Corporalidades / No. 215

El cuerpo ausente


¿Qué estamos haciendo cuando escribimos sobre el cuerpo? ¿Qué sucede allí? Desde luego que el cuerpo del que se escribe no está presente. Esto es evidente, y parece ingenuo señalarlo. Pero ¿no es, en realidad, un hecho significativo? Podría responderse que no, y seguir escribiendo. Tomar esa ausencia como algo sin importancia y continuar como si el cuerpo estuviera presente. Se diría que obviamente escribir sobre el cuerpo no es hacerlo aparecer, pero hagamos como que aparece o, peor, no importa si no aparece. Otra opción es pensar qué implica esa falta.

El mundo no está presente en la escritura, o sólo lo está en tanto que es referido por otro agente. El lenguaje está allí en sustitución de él, como proxy. Esto se expresa en varias metáforas: el libro como un mundo portátil, como modelo a escala, como espejo, como viaje, como sueño, etcétera. Por supuesto que el libro es también parte del mundo, pero es un fragmento de él que lo que hace fundamentalmente es repetirlo, imitarlo, lo cual podría haberle dado una dosis de ansiedad a Borges. En todo caso, lo que queda claro es que hay un cuerpo extraño, una materia, que se está haciendo pasar por otra cosa. Los caracteres están allí en el lugar de lo que queríamos hacer presente, y para que la lectura empiece tenemos que pactar con el impostor.

La escritura exige como condición que el mundo desaparezca para poder representarlo: el lector coloca un libro frente a su rostro, y el mundo, todo lo que no es ese texto, se suspende. Permanecemos sentados, sin prestarle atención al ambiente. También se suspende nuestro propio cuerpo, sus posibilidades se reducen al mínimo, los jeroglíficos nos secuestran. El sentido de la vista está en funciones, pero lo que está viendo no es mucho, es tan sólo un objeto plano manchado con caracteres. La vista no está observando los cambios en el cielo ni los colores de los insectos ni los ojos de una persona amada. Aun si se encuentra activa, la vista está realizando una tarea nimia en comparación con las cosas que se le prometieron. Está allí sólo como un intermediario, como la conexión entre el texto y la mente del lector. La lectura implica una temporal atrofia de los sentidos, como explica Anne Carson:

La alfabetización desensorializa1 a las palabras y al lector. El lector debe desconectarse del flujo de impresiones sensoriales transmitidas por nariz, oído, lengua y piel, si quiere concentrarse en su lectura. Un texto escrito separa a las palabras entre ellas, separa a las palabras del ambiente, separa a las palabras del lector (o escritor) y separa al lector (o escritor) del ambiente.2

Leer implica cancelar, por unos momentos, la relación de continuidad entre el exterior y mi cuerpo, entre mi cuerpo y mi conciencia.3 Como si al concentrar mi atención en el texto, al suprimir la información de otro tipo que podría venir de mis sentidos, lograra separarme, mientras dura la lectura, del aquí y ahora de mi cuerpo y mi ambiente. Podría afirmarse que uno de los rasgos más importantes de la lectura es esa capacidad para separar al lector, acaso tan sólo mentalmente, de todo lo demás. Al mismo tiempo, la escritura suplanta al mundo y nos aparta de él.

En algunas actividades o circunstancias, el hecho de que habitemos un cuerpo que es una cosa distinta, separada de los otros cuerpos y objetos de este planeta, es una constatación que puede difuminarse o pasarse por alto, gracias justamente a la apertura de nuestros sentidos. Sabemos, en el fondo, que somos algo distinto a los seres y objetos que percibimos, pero esa diferencia puede parecer insignificante, o incluso olvidarse. Podemos pensar en nuestro cuerpo más bien como lo que nos conecta con lo exterior, subrayar su carácter comunicante en vez de su función de frontera, de encierro. O más bien, no pensar; quizás en la total apertura de los sentidos, cuando nuestra atención está concentrada en lo que percibimos a través de ellos, la mente, o el yo, desaparece, y somos solamente mundo.4 Cuando nos llega una fragancia que nos arrebata, cuando estamos en una situación peligrosa y súbita, cuando nuestra dermis se retuerce de placer o dolor, guarda silencio ese órgano interno que nos recuerda que somos un individuo diferenciado.

Leer, en cambio, acentúa nuestra separación.5 El lenguaje escrito depende de la diferencia entre caracteres, de la diferencia entre palabras. El sentido en la escritura se da por medio de oposiciones, a es a porque no es b. Aprender a leer es aprender a leer esas diferencias, a leer esos límites. El caracter es la forma misma del límite, un caracter es un objeto cuyo material entero es un borde. Si hay una educación en la sensibilidad a través de la lectura, reside en esto: el lector es un experto en distinguir límites, aprende a verlos por todas partes, también entre los seres y los objetos; éstos ya existían por sí mismos, pero la lectura los amplifica. Leer es una escuela de límites, lo que equivale a decir que es una escuela erótica.

Para Georges Bataille, la tragedia esencial del ser humano consiste en su ser discontinuo, en estar separado, por su cuerpo, del resto de seres vivos y no vivos que habitan este mundo. El erotismo consiste en todas las estrategias y rituales que el ser humano emplea para tratar de disolver ese estado de discontinuidad y poder participar del continuo (o del Ser). El sexo podría interpretarse como un acto en el que dos (o más) seres discontinuos intentan romper la brecha de los cuerpos para poder unirse con el otro, como dos esferas empeñadas en quebrar su propia circunferencia. Desde luego, lo más que podemos hacer es poner la discontinuidad en tensión, pero borrar definitivamente sus límites querría decir que hemos muerto. Sólo en la muerte termina nuestra discontinuidad, sólo entonces hemos vuelto al continuo.

Eros es al mismo tiempo una fuerza que acentúa el conocimiento de los límites y que anima a transgredirlos. Estar enamorado equivale a tener la urgencia de salir de nosotros mismos. Sentimos que algo se nos ha arrebatado y que tenemos que fundirnos con la persona amada para recuperarlo (para recuperarnos).6 Al momento del éxtasis sexual pareciera que estamos rompiendo las fronteras que nos separan de nuestro amante (la división entre nuestros cuerpos). Ya el mismo acto de la penetración da esta impresión, pero siempre nos aguarda el movimiento de regreso, el retorno a la soledad de nuestro encierro. No es posible romper el cerco y permanecer con vida. Es por ello que, a veces, después del orgasmo puede invadirnos una extraña tristeza, una sensación de vacío.

El deseo es siempre deseo de algo que no tenemos. Por ello Simone de Beauvoir advertía que solamente el amor trágico puede ser un amor romántico. Una vez que se la tiene, la persona deseada deja de serlo. Beauvoir lo explica en una parábola: el caballero que se va a buscar aventuras ofende a su dama, y sin embargo ella no tendría más que desprecio por él si se quedara a sus pies. "Un espacio debe ser conservado o el deseo termina".7 Stendhal pensaba algo similar en De l'amour (1882) cuando decía que era mejor ser un hombre tímido que admira las beldades a la distancia y tiembla y pierde el conocimiento si está demasiado cerca de ellas, a ser el hombre conquistador que destruye a las mujeres, que las considera sólo como fortalezas a ser sitiadas, para el que todo se vuelve estrategia, y jamás experimenta las dulces torturas de estar enamorado. Mientras persigue, el hombre conquistador es feliz, pero al alcanzar suprime, se queda con las manos vacías; el hombre incapaz, en cambio, se mantiene siempre en el territorio del deseo.

Una relación erótica siempre debe tener una dosis de distancia, de falta, de irresolución.8 Pero es necesario también el movimiento de búsqueda, el movimiento que va hacia la falta, que no la acepta y no se rinde, que va tras ella. La lectura imita esta dinámica, dice Carson:

Cuando percibes el borde de ti mismo en el momento del deseo, cuando percibes los bordes de las palabras al momento de leer (o escribir), eres provocado a buscar más allá de los bordes perceptibles —hacia otra cosa, algo aún no comprendido—. La manzana no arrancada, el amado justo fuera de alcance, el significado no del todo claro, son objetos de conocimiento deseables. Es la misión de eros mantenerlos así. Lo desconocido debe permanecer desconocido o la novela termina. Así como todas las paradojas son, en un sentido, paradojas acerca de la paradoja, así también eros es, hasta un cierto grado, deseo por el deseo. Entonces, artimañas. Lo que es erótico acerca de leer (o escribir) es el juego de la imaginación invocado en el espacio entre tú y tu objeto de conocimiento.9

Esta separación entre el lector y su objeto sucede también a un nivel microscópico. Es un límite del lenguaje como tal, un error de origen. Igual que la unión completa con otra persona, el rompimiento de los cercos entre los seres nunca puede suceder en realidad, es posible poner en tensión esos cercos pero nunca disolverlos, la unión entre el signo y lo que designa, entre el significante y el significado, nunca puede estar completa. Hemos llegado al consenso de que los caracteres que forman la palabra perro designan lo que en el mundo de las cosas identificamos como un perro, pero la relación entre palabra y ser no está allí en el mundo, esa palabra no reside en el ser, no proviene de él. Escribe Saussure:

La ley realmente última del lenguaje, al menos en lo que nos atrevemos a decir, es que no hay nunca nada que pueda residir en un solo término, y esto a causa del hecho de que los símbolos lingüísticos no tienen relación con lo que deben designar, de modo que a es incapaz de designar alguna cosa sin la ayuda de b, y de igual modo, b sin la ayuda de a [...].10

El lenguaje funciona como un modelo del mundo, pero jamás llega el momento de la completa identidad entre modelo y objeto. Como el zodiaco, el lenguaje es un sistema de relaciones con coherencia interna que aplicamos al conjunto de conexiones que vemos en el mundo de las cosas. La gran mayoría de las veces encontramos coincidencias. El mapa, decimos, funciona. Pero no hay manera de salvar el hecho de que hay una distancia entre lenguaje y mundo, de que su relación es un salto de fe. Por ello, escribe Giorgio Agamben, el algoritmo S/s (significado/significante), puede reducirse a la barrera sola: /. Ésa es la desnudez del lenguaje.

Pero, entonces, si el mundo y el lenguaje están en una relación necesariamente distante, si el lenguaje siempre está persiguiendo a los objetos que designa y está condenado a nunca poseerlos realmente, ¿no podríamos decir que lenguaje y mundo se encuentran en una relación erótica, en un romance trágico? El lenguaje, ya en su misma conformación, en la barrera entre significado y significante, en su perpetuo ir tras el mundo sin nunca alcanzarlo, es un modelo de la dinámica erótica que existe también entre los cuerpos. También entre aquéllos hay una barrera infranqueable, y que vuelve la transparencia, la presencia radical de la persona deseada, un evento imposible.

Para Giorgio Agamben,11 el pensamiento medieval hizo un descubrimiento genial cuando decidió que el objeto por excelencia del amor era la imagen, que no es realmente cierto que amemos a un cuerpo (pues se nos escapa), sino que el verdadero amor es hacia la imagen de ese cuerpo que tenemos en la cabeza. Una vez más, Stendhal expresaba algo similar cuando afirmaba que en todo enamoramiento hay un proceso de "cristalización": a la persona real, que es incognoscible en lo radical, el enamorado le añade un sinnúmero de suposiciones, exageraciones y ficciones, le inventa rasgos que no tiene y disminuye aquellos que posee y son molestos. Así como si se deja pasar unas noches en las minas de sal a una rama deshojada y se la recupera llena de minerales, la persona amada también aparece cubierta de pequeños cristales que cubren su verdadera forma y son producto de la mente del que ama.

Cuando nos enamoramos aparece una imagen en nuestra cabeza, una imagen de la persona amada con la que jugamos y a la que modificamos. Puede ser un proceso muy doloroso darnos cuenta de lo poco que tiene que ver con la persona real. Por ello, al gozar del amor como imagen, al cortar de tajo ese nudo gordiano, Agamben afirma que la poesía del dolce stil novo encontró la manera, la única, de gozar de él. La poesía es el modo de tener al objeto de deseo al mismo tiempo siempre distante —porque en realidad está ausente y, por lo tanto, aún es deseado— y siempre presente —porque aparece, bajo otra forma, en el texto—.12 El amor en la literatura está todo el tiempo disponible; es, como escribe Carson, un hielo que nunca termina de derretirse. Esto con la condición de que sea un fantasma.

Cuando Aby Warburg escribió sobre Jakob Burckhardt que "actuaba como un nigromante empeñado en convocar a los fantasmas que lo amenazan", tocaba no sólo a la profesión histórica sino a la lectoescritura tout court. Un fantasma es la presencia de una ausencia, la aparición en un material extraño de un cuerpo que no está más o que está en otra parte, una aparición que lo que nos dice, fundamentalmente, es que no es quien es, que el verdadero ser que es no está. Así son también las palabras. La lectura es algo muy parecido a una sesión espiritista.

En un sentido, la escritura resuelve la fractura de la presencia en lo real. El mundo y los cuerpos son algo inaferrable. Amamos a alguien, y sin embargo esa persona reside en un cuerpo separado de nosotros, está radicalmente lejos (What are we doing here, and why are our hearts invisible?). Viajamos, conocemos lugares extraordinarios, y sin embargo el movimiento del viaje toma la forma de un perpetuo abandono, de un llegar para irse (Viajar, perder países). Nuestros mismos días, de los que nos creemos dueños, se acumulan y se pierden, toda nuestra vida va quedando atrás, irrecuperable. La experiencia del mundo es una constante experiencia de pérdida. Al volver a la ausencia su modelo, al volver a la falta una forma de la presencia, la escritura resuelve la cuestión: doble negativo da positivo. La adicción a la lectura puede ser una enorme declaración de amor al mundo, sólo allí nos parece que la vida está realmente presente. Esto con un precio: vivir entre fantasmas. No queda claro que sea un camino recomendable.


1 Desensorializes, en el original.
2 Anne Carson, Eros, the bittersweet, Princeton University Press, Estados Unidos, 2015, p. 50. Las traducciones son del autor.
3 Pero, ¿es distinto el cuerpo de la conciencia, o ésta forma parte de aquél?
4 Es justamente el caso de la meditación, en que se trata de silenciar a la "voz interior" para poder percibir nuestro entorno y nuestro cuerpo, y permanecer en ese silencio atento, en que parece que no pensamos.
5 Aun si son movimientos contrarios en cuanto a que los sentidos conectan y la lectura separa, tienen en común el silenciamiento del yo. Tanto en el arrebato de los sentidos como en el arrebato de la lectura, la conciencia de que soy un individuo se suspende, lo que importa es lo otro, lo que percibimos y lo que leemos; viajamos fuera de nosotros. Pero entonces, ¿por qué la lectura separa? ¿Es porque nos conecta con algo que está en otra parte? Es decir, nos conecta con una ausencia y, por ello, nos aparta de lo presente.
6 Anne Carson recuerda el mito del andrógino del que habla Aristófanes en El Banquete de Platón: los seres humanos eran originalmente un ser redondo conformado por dos personas, una esfera perfecta. Estos seres rodaban por todas partes y vivían en una felicidad desenfrenada. Sin embargo, el orgullo los hizo pretender rodar hasta el Olimpo y entonces Zeus los cortó en dos, y ahora todos estamos condenados a pasarnos la vida buscando esa otra persona que nos completa.
7 Carson, op. cit., p. 26.
8 Por ello, a la institución del matrimonio le suele ir mal cuando se habla de erotismo. Casarse implicaría más la construcción de una cotidianidad común, sería una dinámica sobre todo práctica, mientras que Eros, para autores como Bataille, es precisamente la fuerza que irrumpe en la normalidad y la trastorna. Pero incluso en un matrimonio feliz y longevo, las fronteras entre los cónyuges no han sido rotas, todavía es posible preguntarse por el otro y verlo como alguien irremediablemente distante y separado, un hecho que es sentido de manera abrumadora cuando uno de los cónyuges muere. Incluso en el matrimonio hay falta, es decir, hay erotismo.
9 Carson, op. cit., p. 109.
10 Cahiers F. de Saussure, Notes inédites de F. de Saussure, 12, 1954, p. 63, citado en Giorgio Agamben, Stanze, Einaudi, Italia, 2011, pp. 183-184.
11 Ver Agamben, op. cit.
12 Para Agamben hay una diferencia entre ese gozar de la presencia del amor como fantasma en el dolce stil novo, y la poesía posterior, a partir de Petrarca, en que se goza del amor como objeto perdido.