mi padre la engaña. Salí del local sin pagarle a la hechicera, que me maldijo gritando. Tomé el celular y le marqué a mi amiga. Ella me contestó, aunque desde lo de los baños no nos hablábamos. Al oír mi historia se rio. Me dijo que soy una tonta, que basta con llevarle la contraria a mis sueños. “No hagas lo que te dicen y ya. Cada quien decide qué hace con su tiempo”.

Lo intenté. Llegué a casa y me dormí. Me vi yendo a la escuela y saludándola a ella antes que al resto del salón. Me desperté y me quedé en cama, aunque un impulso me decía que me pusiera de pie, que siguiera con la rutina. Resistí y allí empezó el infierno: con las posibilidades. Las visiones comenzaron a superponerse unas con otras. Descubrí que no sólo existe un futuro. Podía verme el día entero en la cama, también yendo a la escuela, escapándome al centro de la ciudad, incluso atropellada por un auto. Los días que no dormía por el terror que me daba hacerlo, apenas cerraba los ojos veía mis posibles accidentes, el billete que podría encontrarme tirado en la calle, la comida que podría comer y a mí misma sin salir de casa, llorando. No había manera de escapar. Así me di cuenta de que el tiempo en realidad es una sustancia viscosa en la que estamos envueltos, una especie de baba invisible y repugnante que nos conduce de un sitio a otro, y entendí que cada pequeño gesto puede cambiar el curso de nuestros movimientos, pero nunca podremos salir de ahí.

Empezaba a visualizar distintas formas de matarme cuando ella me llamó por teléfono. Dijo que estaba preocupada por mí, porque había faltado ya varios días a la escuela, y me pidió disculpas por decirme tonta la vez anterior. No supe qué contestar. Ella siguió hablando. Me contó una historia, la de un hombre que puede recordarlo absolutamente todo y es un fenómeno al que la gente a su alrededor admira. Y el hombre sufre porque no puede olvidar nada. Ella me habló o me hablará por teléfono, no estoy segura. Ya está todo muy revuelto y a veces no sé si me van a encerrar en un sanatorio o me dejaron ir o escapé hace mucho. Creo que si el hombre de la historia se mantuvo cuerdo fue porque tenía una ventaja frente a mí: la certeza de que lo que recordaba era ya el pasado, es decir, había ocurrido, es decir, era real.

Mi compañera me dijo, o me dirá, que podría moverme del futuro al pasado y de ahí brincar al presente y volver al cauce de los acontecimientos donde está el resto del mundo. Por eso estoy sentada en el mismo sillón imitación de cuero negro, con un paquete de palomitas recién hechas, y enciendo la televisión para poner Hechizadas y ver el primer capítulo. Intentaré volver desde aquí, mirando con mucha atención entre la bruma para encontrar el hilito que pueda conducirme dentro de esta viscosidad al inicio.