Juego / No. 219

La banalidad de lo virtual



Juego Fortnite a las diez de la mañana. Un niño, al otro lado de la línea, está furioso. Exclama que si fallo el tiro contra el oponente que tengo enfrente, a casi diez metros de acuerdo con mi radar, violará a mi mamá.

“Y por el culo, cabrón”, refrenda con esa voz que apenas rebasa los 12 años.

Habla con el encono propio de un psicótico o un enfermo terminal. Yo tengo un cañón de mano legendario —quizá una de las armas más fuertes en este videojuego—, un lanzagranadas, un rifle francotirador, dos bombas de impulso. El nombre de mi avatar, un reptil musculoso y humanoide vestido con un traje negro hecho jirones, es Mauwo777.

Los oponentes rematan al niño. En alguna de sus pantallas apareció la frase “Has eliminado a CatNinja123”. Él entonces llora, insulta al borde del paroxismo. Yo aprovecho y vacío el tambor de granadas, y los cuatro enemigos refugiados, curándose bajo una estructura precaria de madera, mueren simultáneamente. Sus nombres se muestran en mi pantalla.

Conecto el micrófono. Hasta ahora, pasar como un anónimo entre las conversaciones del juego me resultaba excitante. Diálogos en francés, árabe y, sobre todo, en inglés y sus variantes fonéticas de la Costa Este, donde yo sólo fungía como oyente. Como un espía mexicano.

“¿Estás enfermo, morro?”, le digo. “¿Por qué dijiste que vas a violar a mi mamá?”.

Silencio. Quizá un suspiro de vergüenza. CatNinja123 desaparece para siempre.



Comencé a jugar Fortnite hace ocho meses. Antes, los videojuegos sólo me parecían objetos de enajenación dirigidos por las empresas en pro de la violencia y el consumo, sin ningún fin estético. Un amigo me regaló unos audífonos con micrófono y me pidió que formáramos un “dúo” aprovechando que tengo un Play Station 4; y pronto, ya que dos de sus amigos compraron las consolas, formaríamos un escuadrón —o un squad— inexpugnable.

La oferta me pareció pueril y al colocarme el artefacto me sentí ridículo. Me vi en el espejo. Parecía el personaje de un cuento de Bradbury o el comandante de una tropa freak. Me costó adaptarme al control de la consola y al manejo de los botones, así como a las exigencias internacionales de adolescentes expertos que al mínimo error manifestaban su furia al otro lado de la línea. “Bitch. You hear me? You are a fuckin’ bitch. Fucking default piece of shit” (default/novato).

Fortnite es un juego que se basa en dos aspectos: puntería y construcción. Los personajes cargan armas, disparan y construyen estructuras irreales que alcanzan las nubes del plano virtual. Nadie posee ventajas dentro del battle royale en el que se desarrollan los enfrentamientos y casi todo depende de la experiencia adquirida en esos aspectos. ¿Cómo monetizan? Te venden trajecitos y colores para el armamento. “¡Vuelve a tu personaje el más original!”, publicitan. Caracterizarlo, por cierto, amerita una inversión de entre 10 y 20 dólares. Una parte la recibe Epic Games, la empresa que desarrolló el juego, y otra los creadores de contenido, cuyos nombres deben ser escritos al realizar la compra.

La Organización Mundial de la Salud expuso que Fortnite es “altamente adictivo” y tiene un impacto cada vez mayor en la psique de los niños. Entre otros hechos, se han registrado intentos de suicidio y automutilaciones cuando sus padres les prohíben jugar. En 2018 el tema se catalogó como “trastorno” y fue incluido en la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-11).

“Se trata de un patrón de uso de juegos digitales [...] que aumenta considerablemente el riesgo de consecuencias perjudiciales para la salud física o mental de la persona o de otras personas en su entorno. El mayor riesgo puede deberse a la frecuencia del uso de estos juegos, a la cantidad de tiempo dedicada a estas actividades, al descuido de otras actividades y prioridades, a los comportamientos riesgosos asociados [...]. El patrón del uso de estos juegos es a menudo persistente a pesar de la conciencia de un mayor riesgo de daño para la persona o para otro”, reza el documento.

Según diversos grupos que localicé en Facebook, en México se han organizado coloquios para padres y madres con el objetivo de prevenir la adicción en los niños. Cuestan arriba de 1000 pesos, lo suficiente para comprarle un ropero a tu avatar.

Existen jugadores profesionales que por transmitir sus partidas en vivo han ganado millones de dólares. A uno, Tfue, Epic Games le regaló un Lamborghini amarillo; El Rubius, tal vez el youtuber más importante en lengua española, alcanzó un millón de espectadores en un streaming. Ninja, mientras no transmite en vivo, deja de ganar 300 dólares cada minuto. Ninguno de ellos ha terminado una licenciatura y probablemente tampoco un libro, pero qué más, los negocios digitales del siglo XXI podrían formar parte de una novela de ciencia ficción. Como escribió el periodista Jorge Carrión: “La cultura más alta es la que está en la nube. La cultura más baja es la que está a ras de suelo: en las librerías, en los museos, en las tiendas de discos, en los teatros”.

El juego, de acuerdo con páginas como Marca y diversos foros especializados en Fortnite, evita el fomento a la violencia. Aparte de eliminar la palabra muerte, los avatares no emanan sangre y no sufren. De hecho, sonríen permanentemente como desquiciados. Tras recibir cierta cantidad de disparos y perder el escudo (el cual se adquiere bebiendo unos tambos azules inmersos en "tesoros" o asentados en estructuras a lo largo del mapa), el personaje queda a cuatro patas, momento en el que puede ser revivido por un miembro de su equipo o ser eliminado. Si pasa esto último, un pequeño robot surge por encima del avatar y lo desaparece como un holograma.

"¡Estás gateando como una perra!", me gritó también un niño mexicano, Wahoos78, cuando me derribaron y no logré revivirlo.



Luego de un mes no podía abandonar el videojuego; hasta la fecha, en los momentos libres que tengo en mi trabajo —una página de noticias—, prendo la consola y juego algunas partidas con un sentimiento de culpa que me recuerda mucho a mi niñez. Si pierdo, me enojo, grito, fumo compulsivamente. Si gano, siento una satisfacción momentánea, similar al efecto estéril de ciertas drogas duras, e inicio una partida más para ratificar mi poderío.

Reparé en lo grave que podía volverse mi adicción cuando un fin de semana jugué 12 horas seguidas y se me reventó una vena del ojo. Tenía notas pendientes. Temas que leer. Dejé todo por conseguir un traje: un plátano al que le aparecen manchas de óxido durante la partida. Sobre el ojo, fingí que me había desvelado releyendo Los detectives salvajes.

Otras compañías lanzaron videojuegos de battle royale similares a Fortnite, con mejores gráficos y un sentido más realista de la violencia. Apex Legends, Free Fire y pubg son un ejemplo. Sin embargo, en un arranque de lucidez mercadotécnica, Fortnite regaló por única vez el "pase de batalla"; es decir, les dio la oportunidad a millones de personas (más de 200 000 millones, de acuerdo con Reuters) de adquirir los trajes y los colores de armamento que por lo general te venden en 20 dólares. Para ganarlos había que realizar una serie de misiones. Por supuesto, lo conseguí, y ahora soy el hombre- lagarto-fisicoculturista denominado Mauwo777. Escribo lo anterior con una sensación extraña de pudor y orgullo.



El pasado 28 de julio un adolescente argentino de 13 años, conocido como Thiago "King" Lapp, ganó 950 000 dólares tras eliminar a las mayores promesas de Fortnite en un torneo internacional que se realizó en Estados Unidos. La cantidad, traducida a pesos, es mayor al presupuesto que reciben varios municipios de nuestro país. El primer lugar del torneo, un chico de 16 años que usó el seudónimo Bugha, ganó tres millones de dólares. El fisco estadounidense, sin embargo, se queda con el 30 % del total. Negocio redondo. Actualmente Fortnite genera 3 000 millones de dólares anuales.

La profesionalización de estos chicos, o gamers, requiere entre seis y ocho horas de entrenamiento diario, análisis de jugadas, dietas estrictas, psicólogos deportivos y sesiones de kinesiología. Se juegan, de ganar, una vida con altos ingresos y una fama posterior a través de las transmisiones en vivo. Una vida donde lo virtual determina lo físico y viceversa.



Una tormenta morada y mortal finaliza cada una de las partidas. Conforme avanza, el espacio se cierra y algunos jugadores quedan atrapados en tanto otros llegan al centro del mapa con la vida debilitada; se curan con vendas, botiquines y beben "escudo" de tambos azules.

Construyo una torre gigantesca y vigilo desde la cima. Han pasado horas desde que comencé a jugar. Tengo los ojos irritados. Silencio, mi casa vacía en la semipenumbra. Uso el traje de hombre plátano que recién gané y noto que la luz, en el juego, también comienza a decrecer, como un espejo de mi realidad. La noche de Fortnite cae sobre un plano de nubes digitales y yo, desde las alturas, abro fuego contra el primer grupo de enemigos. Abajo me espera la nada, el hastío. Aún no lo sé.