Juego / No. 219

El juego, qué cosa tan seria



Todavía no soy lo suficientemente madura. O nunca lo seré.
Clarice Lispector

Qué fácil era jugar a mojarnos, digo
antes de meter mi pie al agua.

Iveth Luna Flores



La primera vez que un juego de mesa me provocó gastritis fue un presagio de la vida adulta que no supe descifrar. Mi forma de involucrarme en estos pasatiempos podría, sin duda alguna, calificarse como tóxica; para completar el cuadro, era una pésima perdedora. Mala combinación.

Quizá se deba a mi condición de hija única y a la separación de mis padres cuando tenía siete años. Si bien para mí la compañía nunca ha sido un requisito para el entretenimiento, la mayoría del tiempo no tuve con quien jugar y eso se tradujo, progresivamente, en dificultades al desempeñar actividades que involucraran socialización o trabajo en equipo.

Me parece triste no haber forjado una tradición de juegos de mesa con mi familia ni con amigos. Cuando se menciona a modo de plan futuro, suele quedar flotando en el aire como un evento por venir que tal vez no habrá de concretarse. Realizarlo implica, casi siempre, que logremos reunirnos más de cuatro personas. Aquí el secreto: para jugar hay que comprometerse.

Aunque un día dejé de tomarme en serio los juegos, perder sigue causándome sentimientos encontrados. Acaso por la sospecha de que jugar conlleva una declaración de principios de quiénes somos y hasta dónde somos capaces de llegar, de cuánto comprendemos y también de aquello que se nos escapa. Como dice un personaje de Jesús González Dávila al comienzo de “Una niña se columpiaba”, último cuadro de la obra teatral Los niños prohibidos: “Un juego. La cosa es conocer las reglas. Pero a veces los que nos enseñan las reglas se aprovechan de los que no sabemos, para salir ganando ellos”. Muchas veces, así se ha sentido crecer.

Prueba de lo anterior y segundo presagio funesto: nunca entendí cuál era el punto de Monopoly, juego de mesa creado a principios del siglo xx que es, hasta la fecha, uno de los más populares. Veía los anuncios en la televisión y en alguna reunión familiar lo sacaron un par de veces. No logré encontrarle lo interesante. No se trata de otra cosa más que del intercambio y la compraventa de bienes raíces con el objetivo de adquirir todas las propiedades. Variación de éste, el Turista Mundial sí me gustaba. En mi cabeza, comprar un país equivalía a apropiarme de las vacaciones soñadas. Idealizaba “viajar” a todos los lugares que hubiera escuchado mencionar o a donde alguien de mi familia hubiera ido. Tratos con el banco, cobros, hipotecas (¿quién de niño entendía qué era eso?), deportaciones. Me detengo en este punto.

Recuerdo las reacciones de quienes éramos enviados a la casilla “Deportado”: frustración entre risas por los turnos perdidos, impaciencia por que otro jugador nos ayudara a “salir”. Ojalá que alguien se hubiera tomado el tiempo de explicarme qué implica una deportación, por qué existe, por qué motivo alguien puede nombrar suyo un territorio y decidir quién entra y sale de él, y bajo qué términos.

Con conocimiento del sistema en el cual vivo, hoy sólo puedo pensar en la perversidad que esconde todo aquello y en la enorme cantidad de detalles que se me escaparon entonces. ¿Sigue la gente jugando Monopoly y Turista Mundial en tiempos donde los nacionalismos se usan, muchas veces, como base de los discursos de odio? ¿La casilla “Deportado” es, todavía, un obstáculo exasperante y risible ahora que la gente es encerrada en jaulas, y los niños separados de sus padres a causa de las políticas migratorias?

Todas las cajas deberían incluir una advertencia: “¡Niños y niñas, esto es un simulacro del sistema voraz en que vivimos! Juéguenlo bajo su propio riesgo, aprendan mucho y no hagan trampa o se acostumbrarán a ello”. O quizá: “Se recomienda leer a Adam Smith y a Marx antes de tirar los dados de este tablero”. O mejor aún: “Abandonad toda esperanza…”.

Hace unos meses, vi en Twitter que un usuario señalaba la conocida verdad de que la antes llamada Ciudad de los Niños —hoy Kidzania— ha sido una gran forma de romantizar la explotación. Los padres pagan por que sus hijos jueguen a trabajar para transnacionales, mal remunerados, formándose un ratote para poder emplearse donde desean. Basada en mi experiencia añado: no sólo venden la idea del trabajo capitalista como un privilegio, sino que ponen su granito de arena en el sexismo laboral. En una de las pocas ocasiones en que fui quise trabajar en el hospital como cirujana. Pero no. Sin titubeo alguno, me asignaron a cuneros junto con otras niñas. Luego quise ser bombera y tocar la campana mientras el camión recorría aquella urbe ficticia. No: “eres frágil y puedes caerte, deja que lo haga uno de los niños”.

Probablemente me haya faltado en los primeros años de formación una asignatura llamada “Aprender a jugar en serio”. O que, al menos, existiera un “El gran juego de la vida para dummies”. Tardé mucho tiempo en advertir que los juegos de mi infancia eran preludios de la adultez, desperdigados como piezas de rompecabezas que sólo en la práctica he podido recoger para darles un sentido. Y aun así, soy incapaz de completarlo; cada vez hay algo que no termino de comprender.

Herencia de mi recreación solitaria, le creo a quienquiera que me explique algunas reglas, convencida de no conocerlas. Sintiéndome tan inadecuada como cuando el voto de la mayoría decretaba que jugaríamos a algo que yo no quería, he permitido que me hagan trampa o aceptado que me dejaron ganar. Ser un buen jugador es, luego, tener la suspicacia necesaria para advertir el reglamento oculto en cada situación; ser conscientes de que los juegos se actualizan, cambian; reconocer que con algunas personas nos divertimos más que con otras.

Quisiera pensar la vida con la seriedad con que pensaba el juego en la infancia: espacio donde la cama era un transporte futurista y el piso, lava ardiente. Al crecer, fui olvidando ese lenguaje; las convenciones y los protocolos se apoderaron de mí. Ahora pierdo por fingir que no estoy jugando aun cuando la partida sigue en marcha.

En realidad, creo que ya estoy resignándome a las habilidades lúdicas no adquiridas. Mi adultez ha sido como la caja de un juego de mesa nuevo al que, una vez abierto, descubrí que le faltaban algunas piezas y el instructivo, pero me las he apañado bien. Mi modo de ser me ha permitido fabricar ciertas reglas, inventar nuevas diversiones o versiones alternativas de las que conozco; buscar otras formas, creerlas posibles. Después de todo, al menos ahora puedo reírme cuando pierdo algunas partidas.