Bestias / No. 220

Perro de azotea



All the changing of the light is torture.
Cate Le Bon
I
Un animal caminaba sobre la azotea.
La única sombra que había era la de una toalla que alguien olvidó hace semanas.
Me afirmaste que su azul era el más triste que habías visto en tu vida,
y mientras acariciabas al perro y le servías agua,
recordé el lago Huron congelado
como una hostia detenida en la lengua de alguien que mintió al confesarse.
La sombra era más bien una línea inútil en el suelo.
Tan inútil como pedir perdón antes de morir de sed,
y acabar usando la poca saliva que queda
en una plegaria que no estás seguro si alguien más escucha.
Pero esa sed no era la misma que se movía
adentro de las gargantas de los niños a esa hora en el llano de enfrente.
Desde la azotea los veía correr,
y si no hubiera oído las risas,
habría pensado que trataban de buscar refugio del sol
como aves apuradas antes de que caiga la lluvia.

Al salir a la calle, vimos el hocico del perro asomado
por los espacios que se formaban entre una maceta y otra.
Los niños seguían corriendo, y antes de subir al carro
recordé que una vez anduve descalzo por la calle.
Nunca me había sentido tan desnudo.

Cruzamos la carretera como a eso de las cuatro.
El camino se deformaba por lo caliente.

(Ahora, muchos años después, veo la llanura que miré por la ventana de tu auto,
cuando me dijiste tu verdadero nombre.
La hierba parece estar aún más amarilla de lo que recuerdo.
Lo suficiente como para creer de nuevo en el oro,
o en alguna otra cosa que sea necesario esconder de las manos codiciosas.)

Nos detuvimos en una gasolinera para checar el líquido del radiador.
¿Ya viste las manos ennegrecidas del hombre que pide limosna afuera del OXXO?
No recuerdo qué compramos, pero le regalaste unas monedas.
Cruzó su frente y siguió sentado sobre el cartón que había en el suelo.
No platicamos mucho por algunas horas.
Te pedí que te detuvieras porque tenía que orinar,
y cuando volví al auto, te pregunté que si tú también imaginabas
a un hombre corriendo a los costados del camino cuando viajabas.
Me dijiste que no, pero que Sal Paradise pensaba algo similar cuando iba en dirección a Denver.

Llegamos cuando el sol se guardaba,
y antes de tocar la puerta del lugar,
en el que no estaba seguro si éramos bienvenidos o no,
me dijiste que yo era como un perro de azotea,
y lo único que pensé fue en la toalla colgando en medio del sol de junio.

II
Hoy supe que vertieron las cenizas de su padre en alguna playa del Atlántico.
Nunca he tocado aquella parte del agua,
y nunca he tenido una urna entre las manos.

Prendí mi computadora y busqué fotografías de la costa.
Pasé bastante rato viendo imágenes del agua,
y luego recordé el Blue and Grey de Rothko,
y después pensé en un perro bebiendo con mucha ansiedad de una cubeta.

Dormí un rato y, cuando desperté, tuve la necesidad de llamarle.
Sonó el teléfono, le di el pésame y pregunté cómo estaba.
Platicamos un poco de la enfermedad de su padre, y de su cansancio.
Me contó de unas aves arrancando peces de las olas,
de una arena fría que lastimaba los pies,
y de unos hombres que pasaban horas sobre el muelle esperando lo que sea.
Le pregunté si ella esperaba algo,
pero la llamada se cortó antes de que pudiera contestarme.

No volví a marcar de nuevo, porque sentí que esa respuesta no me correspondía escucharla.
Regresé a acostarme, y mientras estaba boca arriba,
imaginé unas manos juntando agua.
Luego oí ruidos en la azotea,
y fui a asomarme,
y vi a los vecinos con prisa destendiendo su ropa antes de la lluvia.

El agua llegó, y en otras azoteas, algunos perros empezaron a correr de un lado a otro.
Yo tampoco sabía qué esperaba aquella tarde.
Recuerdo sentir ganas de correr como ellos,
pero sólo me quedé pensando en cuál sería el azul más triste que habría visto en mi vida.