9° Concurso de Crítica Cinematográfica Fósforo / No. 218

Titixe: el llamado de la tierra


Categoría: Licenciatura*


Titixe
Dirección: Tania Hernández Velasco
México, 2018


La madre tierra llora y canta. Lo augura así la primera secuencia de Titixe: nubes turbulentas arropan un paisaje campestre en crepúsculo mientras una voz femenina solloza, lamento que atenúa su cadencia para hablarnos de otro tiempo, un tiempo perdido: el de la tierra.

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Confeccionar un poema es la travesía de unir fragmentos en tanto se retorna a ritmos primigenios. Titixe es una confección de lo diminuto, una travesía al origen. Guiados por la voz de Tania Hernández Velasco, la realizadora, somos partícipes de la última cosecha de frijol que llevará a cabo su familia. Tras la muerte de Don Vale —el abuelo—, la abuela que le sobrevivió opta por vender su tierra, aquella por generaciones cuidada y trabajada. Pero no aún: la madre de Tania, la respiración de aquel plañido primero, iluminada por la posibilidad de otro ritual, decidirá llevar a cabo una siembra más.

Abrir la tierra no sólo para dejar caer semillas: abrir la tierra para mirarla verdaderamente.

¿Qué forma tienen las ausencias? Si la cámara cinematográfica es un diálogo entre lo visible y lo invisible, en Titixe el cuadro se puebla por los vestigios de una ausencia, la del abuelo. La vegetación y fauna circundantes en esos campos, los rostros y relatos de sus seres cercanos; maleza e insectos, niños y ancianos. El abuelo se ha ido y, sin embargo, no cesa de brotar: en apariencia de flor, nube, manos, sombra; y con insistencia, en forma de árbol. Un árbol con ramas en vías de extinción: es el guaje, ese árbol plantado por el abuelo cuando era joven, y con el que hoy la viuda intercambia palabras desamparadas. Así como las piedras arcaicas que aún se esconden en esos campos saben de memoria geológica, los árboles saben de ausencias. El guaje —la tierra misma— está triste.

La historia está contenida en los lugares. Titixe vuelca la mirada y el oído hacia la superficie del campo, para indagar la vida que de ahí emerge.

La nostalgia inminente tras la muerte lo atraviesa todo: este sentir permea la relación entre la imagen y el sonido, con una circularidad narrativa que habla del día a la noche, del esplendor al ocaso. No se trata sólo de la partida de Don Vale junto con su conocimiento sobre la cosecha, se trata del mismo movimiento de pérdida que ocurre con el mundo natural.

Las eufonías de la naturaleza se vieron mutiladas; sus ciclos simétricos, interrumpidos. Los campesinos del pueblo sabían cohabitar con la lluvia, cuidar de la siembra y de las nubes. Ya no más. Ahora el cielo escurre intempestivamente. Escurre no sólo porque se vio intervenido por un movimiento deletéreo: escurre porque nosotros descuidamos esa otra temporalidad exigida por la tierra.

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Titixe
, como ópera prima, guarda un gesto: el gesto de quien asiste al pasado inmemorial y por él se deja atravesar. El primer largometraje, equidistante a la primera vez que se mira: la travesía de esta cosecha de frijol corresponde a una mirada infantil. El viaje a la tierra de los ancestros, esa tierra que aun en el olvido de quien creció en la ciudad no deja de resonar. El gesto de Tania es indagar la voz propia para atender esa otra voz que desliza el viento.

Hay una línea trazada durante la película: es el germinar del frijol en esta última siega. Con la cámara habitamos el ritual colectivo. Cuerpos fragmentados hacen patente la potencia de lo incompleto: costados ondulantes de vacas que desnudan parcelas, manos que dejan caer semillas, pies que recubren la tierra. Es una danza dirigida por armonías fónicas, la articulación musical de los sonidos del camino: una mano eligiendo entre un cúmulo de frijoles, la inserción de los pasos sobre el terreno, un cencerro insistente; volver a los ritmos primeros y hacer que la tierra cante.

El montaje es un juego de vitalidad libre; un ojo que halla consonancias, sorprendido de que el mundo pueda converger en tantos puntos: la similitud entre un frijol y un insecto, semillas idénticas a gotas de lluvia al caer, un charco como un cielo. Descender la mirada para descubrir las particularidades de cada hoja al temblar; jugar a entrevistar una flor.

Tania es una voz y, sobre todo, una escucha. Tania acude al campo como se acude a un encuentro: no hay afán impositivo, sólo dar forma a partir de un asombro: el de un niño que, en intuición nietzscheana, no sobresale mucho entre las flores. Tania es una intercesora. Sus palabras no son sólo la articulación del montaje-danza, sino que su voz misma es el tejido entre los ritmos continuos de la naturaleza y los ritmos desgarrados de los humanos.

Atravesar el tiempo. Unir, volver a unir lo perdido.

Este documental pudo ser sobre la vida de Don Vale o sobre el abandono del campo mexicano, todo ello desde una visión antropológica. Hay muchos filmes así. En Titixe ocurre distinto. Porque las cosas no tienen significación sino existencia, “y las flores no son sino flores” —en palabras de Fernando Pessoa—, este acercamiento a lo minúsculo es una afirmación: el cuidado hacia los otros y hacia el todo empieza desde la mirada y el oído.

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Titixe
significa acudir a los campos después de la cosecha en busca de aquellos restos abandonados, recuperar las sobras que no pudieron ser encontradas a simple vista. Titixe es una práctica común entre los pueblos nahuas, una apertura hospitalaria: la comprensión compartida de que, después de la cosecha, cualquier miembro de la comunidad puede entrar a los terrenos para recuperar esos fragmentos olvidados.

Titixe rememora a Los espigadores y la espigadora (2000) de Agnès Varda, quien se dedica a perseguir —también desde una indagación originaria— a todo tipo de recolectores, aquellos seres urbanos o rurales que se dedican a recuperar las migajas de otros. Agnès y Tania comparten una forma de habitar; ambas respiran el asombro frente a lo diminuto, signo que influye en su profunda hospitalidad: Agnès es invitada por sus personajes a un sinfín de casas y vivencias; en cambio, es a nosotros a quienes Tania abre su casa.

El acto que implica titixe es la misma expresión que Tania nos ofrece con su película: la necesidad de consagrar la mirada a lo pequeño y, también, a lo cercano.

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El cierre de la cinta consiste en el fin de este ciclo agrícola, la quema. Las hojas secas tiemblan de muerte entre las llamas. El llanto maternal se hace audible, poblando las imágenes de una quema a cielo abierto; son hojas secas en su devenir polvo. Las hojas se consumen en un gesto trágico. Quizá ellas tiemblan porque saben lo que Abbas Kiarostami: “la tierra ha temblado, pero nosotros no”.

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Hay un fuego que esconde una idea fatal: el que quema sin consumir por completo y a la vez excluye la regeneración. No es el de Titixe.

Fuego proviene del latín focus, que significa “hogar”. Antiguamente, el fuego era signo que congregaba a las personas; una hoguera en la entrada de una casa significaba apertura, calidez. Era una invitación a volver a unir; hospitalidad pura.

Titixe es la mano de Tania explorando la tierra quemada para recobrar semillas sobrevivientes tras las llamas. Porque Titixe no es un resto abandonado. Titixe es el llamado de la tierra: es lo que aún está vivo.



*Jurado
Adriana Bellamy Ortiz
Sofía Ochoa Rodríguez