Juego / No. 219

Lo que una vida dura



Click.

El tenue chasquido metálico retumba en el lado derecho de su rostro. El ruido no lo deja oír más, es ensordecedor como si estuviera en el interior de una campana que llama a misa. Deja que el sonido se disipe lentamente, que el silencio retorne a la oscuridad presente; entonces deja de apretar los ojos para finalmente abrirlos. El mundo nace y se hace, se dibuja poco a poco frente a él. El foco que pende del cable en el techo ilumina lo que alcanza a ver: delante de él, sentado en una silla roja de plástico igual a la suya, el hombre del torso desnudo contra el que compite le devuelve la mirada. Los separa una pequeña y sucia mesa blanca de metal con decenas de quemaduras de cigarrillos y el logotipo de una cerveza mexicana barata. Mira el extremo de su brazo derecho: en la mano sostiene un revólver que apunta hacia su sien, el índice todavía aprieta el gatillo. La multitud alrededor de la mesa grita eufórica. Es un grito primitivo, casi simiesco, acompañado de golpes en el pecho y jadeos. En alguna parte entre el gentío se oyen vidrios romperse. Coloca el arma sobre la mesa, en el centro. Fue su primer turno de tres.

Su rival maldice. Los dos sudan, el calor del sitio se siente como el interior de una caldera; ambos tienen cigarros sostenidos en las orejas, él únicamente en la derecha, el descamisado en ambas. Se gira para ver mejor: al menos 50 personas los rodean, todos hombres, todos fornidos y sucios como si acabaran de salir de una jornada de varios días en alguna mina, todos comparten una mirada en que no se refleja una vida afortunada. No conoce a nadie. Todos están tatuados, algunos tienen playeras sin mangas como él, la mayoría sólo usa pantalones como su contrincante. Varios tienen al menos una botella de cerveza con un sabor que se adivina amargo en sus manos. Algunos otros sostienen cigarros, cigarros de todo tipo; da igual, de todas maneras todos los humos se mezclan en el aire del cuarto cerrado. Tienen en común los fajos de billetes apretados en la mano o entre dos dedos para sostener mejor la botella. Se fija en un hombre que sobresale entre los demás, grita los obvios resultados del juego en lo que parece inglés y lo mismo reparte que reclama los billetes de los demás. Se percata de un pizarrón verde clavado en la pared al fondo. No distingue palabra alguna. ¿Sabe leer? El piso se ve y se siente pegajoso; una mezcla de escupitajos, tabaco, sangre y orines cumple la función de alfombra.

¿Dónde se halla, en el cuarto trasero de una cantina, de esas en las que se teme por la vida de uno, o en la celda de una cárcel? No lo recuerda. Al abrir los ojos, al haber esquivado por puro azar la bala con medio nombre suyo escrito en ella, volvió a nacer. Por intervención divina sabe lo necesario: para ganar, para salir de aquel lugar, tiene que tocarle la fortuna de sobrevivir a la ruleta rusa, sobrevivir al hombre sentado frente a él. Algo le dice que no es la primera vez que despierta en una circunstancia si no igual, al menos parecida.

La migraña no lo deja pensar, no lo deja ir hasta un recuerdo anterior. Unos dedos fantasmas le aprietan la cabeza, como si quisieran abrirse camino a través de su cráneo. Está mareado, eso viene de antes. No es un recuerdo, es algo de lo que está seguro. No siente asco del lugar, no le provoca náuseas ninguno de los olores en la habitación. El mareo, el vómito atorado en la boca del estómago son de una vida anterior al cuarto. Ni de su nombre alcanza a acordarse. Se mira los brazos que están llenos de polvo y mugre, que hacen evidente que lleva largo tiempo haciendo ejercicio o un trabajo manual que requiere de mucha fuerza. En su extremidad derecha se dibuja el tatuaje de una carpa. Una de sus manos, la izquierda, la que no ha estado en contacto con el arma, está cubierta por un vendaje. Apenas puede cerrarla, el dolor y la hinchazón casi le impiden hacerlo. Ha golpeado a alguien o algo recientemente.

De nuevo mira la mesa. A su derecha nota por vez primera una pila de billetes verdes que rebasa las tres pulgadas de grosor. Su premio, su recompensa en caso de no ser el muerto, de no agregar al suelo la sangre y sesos de su cabeza. Frente a él nota que su rival tiene lo que parece una cantidad menor de dinero al alcance de su mano.

Respira profundo. Sus hombros bajan y suben al ritmo de su respiración, las gotas de sudor le nacen en la frente. El dolor en su cráneo son taladros perforándole el cuero cabelludo. Tiene la boca seca. Grita al aire que quiere una cerveza. El sonido de su propia voz lo toma por sorpresa. Un brazo se extiende y coloca una botella de cerveza amarilla ya destapada sobre la mesa. Con el primer sorbo sólo moja su garganta y escupe en el suelo. En el segundo trago se toma más de la mitad de golpe. No hay diferencia. Los taladros en su cráneo siguen avanzando. Su contrario prende un cigarro y lo aspira dos veces, con la misma mano con la que lo sostiene aparta el humo de su cara.

—Voy yo, cabrones —grita a la gente alrededor, a lo que ésta responde con chiflidos. Unos cuantos gritan cantidades que son anotadas con rapidez en el pizarrón.

El hombre sin camisa, cigarro en boca, extiende la mano derecha; toma con un ligero temblor el revólver. Abre el tambor del arma, a los más cercanos les muestra la única bala guardada en uno de los seis compartimentos; vuelve a cerrar el tambor y lo gira. Cuando el tambor detiene su movimiento, lentamente se levanta de la silla y lleva el cañón de la pistola a su sien derecha. Con la mano izquierda se palpa el escapulario que le cuelga del pecho. De su boca dos emanaciones salen continuas. Con el pulgar quita el seguro del arma. Pasa un segundo que tarda lo que una vida dura. El silencio es sobrenatural, nadie escupe, nadie respira, nadie hace nada. La eternidad cuelga del único foco que ilumina el cuarto.

Click.

El grito del hombre hace que el cigarro caiga sobre la mesa. La multitud le hace coro. Hay estadios olímpicos que nunca verán una celebración igual, el ruido se reanuda como una máquina que alguien enciende. Otra mano se extiende para igualar en tamaño los montones de billetes. Ahora le toca a él.

No lo cree pero es posible, el dolor aumenta, crece. No se amplifica poco a poco, sino de golpe. No es dos ni diez veces más fuerte que antes, es un número de veces mayor que no conoce. Se agacha y recarga la frente sobre la mesa. Deja que el silencio a su alrededor disminuya, cuando se da cuenta de que no lo hará se levanta y se recarga sobre la silla. Quiere atragantarse con todo lo que hay en el aire. Quiere ahogarse, no continuar. Quiere saber quién es y qué hace en ese lugar; salir y comprobar con sus propios ojos que afuera hay un cielo azul coronado por un sol, que no todo es gris ni el aire huele a porquería, que el tacto de las mujeres tiene la sensación que él se imagina. Pero más que nada quiere quitarse el dolor de su cabeza, quiere que el apretar de dientes que ha mantenido hasta ahora resulte efectivo como anestesia. Más fácil, a quien sea que pueda oírlo le reduce sus súplicas a dos opciones: quiere que el dolor se vaya o quiere morirse.

De un golpe se termina la cerveza, con la palma extendida indica que va a seguir con el reto. La pistola está sobre la mesa. No lo intenta, pero sin notarlo imita los gestos del hombre de enfrente. Un temblor febril le recorre el cuerpo. La mano avanza y toma el arma. Con torpeza abre el tambor y retira la bala color dorado, la levanta. Todo el mundo es testigo del pequeño y cilíndrico árbitro del partido, todos menos él porque el sudor en los ojos no le permite ver más que un brillo amarillo. Coloca de nuevo la bala en el mismo lugar, cierra el tambor y con un movimiento aún más torpe que los anteriores lo gira sobre su propio eje. El cañón se pega a su sien. Sin éxito busca en su memoria alguna plegaria que pueda recitar. Aprieta los dientes, siente el galopar de la sangre en sus encías. El palpitar de su cabeza pega con el frío cañón del revólver. Click.

Un blanco cubre el mundo, el rugido de un león lo envuelve hasta dejarlo sordo. Ni siquiera alcanza a sentir la tibieza de su sangre salpicando todo. Duerme sin darse cuenta.

Despierta agitado con la sensación de haber sido rescatado de ahogarse en mar abierto. Se halla en un cuarto blanco, vacío, que se extiende hasta el infinito. No hay horizonte, no hay paredes y no sabe si está acostado sobre el suelo o si flota en la nada. Se incorpora y se nota desnudo e inmaculado, sin cabello alguno sobre su cuerpo. Ya no hay tatuaje en su brazo derecho. De nueva cuenta no sabe quién es. El dolor en su cabeza ya no está.

Sonríe.