Corporalidades / No. 215

Canto fúnebre


Allá van tus hermanas contigo. Estás junto a tu madre. Van contigo las heridas, las flores, el agua fresca. Allá van contigo y no respondes más que con tu peso. Cuerpo yermo. Hendido en tu vientre, despojado de toda sonrisa, la barba que te ha seguido creciendo sobre la piel marchita. Van tus hermanas contigo metidas en una bolsa negra, en tus pies reposan y reposas tú para ellas. Tarde soleada como tu vida. Cuerpo bendito. Las raíces que echaste te lloran y sacian la sed de la tierra con la zozobra de sus ojos. Menos tú que ya no lloras, eres puro cuerpo que se va despeñando en una tumba; los sepultureros te despeñan; se despeñan los árboles contigo. En tu cuerpo que hoy se bautiza raíz y principio de tierra, las aves copulan en tu nombre. Las flores siguen en mis manos porque no he podido arrojarlas sobre tu féretro. Brinco al hoyo, morada tuya, y acomodo las flores sobre tu ataúd de madera: tu pecho nuevo, tu muralla para que no te molesten, el sostén de tus póstumos veranos. El sepulturero te recibe: ha cavado tu tumba antes de que lleguemos, ha esperado por nosotros para hacer la mezcla de cemento que es tu puerta, que no se abre si no es a martillazos. Casa perpetua hasta que otro tuyo quiera morirse contigo. El sepulturero escucha el plañir de tus hijas silenciosamente calmo, aprueba con gestos y movimientos de cabeza cuando alguno dice que estás donde quisiste, con tu madre y tus hermanas. Acomoda la losa de tu sepulcro y con la pala muele aquí y allá para que embone, apenas. Quiebres diestros de su muñeca sellan tu tumba. En el cemento fresco escribimos tu nombre: Salvador Aguilar Puente 1930-2017.

Te lo dije hace tres días pero ya no quisiste hacerme caso, te lo dije en tu mano tibia todavía, un poco húmeda de malestares; ándale, aguanta, si a ti te faltan 10 años todavía; ándale, nos vemos pronto. Te lo dijo mi mano en tu frente ancha, mis dedos intentaron sellar el mensaje en los requiebres de tu cabeza. Te movías intermitente, agónico, tú en trance de muerte; la respiración trabajosa levantaba tu pecho en ascendencia. Tus ojos se abrían como cuando los bebés se aventuran a la vida, pero tu aventura ya era otra y me escuchabas con tus ojos, me escuchabas con tu frente, me escuchabas en tu nariz y tu tacto; ponía mi mano en tu pecho con cuidado para no herirte y me escuchabas en la piel y los vellos. Eras todo oídos y escuchabas a los tuyos sin responder con palabras. Tus sentidos vacilaban a la orilla del mar, allá donde el río oscila, solemne, y desemboca llana y simplemente en un mar de marejadas, principio y fin de todo. Te hablaba y contestabas con un suspiro apenas perceptible. Decías que sí con una respiración más profunda que las otras. Movías tu cabeza trabajosamente para que supiéramos que sabías que estábamos allí. Intentabas abrir los ojos para que pudiéramos clavar la mirada en ellos una vez más. Nos apretabas las manos para empezar a confortarnos de tu ausencia, para mostrarnos tu fortaleza de siempre, viejo reacio. Manos tuyas las de hombres que ya no hay, que ya no somos, porque somos una copia de lo que fuiste, un vino adulterado de tu sangre añeja. Encarnación de la fuerza tu mano exangüe, presta ya ante la muerte, rodeaba mi mano joven de hojalata, y la cubría y protegía. Eras tú el que me amparaba y velaba por mí.

Peregrinaje el de tu muerte, atravesamos varios cientos de kilómetros para sepultarte. Tu carroza nos abrió camino hasta donde hace más de 86 años abriste los ojos por primera vez. Tecomán de historias de sobremesa en que me entretenías y se me hacía tarde y no encontraba manera de interrumpirte. Te escuchaba novedoso por décima vez, viendo cómo tu voz se quebraba en las mismas facetas de recuerdos rupestres. Tecomán plenitud de palmeras pasmosas en la orilla del Pacífico; ondulante evocación de mi niñez de hace dos décadas, cuando tu hermana murió y fuimos a enterrarla también. Te recuerdo de camisa y gorra, llorando por tu hermana; tus hijas te consolaban y no sabían cómo secar tus lágrimas. Recuerdo eso nada más. Y tú sentado en una palapa, con una cerveza o un agua de coco delante, mirando hacia el mar y hacia nosotros. Sanando tu dolor, alimentándote de sol y de olas. Y eran la muerte y los sollozos algo prodigioso y temerario que no alcanzaba a concebir; yo me entendía solamente con castillos de arena y piedrecillas curiosas entre la espuma. Ahora apenas si concibo que vayamos en ánimo fúnebre atravesando los estados para meterte en la tierra. 13 horas de carretera y llegamos de madrugada para que no pases la noche a solas. Todo planeado por ti, todo pagado por anticipado, todo meticulosamente delineado. Redactaste tu fecha de caducidad con todo detalle. De vez en cuando volvías a tu pueblo a ver cómo iban los trámites con la funeraria y a pagar lo que hubiera que pagar. Yo te escuchaba decir que para allá te irías cuando todo terminara y no me imaginaba que ese día pudiera llegar.

El día llegó y los tuyos lo estamos caminando junto a ti. Las gentes se quitan las gorras con piedad. Las señoras miran y agachan la cabeza santiguándose. Los niños suspenden sus juegos un momento. El sol cae a plomo bañándonos de indiferencia. La carroza continúa su curso lentísimo. Detrás de ella caminamos nosotros con un andar taciturno y trémulo, como con ganas de recorrer el pueblo cuadra por cuadra para no dar con el paradero de tu entierro. Quisiera uno posponer el momento de encontrarse con la última imagen de tu cara, evadir la esquina que es la última antes de llegar al camposanto, dar pasos más pequeños y lentos para que la jornada no termine y poder estar contigo un rato más, un rato más, un rato más. Pero las calles de tu pueblo se estrechan y acortan, los autos nos ceden el paso, las oraciones se suceden unas a otras y nuestras bocas se secan. Bebemos agua, nos resbala agua por la frente, vertemos agua de nosotros, se agita el agua de las flores, el agua bendita nos refresca secamente. Ignorar lo que es una misa de cuerpo presente hasta sentir tu presencia ausente en el centro de un templo sin muros, muros de aire por aquello del calor. Entran el viento y el ruido del tráfico en la periferia de la plaza. Sacerdote inútil hablando en español como en latín, tan procesal, tan derecho romano, monolítico como hueso mesozoico. Y pagar por eso y soportarlo una hora. Lo tolero sólo en tu foto, 30 años a la sazón o algo así. Tu mirada de perfil clavada en tu propia porfía seductora, ojos de ballesta, sombrero sembrado en la frente como tu propia frente, bigotes herencia del porfiriato; la camisa western de rayas sepia cubre el pecho y los brazos de protagonista del cine de oro, rancherón de ojo verde en los sesenta. Entra el viento y agita tu foto y tu foto vacila; tú, en cambio, reposas sereno, roble dormido en una cama de pino.

Otra foto, la de tu máquina International o Caterpillar. Apareces montado en una bestia de metal en medio de una tierra mascullada por el hierro. Tu trabajo del que siempre te lisonjeaste justamente. Tu gran orgullo. Aplastar, aplanar, dentellar el paisaje, poner la obra humana donde sólo había flora y fauna desde milenios sin memoria. Derribar, destruir, hacer sangrar la tierra, educar a los ingenieros de servicio social en los menesteres de la ingeniería como práctica y negocio. Ganarse el pan sin estudio y a fuerza de brazo. Máquinas hidráulicas de puras palancas y contrapesos, sin cabinas de operador. Expuesto al sol y a las ventiscas, a los riscos y voladeros por los que montes y montañas intentaban cobrarse revancha por las heridas que les infundías. Surgías de los cerros acerado y bronceado, con la apariencia de un hombre hecho de engranes, bujías y radiadores; la sed saciada con diésel y aceite. Primo hermano de Troka el poderoso, pies de motoconformadora, brazos de ferrocarril, cabeza de antena radiofónica. Vencías a la muerte de cotidiano con la potencia de una deidad de otro tiempo, mitología chocante de otro siglo. No te halló la muerte ni a merced de un rayo de tormenta, ni al amparo de una fiebre de alacrán, ni en el desgarre de un machetazo de gresca, ni bajo la astilla de un árbol desmembrado, ni hundido en un charco de azufre devorahuesos, ni ahogado en un rincón de cantina, ni atropellado a la vista de tus hijas, ni hinchado por ardid de quién sabe qué bicho microscópico. Te encontró en una cama alimentado de sueros. Y tú con ganas de comerte un pozole, una pizza, unas enchiladas; con ganas de devorarte el mundo. ¿Tienes hambre? Ay, Ale, tengo un hambre que yo no sé cuánta, que yo no sé cómo. No habías comido en más de un mes. Ignorante de achaques agudos, únicamente la privación de placeres menguaba tu ánimo.

¿Recuerdas cómo soñaba contigo? Nunca te lo conté, ahora seguro ya lo sabes. Estábamos en tu casa rodeados de una negra maraña nebulosa; nube oscura tu figura imponente, sordidez de tormenta a punto de estallar en mis oídos. Eras carne de sueño y sus confines inciertos, abarcabas el sueño en su extensión de palmo a palmo, la negrura de tus pies era la de tu cabeza y las facciones de tu rostro eran las huellas de un coloso de metal. Instalado en lo más hondo de mis miedos, te invocaba de noche para que saldáramos cuentas. Y tú que nunca rehuiste las peleas. Atacabas. Golpeabas. Apretabas los puños en mi pecho. Herías. Eras una ráfaga que agrede y no puede ser vencida. No puede ser tocada. Energía de Queequeg, Tashtego y Daggoo infundida en una carne, así de bruto y demencial te rebelabas a mi mente. Mis manos lentas se movían hacia tu cara y encontraban un hueco, un resquicio de nada en mi cabeza. Te golpeaba sin ver. Tus movimientos agrestes me cegaban y ningún golpe mío daba blanco en tu cuerpo. Me vencías en mis sueños, donde se suponía que yo debía ganarte, al menos. Lo que más me angustiaba no era que no pudiera golpearte, no era que tú sí pudieras hacerlo diestramente; no, lo que más me hería era el hecho mismo de desear lastimarte, el hecho mismo de tener la saña de vengarme de ti y no poder hacerlo. El sueño así devenía alegoría de la cobardía: quería encontrarte indefenso y abatirte; en cambio, no lograba siquiera amedrentarte en mi terreno. Me traicionaba a mí mismo atribuyéndote poderes superiores a los míos. El solo presentimiento de tu imagen atroz tenía efectos desoladores para el demiurgo de mis sueños.

Padre, abuelo, fuerza descomunal, violencia congénita, suerte de bestia de fuego que devora a sus hijos, prohibición absoluta, voluntad incontenible, interdicto inapelable, puño de hierro insoslayable, insondable, insoportable: un mito cuyo nombre era mi nombre, un nombre que se parecía al mío pero no era igual; porque en tu nombre las letras se adueñaban de una potencia descarnada que en el mío no tenían. En mí nuestro nombre era un nombre, Salvador; en ti era paradoja desolada: Salvador: dos caras iguales de la misma moneda. Y mi rencor contra ti era un rencor reservado para mí mismo. Pero a veces un hombre sólo es un hombre, un campo fértil para los abrazos, una mano para estrecharla cálidamente, unos ojos para sumergirse en ellos, unos ojos para nadar en otros ojos que no son los nuestros, pero que esconden el mismo afán nuestro de ser hombres. Los mitos los parimos en la mente, los cargamos de significados perennes y los volcamos sobre nosotros para que ejerzan su lacerante brillo en nuestro cuerpo, invención del espíritu que nos mancilla la carne. El mito nos oculta las caras, las transfigura y cercena la proximidad entre nosotros. Mas, por encima de los mitos, están los simples, excelsos hombres, verdaderamente existentes en su materialidad de todos los días, con su vida como drama o comedia inacabados. Y Salvador es sólo un nombre que te pertenece a ti, de carne y hueso, sin entrañas de símbolo maldito.

¿Se presiente, hermano, la muerte cuando ya está cerca? ¿La viste venir cuando se asomaba por tu cama? ¿Oliste su llegada cuando hablamos la última vez, cuando un poco apenado me dijiste que ya era hora de irme, que ya era tarde y que ya me habías ocupado todo el día en el aburrimiento de estar contigo cuidándote? Me pregunto todo esto mientras examino tu cara en el féretro por última vez. Ahora tu cuerpo es una especie de superficie cerosa de acabados brillantes, los pómulos se exaltan a un costado de los párpados sellados. En contraste con la frente intacta, las mejillas y sienes se hunden remarcando el cráneo, haciéndolo más una evocación de memento. Las costuras de los labios se han ido abriendo y las manchas inciertas en la base del cuello se han ido acentuando. El tórax permanece levantado por las costillas rígidas todavía, el vientre se asienta sumergido en tu columna, aquella fisura en el abdomen de los últimos días ha venido tiñendo tu camisa. Lombrices, moscas, hormigas asistirán a tu festín, a la fiesta que tu cuerpo les brinda para que te reintegren al ritmo sórdido de la vida; paraje encriptado en que tu cuerpo extinto es todos los cuerpos, cuerpo de cuerpos: cuerpo raíz, cuerpo larva, cuerpo cochinilla, cuerpo semilla, cuerpo hoja, cuerpo pasto, cuerpo polvo, cuerpo tierra, cuerpo arcilla, cuerpo óseo, cuerpo piedra; cuerpo mar, cuerpo arena, cuerpo sal, cuerpo pez, cuerpo sol, cuerpo concha, cuerpo palmera, cuerpo cielo, cuerpo risco, cuerpo niño, cuerpo pelota; cuerpo retórica, cuerpo verbo, cuerpo inmanencia, cuerpo recuerdo, cuerpo entropía, cuerpo atrofia, cuerpo tiempo —tiempo que es un cuerpo, cuerpo que es un tiempo—, cuerpo, cuerpo, cuerpo; soledad de llovizna en el cénit, trueno de ocaso silencio, voz sin palabra, palabra no dada, predicado no dicho, pregunta sin respuesta; tú, vacío; tu vacío; vacío tuyo; vacío de ti; vacíate; vacías; vaciaste; tú; tu; tuyo; ti; ate; as; aste, t, t, t, t, t, t ,t ,t ,t, t, t, t, t t t t t t t t t t t ttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttt