9° Concurso de Crítica Cinematográfica Fósforo / No. 218

De la sugestión figurativa y de la concomitancia discursiva en Titixe


Categoría: Exalumnos y Público en General*


Titixe
Dirección: Tania Hernández Velasco
México, 2018


Documentar la ausencia, la pérdida y la muerte, dentro de la representación cinematográfica, es una tarea paradójica que pone en tela de juicio no sólo los límites de la representación, sino también la visibilidad misma. Es a esta labor a la que se entrega Tania Hernández cuando decide realizar un largometraje sobre la última siembra en el terreno de su abuelo recientemente fallecido, donde, a través de la articulación de dos lógicas discursivas, una auditivo-testimonial —a cargo de la voz en off— y una visual —a cargo de asociaciones “figurales” 1—, logrará sugerir una imagen de la reciente y principal figura ausente, Don Valentín.

La primera lógica narrativa se construye a través de la palabra. El documental está envuelto por voces en off que no irrumpirán en el campo del discurso visual. Esta palabra, a pesar de su condición desencarnada, es llevada por personajes claramente identificables y adquiere un papel fundamental, el de testimonio, porque, siendo fiel a la esencia documentalista, no existe el testimonio visual de la ausencia. Desde la primera réplica del metraje, nos enfrentamos a la paradoja de lo invisible y de lo irrepresentable. “Veo…”, infiere un primer personaje femenino fuera de campo; lo que vemos no corresponde a lo que ella evoca, quien tampoco puede ver, sólo rememorar. Esta imposibilidad de visualizar lo que ya no está, establecida por la ausencia de planos subjetivos en el documental, se expresa explícitamente por “lo que a simple vista no se puede encontrar”. Ésta es la pretensión de Tania Hernández, convocar el pasado a través de la palabra.

Pero su tentativa no se detiene en la convocación de la memoria personal, solicita también la imaginación del espectador a través de procesos simbólicos de figuración. De inspiración lingüística, definiré al figural, a partir de los análisis semióticos del discurso fílmico de Christian Metz, como los atributos formales que permiten expresar lo no-figurado, sin recurrir a la representación. De acuerdo con la categorización de Metz, Tania recurre a asociaciones simbólicas que sugieren lo que no figura o no puede figurar en lo visual. Entre estos trayectos simbólicos que evocan una imagen, en concreto la de Don Valentín, el difunto personaje y su labor, identificamos la personificación, la metáfora y la metonimia.

Llamaremos abstracción al primer recurso que, a través de diversos planos de personajes a contraluz, desencarna sus cuerpos y ofrece la silueta a disposición de la imaginación. En estos cuerpos vacíos, el espectador transpone su propia imagen de Don Valentín. El mismo efecto se consigue con las sombras sobre el prado o el árbol, cuyo origen físico nunca es certero. A través de desenfoques, planos truncados y descentrados, y primerísimos primeros planos, la directora dificulta la identificación del elemento visualizado, con lo cual permite que el espectador prolongue la imagen. Entre ellos, los planos de brazos, manos, pies y ojos exigen igualmente esta proyección imaginativa.

Otro recurso simbólico de función figurativa es la metáfora. Hay una clara intención de hacer sentir la desaparición a través de desenfoques y fundidos; esa imagen clara que se pierde y se funde en la indefinición también metaforiza el destino inequívoco de los recuerdos. Cuando se nos relata el incidente de la cosecha de calabacitas tiradas al barranco, nuestra testigo afirma: “Es la única vez que yo lo vi llorar”, y se nos presenta a continuación un plano contrapicado sobre el cielo relampagueante, cuya intensa lluvia sustituye el llanto ausente de Don Valentín que ya sólo podemos percibir mediante estas asociaciones simbólicas. Hernández recurre a comparaciones textuales cuando presenta las imágenes truncadas en primerísimos primeros planos de su tío abuelo, y nos ofrece una referencia más explícita al declarar: “Sus manos me recuerdan a sus manos. Sus ojos me recuerdan a sus ojos”. El hermano de Don Valentín afirma que lo llegaban a confundir con él y así nos lleva a figurar una imagen no vista, en la que él funge como el referente más próximo.

El guaje, protagonista visual de los planos generales, metaforiza la omnipresencia de Don Valentín manifestando la superstición de que los muertos velan una cosecha más. El longevo árbol, testigo del tiempo, alude asimismo a la vejez de nuestro personaje principal y así se procede también a la personificación, uno de los recursos figurativos más sugestivos. “Me gustaría volver a bailar con usted”, confiesa la directora mientras visualizamos un plano completo del árbol donde la silueta humana que recae sobre él no sólo insinúa que ella mantiene esta conversación con el árbol: también sugiere la fusión de nuestro difunto personaje con éste. Hernández atribuye propiedades humanas a otros elementos de la naturaleza; no sólo inferirá literalmente que “las nubes cambiaron de opinión” o que “cada flor es una persona”, también hará danzar, a través de un montaje rápido de primeros planos cortos al ritmo de una canción, a una serie de plantas en germinación. Nos presentará asimismo un diálogo entre una flor y la luna a través del único campo contracampo del metraje.

El filme está repleto de vestigios, de huellas, de verdaderos fragmentos que forman parte de un todo. Titixe, título del metraje, indica esta construcción metonímica. Sinónimo de pepenar, significa “recuperar lo poquito que quedó”, recuperar una pequeña parte de un todo. Nuestro metraje se trata y trata de salvar las huellas, los restos, salvar las memorias. Hernández expresa: “Aún encuentro pequeños pedazos de usted que puedo llevar conmigo”. En los primeros planos, antes de la aparición misma del título, tenemos un desfile de elementos que veremos a posteriori, como la cosecha del frijol y el árbol protagonista. Esta serie de planos es la metonimia del filme. El filme mismo es un titixe, así como también los personajes son una parte que queda de Don Valentín.

La palabra no sólo viene a irrumpir con imágenes en un espacio vacío donde sólo quedan restos, ni a sugerir únicamente la extensión de una imagen irrepresentable. La imagen contiene y defiende su propia existencia, su propia lógica narrativa y su propia cronología: la de presentar el ciclo de una cosecha de frijol. La imagen, independientemente de la función figural mencionada, logra presentar un ciclo cronológico y orquestal. El espectador se entrega a este doble ejercicio de comprensión discursiva.

La directora pone este ciclo en escena a través de la repetición de un plano general fijo, de encuadre frontal, cuya profundidad de campo, en sentido técnico y literal, nos deja ver, centrado, el árbol protagonista. El cielo y la hierba ocupan espacios similares dentro del cuadro que realzan el color que toma el herbazal todas las veces que nos es presentado amarillento, verdoso, rojizo y naranja, debido a los cambios que sufre el follaje al madurar. Esta transformación ocurre a una escala temporal muy amplia, pero sucede lo mismo a escalas menores, como en los planos contrapicados sobre el cielo que, de duración considerable, nos muestran los diferentes tonos azulados que adquiere durante la noche. Hay incluso aceleración de planos secuencia fijos sobre las nubes que nos permiten seguir su trayecto durante el día. Así, en 60 minutos, Hernández nos presenta un ciclo completo de cosecha de frijol.

La labor es presentada con primeros planos picados sobre el terreno que sólo dejan ver cuerpos truncos trabajándolo, que ayudan a la sugestión figural, pero que también detallan cada proceso. Los montajes de planos de corta duración al ritmo de percusiones, en los que se repiten ciertas imágenes, muestran la orquestación y la multiplicación de un mismo gesto, casi coreográfico. Esta puesta en escena tan detallada y desencarnada permite transmitir cierta sabiduría sobre el proceso de cosecha.

Así es como Tania Hernández logra, a través de estos discursos concomitantes, integrar el pasado en un presente cuyo ciclo continúa. Presente que da lugar a la rememoración, pero que no se puede detener y que sigue su curso propio. Éste es el doble proceso al que se entrega el espectador: al ejercicio de la inmersión temporal, espacial e intelectual en las etapas que conforman un ciclo de cosecha, y al de la sugestión imaginativa que permite figurar, a través de operaciones simbólicas, a un referente ausente, sin servirse de una representación que traicionaría la misma esencia documentalista.



1Metz, Christian, Le signifiant imaginaire, Christian Bourgois Éditeur, París, 1993.



* JURADO: María de Lourdes Durán Hernández | Luis Eduardo Lazalde Nájera | Doris Morales Bautista