Carrusel / Heredades / No. 215

Bocetos para un retrato
 




I


Entre la publicación de Victorio Ferri cuenta un cuento, aparecido en los Cuadernos del Unicornio de Juan José Arreola en 1958, y El tercer personaje, editado por Era en 2013, sucede la obra literaria de Sergio Pitol Demeneghi (Puebla, marzo 18 de 1933-Xalapa, abril 12 de 2018). Durante más de medio siglo, Pitol desplegó una fuga en prosa articulada por los círculos concéntricos de la memoria, el cuento, la novela y el ensayo. Por medio de la repetición y las variaciones practicó una escritura esquiva, de límites inciertos, que deambula libremente por los múltiples senderos de la creación, hasta convertirse en una excepción de la literatura hispanoamericana.

A propósito del primer año transcurrido desde su muerte, resulta necesario el recuento de los escritos que Pitol dedicó al arte particularmente a la pintura realizada por sus contemporáneos, y que representan, en el conjunto de su obra, una fracción menor en número y una falta mayor debido al olvido injusto que tanto la crítica como las editoriales han cometido contra éstos. Ni siquiera el Fondo de Cultura Económica, que entre 2003 y 2008 publicó los cinco tomos de sus obras reunidas, recuperó aquellos textos que en su mayoría no han tenido una reimpresión después de su edición original, razón por la cual en la actualidad son difíciles de localizar. Al respecto, es oportuno recordar que El mago de Viena (2005) iba a ser, según declaró Sergio Pitol en entrevista con Carlos Monsiváis, “un conjunto de artículos, de prólogos y textos de conferencias”;1 el cuerpo de escritos que precisamente falta por congregar aún en un mismo volumen, aunque en El tercer personaje (2013) fueron recolectados los ensayos consagrados al ejercicio estético de los artistas Gustavo Pérez, Rufino Tamayo y Vicente Rojo, y una de las tres versiones de su texto sobre la pintura de Juan Soriano.

Mientras esta tarea es atendida, una lista provisional estaría integrada entonces por una constelación heterogénea de monografías, prólogos, artículos, ensayos, textos de sala y al menos una novela y una biografía en el siguiente orden:
 
  1. Olga Costa. Guanajuato: Gobierno del Estado de Guanajuato, 1983.
  2. Manuel Álvarez Bravo. Madrid: Ministerio de Cultura, 1985.
  3. Julio Galán. Exposición retrospectiva. México: MARCO, 1992.
  4. Juan Soriano, el perpetuo rebelde. México: Conaculta/Ediciones Era, 1993.
  5. Luis García Guerrero. Guanajuato: Gobierno del Estado de Guanajuato, 1993.
  6. Expresión plástica: 35 artistas en Veracruz. Xalapa: IVEC, 1995.
  7. Rocío Maldonado. México: Grupo Financiero Serfin, 1996.
  8. Juan Soriano. Retrospectiva: 1937-1997. Madrid: Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 1997.
  9. Olga Costa. Guanajuato: Ediciones La Rana, 1998.
  10. Leticia Tarragó. Noticias del estudio. Xalapa: IVEC, 2002.
  11. Vicente Rojo. Volcanes construidos. España: Instituto Cervantes, 2006.
  12. “La escritura visible de Gustavo Pérez” y
  13. “Tamayo”, ambos incorporados en El tercer personaje. México: Ediciones Era, 2013.


II


Entre tanto, recopilar los testimonios de quienes colaboraron y trataron de cerca a Sergio Pitol deviene otro pendiente que resolver con igual urgencia. Siguiendo este cometido es que entablé recientemente una conversación con la artista Leticia Tarragó, quien nació en Orizaba, Veracruz, en el año de 1940. Siendo todavía adolescente, Tarragó estudió artes visuales en La Esmeralda, primero, y en La Ciudadela, después, junto a pintores en ciernes como Francisco Corzas, Rodolfo Nieto, Juan Soriano, Vicente Gandía, Mario Orozco Rivera, Tomás Parra, Arnold Belkin y Luis López Loza; bajo la tutela y consejo del paisajista y vulcanólogo Gerardo Murillo, Dr. Atl, del maestro grabador e impresor Guillermo Silva Santamaría y de David Alfaro Siqueiros, quien escribió el primer texto sobre su obra pictórica. A inicios de los años sesenta comenzó a ilustrar textos para diferentes revistas y editoriales, fue así como conoció a Sergio Pitol y surgió entre ellos una amistad que perduró desde el invierno polaco de 1963 hasta la pasada primavera de 2018, cuando el escritor viajero falleció en la ciudad de Xalapa. Al recordar su infancia, Tarragó me ofrece una postal del trópico veracruzano en el que también creció Pitol, a 30 kilómetros de distancia uno del otro, escenario predilecto de ambos para la creación de sus obras más destacadas. Entre lapsos de una neblina blanca a ras de suelo y de una lluvia verde y fina que no cesa, la memoria abre sus puertas: “Para mí, Potrero es un lugar muy familiar porque cuando era pequeña mi familia y yo viajábamos de Orizaba a Paso del Macho, que era el pueblo donde nació mi madre, y el recorrido en tren duraba dos horas porque no había carretera. El paseo era fascinante porque tenía túneles y al entrar en ellos se prendían las luces del tren; luego, al salir, se veía abajo la cascada de Atoyac [fue precisamente ahí, en ese río, donde murió la madre de Sergio Pitol, hecho que él reconstruyó en su relato ‘Vindicación de la hipnosis’]. Después el tren pasaba por Potrero, que tenía cierto olor a tamales, y es el lugar en que se encontraban el ingenio y la finca propiedad de un tío de Sergio, en la cual vivió tras quedar huérfano a los cuatro años de edad; finalmente, en dirección a Veracruz, llegábamos a Paso del Macho, que era una tierra muy caliente y tenía muchos frutales. Me encantaba ir allá porque todo dependía del horario de los trenes, aunque los relojes no funcionaban ni había luz eléctrica, era como estar en un pueblo del oeste o algo parecido, pues para bañarte tenías que acarrear el agua y usar una tina de lámina”.2

En esa época, anterior a su formación en La Esmeralda y La Ciudadela, previa a su labor como grabadora e ilustradora en compañía de su esposo, el también pintor Fernando Vilchis, y en colaboración con la futura artista contemporánea Liliana Porter (entonces novia de un joven José Emilio Pacheco), y con otros autores plásticos y de letras como Guillermo Barclay, Sergio Galindo, Mariana Yampolsky (quien la incitó al uso del color), Emilio Carballido, Luisa Josefina Hernández y Juan José Arreola; en aquel tiempo, Leticia Tarragó estuvo en constante contacto con la cultura pues en su casa había una amplia biblioteca, su madre escribía poesía y editaba la revista local Alborada; mientras que su padre hacía crónicas y gestiones culturales gracias a las cuales por su casa transitaron lo mismo el ballet de Alicia Alonso que el de José Limón, o se hospedó por poco tiempo, en su camino a la Ciudad de México, la poeta Gabriela Mistral, a quien recuerda como “una señora adusta que vestía casimir a rayas y calzaba zapatos de hombre. Sin embargo, era muy amable y me regaló un ejemplar ilustrado de Alicia en el país de las maravillas”.

Después, al igual que Sergio Pitol, Leticia Tarragó se mudó a la Ciudad de México para continuar sus estudios, ambos participaron en una huelga de hambre en la Antigua Academia de San Carlos (así lo constata una fotografía de Ricardo Salazar en la que aparecen junto a Aurora Reyes, Carlos Prieto, Emmanuel Carballo, Enrique y Eduardo Lizalde, Juan de la Cabada, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Elena Garro y Jesús Guerrero Galván, entre otros); y en 1961 Tarragó ilustró por primera vez con un dibujo a tinta un texto de Pitol, se trató del cuento “La casa del abuelo” (1959) que publicó la Revista de la Universidad de México, entonces bajo la dirección de Jaime García Terrés. Más tarde, casi simultáneamente, iniciaron su periplo por el mundo y se encontraron nuevamente en la zona oriental de Europa durante la posguerra: “Es en el 63 cuando Fernando [Vilchis] y yo arribamos a Gdynia, que es un puerto al sur de Polonia. La ciudad estaba devastada por la Segunda Guerra Mundial y llegamos, curiosamente, el 2 de noviembre, cuando los habitantes colocaban flores amarillas parecidas al cempasúchil en las esquinas de los edificios donde los nazis habían matado a la gente que vivió ahí, igualmente ponían velas. En ese momento tenía 22 años y la gente se sorprendía por nuestro aspecto porque ellos eran muy nórdicos, todos güeros, y nosotros íbamos negros porque llevábamos dos meses viajando en barco”.

A la mañana siguiente, Leticia y Fernando fueron a Varsovia y se presentaron ante el Ministerio de Cultura para identificarse como los artistas que, con el patrocinio de una beca otorgada por el gobierno mexicano por un año, les permitió residir en el país y profesionalizarse en la gráfica. Al reconocerlos, la secretaria a cargo en el Ministerio les anunció: “Está aquí un amigo suyo que llegó hace tres semanas y los viene a recibir”, para su sorpresa no sabían de quién se trataba. “Entonces Fernando me dijo: ‘Cuando veas a uno con bigote muy mexicano, te le avientas’. Acto seguido vemos entrar a Sergio con cara de chino, ya que había estado dos años en China y estaba harto de todo eso, así que hizo el viaje en el tren Transiberiano hasta Varsovia y al enterarse de nuestra llegada decidió pasar a saludarnos. Por recomendación suya nos hospedamos en el Hotel Bristol, que era donde él ocupaba un ático. Una vez instalados, nos enseñó la capital; ese día no pudimos dormir y nos hizo caminar por todo el barrio puesto que él ya se entendía con el idioma. Sergio siempre estaba enterado de todo, tocaba nuestra puerta, contigua a la suya, y nos decía: ‘Vamos a bajar porque está aquí Marlene Dietrich, Paul Anka, el teatro y ópera de Peter Brook, y Albert Finney’. Sergio no tenía beca, pero sí ahorros y, sobre todo, un sentido del humor increíble. Además Polonia era genial, estaba a la vanguardia, muchas cosas que en el cine, la literatura y las artes visuales se hicieron luego en Nueva York, en Polonia sucedían desde aquel año. Mientras tanto, Fernando hacía litografía y yo grabado, y aprendíamos a diseñar carteles con Henryk Tomaszewski, a pesar de que en Polonia escaseaba el papel. Recuerdo que debido a esto Sergio escribía en papel milimétrico porque no conseguía papel bond u hojas blancas de ningún tipo”.

Durante parte de 1967 y 1968, Sergio Pitol dirigió la editorial de la Universidad Veracruzana y, por tanto, también la revista La Palabra y el Hombre (que en su número 46 correspondiente al trimestre octubre-diciembre de 2018 le dedica un homenaje). Leticia Tarragó ha estado ligada a esa institución desde entonces y a través de su labor como ilustradora, ella le dio rostro a primeras ediciones de Elena Garro, Juan José Arreola, Sergio Galindo, Luisa Josefina Hernández, Emilio Carballido y, claro, a traducciones y escritos de Sergio Pitol: una espléndida portada verde, negro y rosa de Cartas a la señora Z de Kazimierz Brandys3 y una fallida plaquette que incluía una colección de grabados sobre metal y un cuento de Pitol que el sello editorial de Ferdinand Roten en Baltimore no logró concluir a causa de la crisis económica en Norteamérica durante los años setenta. Quizás en este proyecto inconcluso resida el antecedente directo de aquel otro experimental que, en 1980, salió de imprenta en una edición limitada que incluyó 32 serigrafías de la autoría de Juan Soriano: El único argumento; e incluso, la novela El hombre de los hongos (1976) de Sergio Galindo, ilustrada profusamente por Leticia Tarragó en su primera edición numerada y firmada por los autores. Sin embargo, la colaboración más destacada entre Tarragó y Pitol sucedió en 1965, cuando se publicó el libro Infierno de todos4 con una intrigante viñeta en blanco, rojo y negro: “Cuando Sergio iba a publicar su libro me pidió que lo ilustrara, pues en aquella época dibujaba muchos esqueletos, muertes y cosas semejantes porque cuando estudié en La Esmeralda realizamos prácticas en el actual Museo Universitario del Chopo, que entonces era el Museo Nacional de Historia Natural y contenía todo tipo de animales disecados, varios fósiles y hasta frascos con fetos en su interior. Era un museo maravilloso y siniestro, semejante a lo que narra Pitol en sus cuentos, y el dibujo de Infierno de todos intenta recrear eso, esa naturaleza con esqueletos de niños recién nacidos, con sus huesos casi transparentes”.

 
III


30 años después, en 1995, Sergio Pitol escribió un breve texto sobre la obra pictórica de Leticia Tarragó, recogido posteriormente en el catálogo de la exposición homenaje Noticias del estudio, en el que hace notar al lector cómo la artista ha creado un “mundo [en el que] existe siempre un misterio, un espacio de zozobra, un escalofrío de inquietud y todo ello se apoya en una infinidad de detalles que perfilan y afinan ese misterio central. En ella el detalle lo es todo”.5 Juicio que bien podría a su vez afirmarse sobre la narrativa de Pitol. Lo cierto es que tanto en la primera obra de Leticia Tarragó como en buena parte de la escritura de Sergio Pitol perdura esa extraña dualidad constituida por la inocencia y el humor de la infancia unida a la presencia ominosa de la muerte, enlace heterodoxo cifrado por un paisaje de idílica fantasía creado con trazos sueltos y enérgicos, donde se entrevé a un par de niños muerte sorprendidos bajo el sol, galopando en fuga sobre el caballo ágil del arte y de la creación, hacia su verdadera y única patria. Rescatar y comentar los textos que Sergio Pitol dedicó al arte, así como reunir los testimonios de los artistas con quienes colaboró, nos permitirá vislumbrar uno de los muchos pasaportes con que el autor configuró su Ítaca personal.  


1 Monsiváis, Carlos. "Diálogo con Sergio Pitol", apareido en Sergio Pitol. Obras reunidas V. México, Fondo de Cultura Económica, 2008, p. 145.
2 En entrevista realizada por el autor del presente texto el 17 de marzo de 2019 en Coatepec, Veracruz.
3 Brandys, Kazimierz. Cartas a la señora Z. Xalapa: Universidad Veracruzana, Colección Ficción, no. 70, 1966.
4 Pitol, Sergio. Leticia Tarragó. Noticias del estudio. Xalapa: IVEC, 2002, p. 19.