Movimiento / No. 217

Ciudades insomnes


Es tan fácil olvidar una ciudad cuando ya no se la tiene, cuando todo aquello que se dio por hecho: calles con nombres de flores o poetas, perros callejeros siguiendo los olores de los tacos, palacios de mármol de Carrara, iglesias barrocas y vacías, está del otro lado del puente. Siento que si cruzo este puente que se arquea sobre el Atlántico, un río muy pequeño que algunos confunden con el mar si tapan con un dedo los edificios, cruzo un espacio indefinido que me puede teletransportar a cualquier ciudad del mundo. Ya sabía Calvino que todas las ciudades del mundo son la misma. En el fondo, las ciudades las inventa más la imaginación que la arquitectura.

En 1929, un poeta inventó una ciudad donde los caballos vivían en las tabernas, las mariposas disecadas revivían y la piel del camello se erizaba en un violento escalofrío azul. Ciudad sin sueño. Federico García Lorca. Poeta en Nueva York. “Nocturno del Brooklyn Bridge”. Las primeras líneas del poema podrían ser, acaso, escritas para la insomne Ciudad de México, en la que:

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas.
Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan
y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas
al increíble cocodrilo tierno bajo la protesta de los astros.
Fui a Nueva York porque quería ver el gran escalofrío azul en el lomo del camello, la ciudad hirsuta que se arquea por encima del agua hasta dejarla reducida a un área mínima, los grandes obeliscos verticales de los rascacielos opacando el predominio del océano y, acaso, para recordar a mi Ciudad de México, pensando tercamente que algo habrían de tener en común esas dos ciudades indigestas de poesía y mitologías de diverso plumaje. Pero Nueva York no se sentía como una ciudad costera, a pesar de la exactitud irrefutable de los mapas. Era una isla en donde la tierra se tragaba al agua, como aquel gran cocodrilo indonesio que se tragó el Océano Índico porque su sed era la más grande. Pero yo no encontré en esa isla a ninguna de las criaturas tropicales. Me faltó tiempo para explorar a mis anchas los ríos de autos y subir los árboles para tratar de bajar a las iguanas. Las criaturas de la luna, sin embargo, ésas sí se aparecieron desde el día, en un desfile de bellezas desdeñosas que caminaban con los oídos clausurados por audífonos inalámbricos. En las calles y en los parques del barrio fresa de Manhattan, como si nadie existiera más que ellos, hombres y mujeres jóvenes y rubios miraban hacia enfrente, como si lo único real estuviera delante de sus narices. No había otra cosa en su horizonte. El imperio de las miradas se había desvanecido. Los turistas se reconocían justamente por lo opuesto. No eran sino mirada, un gran ojo ávido de mirar y devorar todo lo que tocaban sus sentidos. Caminaban en zigzag, como hormigas erráticas que no pueden cargar con el peso de su curiosidad desbordante, señalando objetos y personas, riéndose de emoción y sobresalto. Me pregunto cómo se habrá sentido Lorca. Hace tantos años. Ésta es ya otra ciudad. Éstos son ya otros ojos.

Eso me digo mientras me siento en central park, así, con minúscula, y pienso que por más grande que sea podría ser el Parque México, con una que otra modificación como meterle un estanque más grandecito en el centro. Vade retro, Baudelaire, que no siento nostalgia, no sonrías. Hasta donde sabemos, tal vez el defe no sea más que una entre tantas cosmópolis enajenadas, un remolino de gente que gira comprando café cerveza tacos coca cola helado tortas tamales chupe chupe ay vamos al museo hay una nueva exposición ruido ruido de metros y de autos. El mismo frenesí circular de Nueva York, esa Babilonia en la que se revuelven el pasado y el futuro.

Atolondrada por las dimensiones de las construcciones, me doy cuenta de que todo Occidente está en el MET, se me seca la saliva. Todo Oriente también, se lo compraron. Todos los cuadros que vi de chiquita en los libros Taschen (“¡Mira, un Picasso!”, “Ay, ¿qué ese Greco no estaba en el Prado?”, “Renoir y sus mujeres pelirrojas”, “Claro, Pollock se fue a vivir a Nueva York”, “¿Sabías que se lo copió todo a Siqueiros?”) están aquí, tan campantes, como si la misma ciudad los hubiera producido. Desde el MoMa, la gran vitrina financiera que son los rascacielos de Nueva York arroja su gran cuerpo de obelisco rectangular hacia los ojos del mirante. El Chrysler Building, el Empire State, ¿qué son sino grandes falos cristalinos que quieren impresionarnos con su tamaño?

Allí mis pequeños ojos.

No preguntarme nada. He visto que las cosas
cuando buscan su curso encuentran su vacío.
Las dimensiones del mundo se han trastornado o, más bien, la pompa de las ciudades transforma el tamaño mismo del horizonte, como en esta ciudad de puentes y acantilados. Aquí, todo es cuestión de rellenar el vacío, de hacernos creer que no hay abismo ni océano infinitos que el hombre no pueda cubrir con sus cintas amarillas y sus nociones de frontera. Hasta aquí llegaste. Aquí acaba Nueva York, allá empieza Nueva Jersey. Usted está aquí. Usted es un punto en el mapa, una coordenada cartesiana delimitable con un par de indicaciones. (Vida, muerte). Por eso viajar nos parece un acontecimiento tan grande, porque nuestro andar en esta tierra cubre tan poco espacio. Apenas unos cuantos puntos alrededor de los cuales estuvimos corriendo como ratones neuróticos en una jaula. (Dentro, fuera). La dialéctica de nuestra libertad en la ciudad, que consiste en esa simple posición en el espacio.

Volví al interior del Museo de Arte Moderno. Ahí estaban La noche estrellada de van Gogh y La gitana dormida, la noche sin estrellas de Rousseau, aquel místico cuadro en el que una mujer negra con un banjo es olfateada por un león de ojo amarillo desviado. Las dunas en el fondo, la gran luna, como diría Lorca:

[…] una luna incomprensible que iluminaba por los rincones
los pedazos de limón seco bajo el negro duro de las botellas.
Me pregunté cuál era la noche más extraña. Pensé en esas noches del defe, esas noches tan caminables en las que jugábamos a escondernos de los asaltantes, adivinando por qué calles andarían agazapados, esperando. Hacíamos apuestas. Nos echábamos a correr como locos ante cualquier silueta a las tres a eme. Las noches del defe eran noches sin estrellas. El erotismo de la noche, ¿no era eso? El erotismo de la noche en la ciudad, aquel instante giratorio, anhelante, en el que creíamos hallar en nuestra mano el Aleph de Borges, esa rendija por la cual se colaba el cosmos con todas sus posibilidades. ¿Por qué nos sentíamos tan libres en las noches?

En el Washington Square Park había una banda de jazz en vivo. Me senté en la fuente y cerré los ojos, dejándome inundar por la música y el murmullo de la gente. Recordé el Pizza Jazz Café en la colonia Portales al que solía ir todos los lunes. Me emocionó darme cuenta de que estaba en la tierra donde este canto tristón se había originado, a dos cuadras del Blue Note, una disquera famosa de jazz en la que músicos como Sonny Rollins, Charles Mingus y John Coltrane habían grabado o se habían echado una chela. Después de beber con unos amigos en el bar en donde tenían cautiva la silla de Lincoln desde que entró ahí en 1864, subí con ellos al metro en Union Square y bajamos en Brooklyn, donde un desesperado solitario cincuentón nos hizo la plática con el fin de ligarse a la novia de mi amigo. Pudo haber sido el defe, pero no lo era. No en viernes en la noche, cuando todos están saliendo de la fiesta o buscándola con la cabeza enterrada en el teléfono. O tal vez sí, tal vez todas las ciudades están enfermas de soledad y la ciudad no sea, como nos quiere hacer creer con sus cantos de sirena, el ombligo del mundo, el lugar donde todos se encuentran, sino el lugar donde todos anhelan ser encontrados. Tal vez, en el fondo, todas las ciudades están enfermas de soledad y todos sus bares, cantinas, cafés, congales y clubes de salsa y jazz y discotecas no sean sino barcos a los que nos aferramos para no ahogarnos de soledad, como aquel gringo sonriente que nos contó la historia de su vida en tres estaciones. “¿En cuál se bajan? Ay, ¡qué casualidad, yo también!”. El hombre vivía enfrente de la funeraria boricua en el barrio puertorriqueño de Brooklyn, donde los negros, a la salida del metro, les preguntaban a los turistas que qué buscaban si los veían esperar a alguien. Me quedé pensando en aquel hombre buscando con quién hablar en el metro de Manhattan. Extraña espera la suya, extraña manera de llenar su vacío.

Seis millones de personas. Tan sólo seis, diríamos los defeños. Con razón Broadway, el zócalo de Nueva York, era la única parte en donde uno se engentaba. Sobre todo de noche, cuando las pantallas obscenas y gigantescas abrían el camino a los transeúntes, que caminaban sonámbulos como si fueran insectos atraídos por la luz que pavimentaba el camino dorado a la tierra de Oz, donde los dólares oscilaban en las grandes bandejas invisibles del distrito financiero haciendo un sonido como de abejas o de cascadas discontinuas. Mujeres americanas desnudas, con la bandera de Estados Unidos pintada sobre su cuerpo, hacían el desfile con tacones gigantescos marchando a lo largo de Wall Street. Nadie se atrevía a tocarlas, a pesar de que la densidad de personas por metro cuadrado era parecida a la de la Plaza Mayor en un domingo. Chinos boquiabiertos, japoneses tomándose selfies y personajes obesos con bolsas de frituras se paseaban por Wall Street como si fuera un gran mercado humano en donde lo que se vendía era la sorpresa de que la realidad virtual fuera más apantallante que la realidad palpable de la calle.

La nueva liquidez de la realidad era constatada en esas caminatas en las que los pies se fundían con el piso de tanto andar a pie: la Calle Once con la Calle Siete, Washington Square con el Union Square, como les pasa a los turistas amateur cada vez que entran a un nuevo museo y ya no recuerdan qué vieron en dónde. O en el defe, cuando los visitantes ven una iglesia y otra y otra y ya no recuerdan si la de Santo Domingo era más grande que la de la Santa Veracruz o si el retablo de hoja de oro estaba en la Catedral o en La Profesa. Ay, qué confusión de gentes y de calles, de librerías kilométricas en las que dan ganas de leer todo todo todo de una sola vez y comprar todo y llevarse todo y no olvidar nada y sacarle fotos a cada cuadra y cara y parque. Basta. La algarabía que se alborotaba en mi interior se detuvo en la tienda de los Revolution Books. En la esquina del Malcolm X Boulevard y la Calle 132 me paré en seco, como un perro que acaba de olfatear un alimento singular mientras cruza la calle. Había un puesto callejero de frutas en donde un árabe enjuto y viejísimo ofrecía una bolsa de cerezas a los transeúntes, como en mi ciudad alucinada de frutas y colores. Quien nunca ha vivido una temporada sin puestos en la calle no puede comprender el enorme alivio que significa reencontrarse con sitios portátiles de combustible azucarado y exquisito. El elíxir nos dio suficientes energías para recorrer el centro de Harlem, donde acabamos visitando un bar atípico de blues, en el que tocaron sólo bandas de jazz de blancos. Lo más extraño fue que cuando nos metimos a otro bar en Manhattan, uno donde esperábamos escuchar poesía de latinos en español, encontramos exclusivamente poesía de negros en inglés. Los nuyoricans habían sido reemplazados por los raperos newyorkers. Me pregunté si Lorca habría dado un recital en El Nuyorican si en ese entonces hubiera existido la famosa casa del spoken word. Pero llegó 40 años antes, cuando el rap todavía no era la nueva poesía.

La noche y sus infinitas transformaciones. Uno nunca sabía tampoco qué iba a encontrar en el defe. Nada era imposible ni podía darse por sentado. Por ejemplo, nada aseguraba que la fonda donde uno comía todos los días no se transformaría al día siguiente en un karaoke. Así nomás. O que la estética no sería demolida en una noche, sin avisar, y al día siguiente un gran hueco saludaría al transeúnte. Una ciudad de ausencias. En la Ciudad de México, cada calle, plaza o edificio está en permanente reconstrucción. Nada es estable. Todos los rincones están en amenaza de desaparición próxima, como sus habitantes.

Quizá en Nueva York, la dentadura reluciente del continente americano, se guarda mejor la ilusión de que las creaciones humanas son indestructibles. Aún el nuevo World Trade Center guarda en su interior nacarino el vestigio de la catástrofe gemela. Todo se reconstruye al paso que se desgaja. Es lo que llamamos la ilusión de lo duradero. Después de todo, Lorca también vino a Nueva York a olvidar un amor desastrado. Me pregunto si lo logró.

¿Qué voy a hacer, ordenar los paisajes?
¿Ordenar los amores que luego son fotografías,
que luego son pedazos de madera y bocanadas de sangre?
Baudelaire decía que el viajero viaja para que la borrachera de luz y de paisajes en llamas le borre lentamente la marca de los besos. Sentada a orillas del Hudson, me pongo a ordenar mis fotos y paisajes y pienso en mi ciudad abandonada. Alguna vez nosotros también tuvimos un lago. Un lago que se comía a la ciudad entera. No como aquí, donde el océano, esa gran criatura viva, parece aplacada por la altura de los rascacielos. Miro el río y me digo que lo que voy a hacer es tender un puente entre esta ciudad y la mía, un puente que conecte a todas las ciudades del mundo. Y los puentes serán las ciudades, las ciudades serán, en el fondo, todas islas enlazadas como manos que van a dar a un gran cuerpo. Y la noche caerá sobre el cuerpo hasta que le llegue el sueño.