Corporalidades / No. 215

El mensaje



La calle estaba mal iluminada y complicó encontrar el número frente al que se detuvieron para dar una mirada rápida. Una barda perimetral a medio construir dibujaba las dimensiones del terreno que se ampliaba hasta la avenida de atrás. Era una casa en obra negra con las varillas sobresaliendo de los muros, rematadas por envases de plástico en sus extremos. A un costado de la construcción había un techo de lámina, debajo del cual se acumulaban fierros viejos, así como un coche desvencijado. Un perro flaco merodeaba entre el pasto y la hierba crecida que mal escondían los materiales de la obra. Donde terminaba la banqueta y comenzaba el terreno clavaron un listón de madera en el que pintaron con brocha el número 23 bis.

—Ése era mi coche —dijo Chávez justo cuando comenzaba a arrancar de nuevo, sin darle tiempo a Roger de mirar con más detenimiento aquella pedacería oxidada.

Dieron una vuelta a la cuadra y se estacionaron en la esquina de la calle, bajo una farola fundida que sumía el auto en la sombra de un edificio de locales. Tres mujeres jóvenes, quizás obreras del turno de noche de la textilera, se aproximaban por la banqueta en línea recta a Chávez y Roger. Conversaban y reían a todo pulmón, pero se callaron y aceleraron el paso cuando vieron a los dos hombres que estaban quietos adentro del coche.

—Sandra también trabajaba de noche —dijo con voz ronca Roger.

—¿Cómo sabes que van a trabajar?

—Les conozco la facha. Con la que vas nunca ha trabajado. Todo le llega gratis —dijo para sí Chávez, pero el silencio de la calle dejó oír su voz con claridad.

Chávez nunca había estado a solas con Roger. En realidad no lo conocía y, por lo mismo, era el indicado para pedirle que lo acompañara esa noche. Se lo pidió días atrás en La Antigua Roma cuando se fueron Jacho y Pepe. Casi todos los días, los cuatro se reunían ahí hasta que cerraran.

Era un local pequeño donde surtían pulque desde el amanecer hasta las ocho. Ya nadie lo frecuentaba más que los viejos de la colonia. Era la Navidad del 94 y, en esa ocasión, Jacho y Pepe se fueron antes porque tenían que llegar con sus familias. Roger y Chávez, sin familia, se quedaron a compartir un pollo rostizado con Sandra, la mesera, y Pancho, el dueño. Cerraron la cortina, pusieron música en la máquina y cenaron. La sorpresa fue una botella de mezcal que sacó Pancho de la bodega. Quería emborrachar a Sandra para irse con ella. A medianoche, Pancho y Sandra estaban bailando muy juntos, despacio, la cabeza de ella recargada en su torso, él la balanceaba agarrado de sus nalgas. Ambos seguían una música lejana que ya no provenía de la máquina sino de afuera, de otra Navidad o del sonido de la calle cerrada a un costado; quizá venía de ellos mismos, como si fuera una música privada que los hacía mecerse en el cuerpo del otro, ajenos a Roger y Chávez, quienes los miraban bailar, también ellos un poco embrutecidos por el compás leve de los pies del tendero y la mesera. Tal vez ese devaneo hipnótico fue lo que le nubló la razón a Chávez para convencerse de pedirle a Roger que lo acompañara aquella noche, a sabiendas de lo que se decía de él y bajo el riesgo de que todo lo que relataba después de varios alcoholes no fuera más que una mentira.

—Necesito un favor —dijo Chávez rompiendo el silencio entre ellos.

—¿Cuál? —preguntó Roger sin dejar de mirar el baile.

—Que le des un mensaje a Lucía por mí.

—Sí —respondió en automático Roger. Chávez miró su vaso y notó que ya se había acabado su mezcal—. ¿Qué le digo?

—Que encontraron muerto a su esposo —Roger apenas arqueó las cejas intentando disimular su asombro. Chávez se sirvió otro mezcal mientras Roger se puso de pie para dirigirse a la pareja. Tomó del hombro a Sandra, la miró con cansancio y ambos salieron del local. El descorrido de la cortina de metal hizo vibrar las paredes de La Antigua Roma y dejó entrar el viento frío de la noche.

Chávez no dejó que Roger bajara la ventana mientras ambos esperaban a que Lucía cruzara la calle para meterse al 23 bis. Había dos maneras de notar su llegada a la casa: el perro ladraría o las luces se encenderían. Para entonces, cuando las pantorrillas se les empezaban a entumir, vieron una sombra enfilada hacia la casa que se perdió en el patio. Sin que ladrara el perro ni se encendiera luz alguna, se escuchó cómo azotaban una puerta.

—¿Por qué no vas y se lo dices tú? Así, al chile, de frente.

—No quiero verla. Por eso te traje, ¿no? —respondió molesto Chávez—. Aparte no lo haces gratis. Roger asintió con desgano. Él no hacía nada gratis. Cuando se le pedían favores de esta naturaleza, uno debía saber a qué atenerse. Nadie sabía muy bien quién era Roger ni qué había hecho antes de llegar a la colonia. Se fue dando a conocer de a poco. Primero trabajó en el mercado de los miércoles en el puesto de refacciones. Luego dejó el puesto para empezar a vender su propia mercancía, que conseguía en atracos menores, pero dejó el negocio una semana antes de que un operativo entambara a varios. Se lo veía siempre en el billar, pero no jugaba, sólo observaba y platicaba con los perdedores o con los que esperaban turno para la ficha. Después empezó a frecuentar La Antigua Roma, donde bebía poco o lo suficiente para agarrar confianza y ponerse a bailar con Sandra. Siempre andaba cargado y nadie se metía con él. Lo dejaban beber en una mesa de la esquina que a veces le apartaba Pancho. Una tarde, luego de ponerle varias monedas a la máquina, Roger se acercó a la mesa de Chávez, Jacho y Pepe, quienes ya traían encima tres cubetas de curado. Se sentó con ellos hasta que los corrió Pancho, no sin darles su bolsita para llevar con los sobrantes de todos los bidones. De ahí en adelante Roger siempre llegaba a buscar a los “compitas” que le hacían la tarde. Si no los encontraba, los esperaba una hora y luego se marchaba para regresar más tarde cambiado de ropa. Él contaba que había sido policía judicial pero que lo habían expulsado. Roger siempre cambiaba la versión del porqué de su expulsión. A veces decía que por insubordinación, otras que por consumo de estupefacientes o porque se tiró a la esposa de un capitán. A decir verdad, a nadie parecía importarle, pero Roger se esforzaba por hacer circular los rumores sobre su pasado. A un peoncito correoso que pasaba por su pulque todos los días al salir de la obra se le ocurrió decir, en tono de broma, que de seguro lo sacaron de la policía porque era secuestrador o puto. Roger se le fue a los madrazos con tal vehemencia que hubo que arrastrar el cuerpo del peón fuera del local y abandonarlo a tres calles de distancia.

Esa noche de Navidad, parecía que a Roger no le faltaban ganas de madrear a Pancho, a juzgar por el modo en que lo veía agarrarle las nalgas a Sandra mientras ella se dejaba como si no hubiera nadie mirándolos. En un momento, Pancho le acarició el cabello al tiempo que se la pegaba más al cuerpo con la otra mano. Fue entonces cuando Roger se puso de pie. Se acercó a ellos, que seguían bailando, colocó su mano en el hombro de Sandra, la miró con cansancio y ambos salieron del local. Un cuete que celebraba la llegada de Jesús sonó cerca pero no sorprendió a nadie. El rostro de Pancho era el de un hombre vencido.

—¿Voy o qué? —dijo Roger.

—Aguanta, que lo espere más —respondió Chávez. Tomó un cigarro y lo prendió. Dejó la cajetilla sobre el tablero. Roger la tomó y también prendió un cigarro, pero de inmediato empezó a toser.

—No sé cómo te gusta esta mierda —dijo Roger mientras abría la ventana del coche para aventar el cigarro. Sacó una grapa. Se hizo dos líneas sobre la Guía Roji que guardaba Chávez en la guantera e inhaló una tras otra. Chávez lo miró de soslayo sin darle mucha importancia. Él seguía concentrado en el 23 bis, como si esperara a que sucediera algo. Esperaba quizás a que Lucía hiciera lo que hacía todas las noches: entrar a su casa, prender las luces de adentro y luego la del patio; salir con la bolsa de sobras y echarlas en el plato del perro; luego revisar el terreno con una lámpara de mano para las zonas más obscuras que llevan a la calle de atrás, donde todas las noches, antes de que llegara su esposo, revisaba que el material para la construcción estuviera completo. Al terminar se metía debajo del laminado, prendía un foco y ordenaba lo que se pudiera; también juntaba la basura y la dejaba en la banqueta. A veces pasaba que cuando ella salía a dejar la basura iba llegando su esposo del trabajo: lo esperaba ahí, quieta, hasta que él se aproximara para entrar juntos a la casa; algunas veces él la abrazaba, en otras ocasiones no le dirigía la mirada. Esa noche ella no salía ni hacía nada de su rutina. Esperaron 15 minutos hasta que por fin comenzó su ritual. Sólo que en esta ocasión, cuando dejó la basura en la banqueta, miró a ambos lados y se quedó ahí unos segundos, como si esperara que alguien apareciera.

—Lo está esperando —dijo Chávez.

—¿De una vez o qué?

—Cuando yo te diga, no estés chingando. Ya va pa’ dentro.

—Se nos va a despertar el cabrón…

—No importa. ¿Qué puede hacer?

Roger no respondió y bajó por completo la ventana. El aire frío entró al coche.

—¿Te estás cogiendo a Sandra? —preguntó Chávez.

—A ratos.

—Todos hemos pasado por ahí. Excepto Pancho. La quiere bien...

—Ese pendejo… —dijo con desprecio Roger.

Ese pendejo era el único de La Antigua Roma que no se había ido a la cama con Sandra. Lo había intentado en varias ocasiones. El problema era que Sandra trabajaba para él y quizá el contacto frecuente con ella había establecido un amor de otro tipo, uno paternal. Eso no impedía que, de vez en cuando, bailaran más juntos de como lo haría un padre con su hija, ni que, a veces, ella se dejara agarrar las nalgas. Y es que ése era el mejor atractivo de Sandra: sus nalgas. Alguien señaló alguna vez, con aire cosmopolita, que eran nalgas de venezolana. La risa fácil, el carácter enérgico a la hora de trabajar y mucha plática de deportes la hacían irresistible. Venía de un barrio pobre de la periferia, como casi todos, y trabajaba para mantener a su madre y a su hijo de cinco años. Cuando se emborrachaba al terminar la jornada, contaba algo de su vida, pero las elipsis y sobreentendidos que ella creía claros hacían que todo fuera confuso para los demás: nadie sabía muy bien cómo había llegado a La Antigua Roma, aunque sí cómo había ido a comprarse la faldita tan apretada que vestía y cómo había conseguido el trabajo en la pulquería gracias a la faldita que le regalaron. A veces el padre de su hijo estaba en Estados Unidos y otras veces en México, pero con su otra familia.

—¿Por qué no coges con Pancho?, ¿no ves cómo trae la verga roja de ganas? —le preguntaron en una ocasión.

—Porque con la familia no se coge, pendejo —respondió, y acto seguido estrelló la jarra de vidrio sobre la cabeza del que le preguntó la salvajada esa.

No cogía con Pancho, pero sí se le acercaba todas las noches antes de cerrar La Antigua Roma para rozarlo, para dejarlo caliente con apenas una mirada, con una caricia insinuada. A Sandra le interesaba menos el contacto de piel con piel o manos con manos, que la intención de aproximarse para dejarlo tieso detrás de la barra sin siquiera tocarlo, alejarse moviendo el culo a sabiendas de que el único que la miraba era Pancho o hacer ese gesto de agradecimiento cuando le pagaba al final de la quincena o le daba su aguinaldo atrasado en el día de Navidad.

Lo tomó de la mano y ambos hicieron a un lado las mesas de plástico para hacerse pista. Sonó una cumbia con la que entraron en calor. Luego una salsa que no sabían bailar muy bien. Las rancheras las dejaron en el aire para servirse más pulque y para volver con Roger y Chávez, como no queriendo aparentar que lo que en verdad deseaban era estar solos, bailando hasta que se acabaran las canciones en la rockola o hasta que el amor de invierno los calentara lo suficiente para tenderse en el piso y coger o echarse un paradito, ya casi a oscuras, recargados en la barra y buscando su reflejo distorsionado en los bidones vacíos de curado. Pero nada de eso sucedió porque se sabía que Sandra tenía todas las noches a Roger en su cama, y que éste también le daba dinero para el niño y la madre a cambio de muy poco: su cuerpo y sus palabras. Así, cuando sonó el bolero, que ambos retomaran el baile no pareció otra cosa más que una provocación. También lo fue la mano que se alargaba palpando la nalga izquierda de Sandra, y la otra que recorría su cintura y, en ocasiones, su espalda. Ninguno de los dos se percató cuando Roger se acercaba para llevarse a Sandra sino hasta que ella sintió una tercera mano recargada en su hombro. Pancho bajó la cabeza para no ver a Roger y soltó de inmediato a Sandra, sería muy difícil decir si lo hizo con miedo o respeto; como haya sido, Pancho se quedó inmóvil en medio de la pista de baile improvisada mientras la pareja dejaba el local. Entretanto, Chávez prendía un cigarro al fondo junto a las mesas.

—Ya se regresó a la casa —dijo Roger, impaciente.

—Unos minutos más.

—¿Escuchas?

Ambos guardaron silencio. En la cajuela se escuchaba un golpeteo leve y cómo alguien tallaba algo.

—Te lo dije. Ya se despertó.

Cuando terminó de decirlo, Roger ya había abierto la puerta del coche. Se dirigió a la cajuela y la abrió. Chávez miraba por los espejos laterales cuidando que no viniera alguien por la banqueta. Roger azotó la puerta de la cajuela y volvió al coche. Chávez lo miró con un gesto interrogatorio y sólo obtuvo otro gesto igual de ambiguo como respuesta.

Ese gesto fue similar a los que le regalaba Lucía cuando estaba con ella y él empezaba a sospechar que algo no andaba bien. Fue cuando Chávez comenzó a seguir a Lucía después del trabajo. Se ponía en la misma esquina y la miraba salir muy arreglada a las cuatro de la tarde. Caminaba hasta la esquina para tomar el colectivo que la llevaba al centro. Ahí se perdía viendo baratijas en los aparadores hasta que dieran las seis de la tarde, caminaba por Gómez Robledo y se metía en una vecindad que recién habían remozado. Salía dos horas después con el tiempo necesario para regresar a casa y supuestamente esperarlo toda la tarde. En una ocasión, Chávez se atrevió a seguirla hasta adentro de la vecindad. Comprobó lo obvio.

Semanas más tarde, Lucía le comunicó que lo dejaría por otro hombre y que le daba tres días para abandonar la casa. No obstante la advertencia, Chávez no se fue de la casa sino hasta que la policía lo desalojó a la fuerza. Finalmente, esa casa era de los padres de Lucía y ellos nunca se habían casado por la iglesia ni por el civil. Pasó tres semanas entre hoteles baratos y casas de amigos hasta que encontró un cuarto en renta cerca de La Antigua Roma. Ahí iba todos los días por la tarde a beber con los amigos que recién conocía. Por las noches, según la cantidad de alcohol que había bebido, iba a merodear a su antigua casa cuidando no ser visto. Comprobaba que todo lo que había dejado aún estuviera ahí: los materiales de construcción para concluir la casa, su auto, su perro, su mujer. Regresaba taciturno al cuarto donde pasaba las noches hasta que comenzara el siguiente día de trabajo. En La Antigua Roma se comportaba más bien reservado, no hablaba mucho de sí y prefería escuchar a los demás. También hacía preguntas de forma indirecta para conocer a la mayoría de los asiduos de la pulquería. No siempre eran bien recibidas sus preguntas porque tendía a insistir demasiado. Chávez, al poco tiempo, se hizo de unos “compitas”: Jacho, Pepe, Pancho y Sandra. Con frecuencia se quedaban los cinco hasta después de que cerrara el local o hasta que Pancho los corriera.

Esa Navidad, La Antigua Roma había estado especialmente activa por la tarde pero no cuando entró la noche. Jacho y Pepe se despidieron temprano y sólo quedaron Sandra, Pancho, Roger y Chávez. Éste propuso ir por un pollo y una sidra para que cenaran ahí dentro. Pancho dudó un momento y le preguntó a Sandra qué le parecía la idea. Ella aceptó debido a que se había quedado sola en su casa porque a su hijo se lo había llevado su mamá a Veracruz con unos familiares. Nadie tenía nada mejor que hacer. Chávez regresó al poco tiempo con la cena: dos pollos rostizados, tres bolsas de papas fritas, una bolsa de chiles curados, una botella de sidra, dos cajetillas de Delicados y una bolsa de cacahuates. El pulque y el mezcal iban por cuenta de Pancho. Todos comieron rápido porque lo que interesaba era beber. Sandra levantó la mesa y de ella fue la idea de abrir pista. Bailó con cada uno de ellos, pero se quedó más tiempo con Pancho. Chávez los miraba de reojo mientras hablaba de fútbol con Roger, quien no parecía estar muy enterado del deporte o quizá ya estaba mal mirando cómo bailaban aquéllos. Había que ver el rostro de Chávez: a cada momento más perdido en una tarabilla de oraciones que se hilaban por azar, parecía querer decirle algo a Roger, pero se trababa o pasaba a otra cosa. De cualquier forma, nunca se le había visto tan parlanchín, aunque no era gracias al alcohol porque no bebió mucho. De pronto guardó silencio por unos minutos para después perderse de nuevo, sólo que ahora en el baile de Sandra y Pancho. Parece que ese silencio le ayudó a Chávez a ordenar las ideas porque, de inmediato, recobró su voz calmada cuando le preguntó a Roger si lo ayudaría a darle el mensaje a Lucía. Roger no sabía entonces que el mensaje consistía en más que unas simples palabras: habría que seguir varios días al esposo de Lucía para conocer sus rutas, luego levantarlo para encajuelarlo y en el camino darle el mensaje a Lucía. Quizá Pancho ni siquiera lo sabía cuando vio que Roger dejaba La Antigua Roma acompañado de Sandra esa Navidad del 94. Se quedaron ahí Pancho y Chávez. Alguien contó que Chavez salió del local hasta la mañana.

—Ahora.

—¿Ahora qué?

—Ve y dile.

—¿Y después?

—Después a matar al muerto despacito —Chávez le respondió como si le aconsejara cómo probar un aguardiente. La luz de la casa de Lucía se encendió y el perro empezó a ladrar, por lo que Chávez detuvo a Roger antes de que bajara del coche. Lucía abrió la puerta y salió corriendo de la casa. Por el espejo, Chávez la miró alejarse.

—Espérame aquí —le dijo Chávez mientras se bajaba del coche para encaminarse en dirección a donde se había ido Lucía. Roger se quedó en el coche acompañado del esposo encajuelado. Pasó media hora y ni Chávez ni Lucía regresaron. Roger comenzó a impacientarse. Se bajó del auto y fue a abrir la cajuela: el esposo estaba dormido o desmayado. A lo lejos comenzaron a escucharse patrullas, lo cual no era extraño por el rumbo donde se encontraba, pero las sirenas comenzaron a oírse cada vez más cerca. Roger volvió al coche y lo arrancó, aunque sólo pudo avanzar dos cuadras porque un par de patrullas le cerraron el paso. En esos días el secuestro no era delito grave, por lo que quedó libre cinco años después. Al salir de la cárcel, lo primero que hizo fue regresar a La Antigua Roma: estaba cerrada. Preguntó por Pancho y Sandra. La señora que atendía la vinatería de la contraesquina le dijo que había cerrado dos años atrás, y que el dueño se había ido a vivir con la mesera a Veracruz. De Chávez no supo nada.