Mirada / No. 214

Estás viendo y no ves



Nuestro primer contacto fue por correo electrónico. Un tío sabía que pasaría por Viena en un viaje que tenía planeado y, a sabiendas de los pocos recursos con que contaba, me pasó el contacto de Roland para que me quedara con él unos días. Roland fue bastante meticuloso con las indicaciones para llegar a su casa y con todos los detalles logísticos para moverme en la ciudad tan pronto como llegara. Como buen mexicano imprudente, hice caso omiso de las múltiples instrucciones y quise buscar la dirección en algún mapa que compraría en la estación de trenes. Una vez ahí, y con el mapa en mano, todo se volvió muy complicado. Muchos andenes, muchas rutas, buses y, sobre todo, el sonido de una lengua tan ajena a mí como el alemán. Ya no estaba en Berlín, donde fácilmente cualquier persona puede comunicarse con un viajero en inglés. En este otro mundo, si acaso lo hablaban, lo hacían de una forma bastante incomprensible para mí. Sumido en la desesperación llamé a Roland, que me dio su teléfono por si había algún imprevisto —supongo que sospechó que no leería sus instrucciones y por eso me lo dio—. De nuevo, muy elocuente y muy preciso, respondió a mi llamada en apuros:

Si estás en la estación camina hacia el primer puesto de periódicos que veas; una vez ahí compra un boleto de tranvía para ocho días que sirve en todo el transporte público de Viena. En caso de que no lo uses completo me dejas el boleto y te pago los días restantes; si lo prefieres, también hay boletos válidos durante sólo 72 horas, quizás eso te conviene más. Lo dejo a tu criterio. Si llegaste a la Westbahnhof tienes que tomar la línea 18 del tranvía ahí mismo y viajar durante varias estaciones hasta que llegues a la línea 71, donde tienes que hacer un transbordo e ir en dirección a Schwarzenbergplatz durante dos paradas más y listo, estarás enfrente de la casa en la calle Rennweg. Cuando llegues toca al número 12. Aquí te espero.

Abrió la puerta y me recibió con un caluroso abrazo que no esperaba de un austriaco, quizás porque pensaba, erróneamente, que ese tipo de gestos son puramente latinos. Me ofreció unos huevos a la mexicana y un jugo de naranja mientras me instalaba en su sala, que era el lugar en el que dormiría. En ese momento descubrí que lo que estaba ante mis ojos era de otro mundo. Nunca había visto estos objetos: barajas, juegos de mesa o un cubo de Rubik, todos con marcas en braille, revelaban que la persona que me acogía era invidente. Regresé rápidamente a la cocina y ahí estaba él, guiándose con los dedos para saber si el vaso que servía estaba lleno, cortando la cebolla rápidamente en perfectas julianas ante mi estupefacta mirada. No sé si era por temor a que se cortara o por ver con qué agilidad preparaba un desayuno tan completo, de esos que no probaba desde hacía un par de meses, antes de salir de México. ¿Café? ¡Por supuesto! Había también jugo de naranja y un Apfelstrudel esperando a que terminara los huevos. Engullí todo lo que con maestría y generosidad me ofreció. Te escuchas muy sorprendido, ¿no te dijo tu tío que no puedo ver? Pues no, de todos los detalles había olvidado ése.

Tenía tantas preguntas para él, tantas cuestiones que desde muy temprana edad pensé acerca de los sentidos y la carencia de ellos. Solía caminar con los ojos tapados en mi casa para comprobar si así podría realizar las tareas cotidianas. Era inevitable la sorpresa de mi madre al verme como loquito deambulando alrededor de la casa con los ojos vendados haciendo, obviamente, desastre aquí, desastre allá. Pero en ese instante tenía por fin ante mí a una persona que realmente vivía y entendía el mundo con sólo cuatro sentidos. Después de eso, explorar la ciudad únicamente con mis ojos parecía un desperdicio. Ahora me interesaba conocer la escena musical clásica a través de alguien que experimenta el sonido como el mayor canal de comunicación con el mundo, y no sólo por medio de palacios y jardines.

Tuvo que pasar un par de días de recorridos por las calles y museos para que llegara el momento en que pudiera conocer más a Roland. Me gustó mucho toda la zona del Centro, sobre todo la catedral de San Esteban; es muy peculiar por las carrozas que al día de hoy transitan por esas calles. Resultaba imprescindible que fuera al pabellón de exposiciones de la Secesión vienesa —con su distintivo diseño arquitectónico propio del movimiento— y al Palacio Belvedere —que es don-de se encuentran las obras más conocidas de artistas como Gustav Klimt o Egon Schiele—, situado a sólo un par de minutos a pie desde la casa de Roland. También la Kunst Haus Wien me pareció un lugar interesante, desconocía el trabajo de Friedensreich Hundertwasser y quedé realmente maravillado; el edificio en su totalidad es un lugar alucinante con sus recorridos multicolores, plagado de formas irregulares tanto pictóricas como arquitectónicas. Después llegó el momento de la música. Empecé con la Mozarthaus, donde se supone que W. A. Mozart escribió Las bodas de Fígaro, pero no fue lo que había imaginado: me encontré con un lugar sumamente intervenido, a pesar de que había algunos objetos y muebles dignos de observar. Cerca de ahí me llevé una sorpresa, nunca habría imaginado toparme con un barrio japonés tan grande en Viena; había tiendas, restaurantes y puestos callejeros con artesanías. Después fui al Palacio de Schönbrunn, que es como el Versalles de los austriacos, y el recorrido fue bastante ameno. Salas y galerías enormes con altas ventanas, candelabros dorados, frescos en el techo y detalles en oro sobre las paredes. Los jardines son impresionantes y las vistas que ofrece la parte más alta del complejo arquitectónico te permiten admirar el paisaje imperial con mayor facilidad.

Le había dicho a Roland que iría a un concierto en la Orangerie del Schönbrunn. Interpretarían piezas de Mozart y Strauss, pero a él le aburre todo eso, piensa que la música comienza a partir de Mahler. A pesar de su opinión yo quedé maravillado con la experiencia. Escuchar “El Danubio azul” de Strauss en un palacio y piezas de Mozart donde él mismo ofreció algún concierto no tiene precio. Finalmente me sentí en Viena.

Al día siguiente, Roland me invitó a un centro de apoyo para migrantes al que solía ir para ayudar en lo que se ofreciera. Ese día él era el encargado de preparar pozole. Para eso sí necesitó de mi ayuda, mas no de mis ojos, sino con la logística de transporte. Mientras yo deambulaba en soledad junto a las tumbas de Beethoven, Schubert y Strauss en el Zentralfriedhof, él realizó múltiples compras y cocinó todo, ante mi evidente ignorancia pozolera.

Los cementerios tienen algo especial por el silencio y tranquilidad con que uno puede caminar, nunca me han parecido tétricos, por más que los cuervos hagan de la escena algo fúnebre. La primera tarde que salimos juntos me di cuenta de que él se movía por la ciudad con las mismas instrucciones que me había dado para llegar a su casa. Era increíble el mapa que tenía en su cabeza y que, con precisión, seguía hasta su destino, casi tan increíble como descubrir que un pozole cocinado por un austriaco invidente en Viena podría estar delicioso. No me asombró, por otro lado, la alegría que despertaba Roland entre los migrantes y demás personas que acudieron a la cena; su calidez, generosidad, amabilidad y constante sonrisa eran un deleite. Pero a veces, en su necedad por ser completamente independiente y hacer muchas cosas, se desesperaba y no se dejaba ayudar. Rompió dos platos pozoleros y atascó el fregadero. Esto no es algo que le sucediera antes, tie-ne que ver con que ha perdido un poco la agudeza con la que solía escuchar.

Fue hasta el último día de mi visita que pudimos platicar largo y tendido, de una forma más personal y con confianza. Roland sacó una cámara y me preguntó si podríamos tomarnos una foto juntos para mostrarla a su familia. Curioso detalle porque no fui yo, que soy artista, el que hizo la propuesta. Antes de tomar la foto me pidió conocer mi cara, tocarla, así podría saber cómo soy y qué enseñaría a su familia. Me intrigaba mucho saber qué pensaría un invidente acerca de un objeto cuya finalidad es producir imágenes. ¿Qué sería una imagen para él? Después del reconocimiento facial y de hacer las fotografías pudimos platicar de todas estas cuestiones. Ya había visto, en el enorme mapa del mundo situado en la pared principal de la sala, que tenía marcadas una infinidad de ciudades a lo largo y ancho de México, desde el norte hasta el sur; abarcaba montañas, playas, selva, grandes ciudades y pequeños pueblos. Pero no sólo México estaba lleno de marcas: también otros países, por eso pensé que cocinar huevos a la mexicana o hacer pozole eran gestos de un buen anfitrión.

Me contó que a lo largo de su vida había viajado 17 veces a México y que, además de turistear, había vivido un par de años ahí porque daba clases de alemán en la UNAM. Después de verlo en acción en la cotidianidad austriaca me di cuenta de toda la infraestructura disponible para alguien como Roland que puede encontrarse en las calles y en el transporte público, y de las múltiples adaptaciones a aparatos para la vida cotidiana, como la computadora. Con su teclado en braille, él podía comunicarse con todos los amigos que tiene en diversas partes del mundo. En cambio, no creo que la vida en México haya sido tan sencilla para él. Nuestras tierras le fascinaban, pero aquí la infraestructura era limitante: no es lo mismo agarrar un micro entre Eje 10 y Cerro del Agua, que tomar el tranvía de la línea 71; tampoco lo es caminar por Rennweg que hacerlo por Avenida Revolución. A pesar de que vivir en México significaba renunciar a la independencia con la que se movía en Viena, me dijo que le encantaba que somos una cultura más dispuesta al contacto físico, y que gracias a ello podía sentir la cercanía de las personas aun sin haber establecido previamente un vínculo. Sólo hace falta un poco de confianza y se lanza a ello, como pasó conmigo. Además de eso, hay más olores en las calles de la Ciudad de México que en cualquier ciudad europea, y sonidos ni se diga. Roland recuerda con mucho cariño sus expediciones a Chiapas; para él lo más significativo fue el cariño de la gente, los abrazos, el olor del café, el sonido de la selva. Su primera experiencia en el Pacífico fue inolvidable; nunca había escuchado unas olas tan violentas ni había sentido una brisa tan cálida. Se quedó de pie largos minutos dejando que el viento arrastrara la arena hacia su pecho y que el agua templada acariciara con delicadeza sus pies una y otra vez a la orilla del mar. A pesar de no poder ver el atardecer, logró sentir los últimos instantes en que el sol incandescente calentaba su piel, ya no era el sol del mediodía, se escondía en el horizonte y abría paso a la noche.

Era sorprendente escuchar cómo describía los lugares que más le habían gustado, como el Centro de Coyoacán. Me contaba que para él era hermoso porque podía quedarse sentado por horas escuchando la fuente, al organillero de fondo, niños jugando, un perro olfateando por ahí, el sonido de los árboles; sentir las calles y, sobre todo, estar en una banca esperando a que llegara un desconocido al que pudiera preguntarle cómo era aquello que le rodeaba. Para él es muy importante conocer los lugares con personas que hagan buenas descripciones. Aunque conoció Coyoacán con un amigo suyo, era un lugar en el que sentía que podía quedarse solo, paseando, sentado, hablando con gente o escuchando. Le gustaba tocar los arbustos y las paredes, dejarse llevar por los olores, los sabores y tantas cosas propias de la cultura mexicana que este barrio le ofrecía en un espacio relativamente reducido. Podía quedarse horas en los Viveros escuchando el sonido del tezontle y las pisadas de los corredores, o pasar el tiempo en algún café del Jardín Hidalgo oyendo a los comensales y a los paseantes. Siempre encontraba un lugar en el que valía la pena dejar que sus cuatro sentidos le permitieran tener una buena experiencia. El Centro Histórico también le gustó, pero allí no sentía que pudiera quedarse solo porque es mucho más grande y hay menos lugares para sentarse, menos árboles que tocar y demasiado ruido.

En especial, Roland se llevó gratos recuerdos de la unam, pues además de ser el lugar en el que trabajó durante dos temporadas, recorrerla fue para él una experiencia espacial y sonora muy interesante, eso sí, al lado de alguien conocido. Le pareció increíble transitar por un campus universitario que tuviera tantos desniveles, caminos a lo largo de vegetación y edificios, plazas, piedras, campos. Después de haber visitado varios sitios arqueológicos —como Xochicalco, con jerarquías en el terreno, basamentos, grecas en el relieve de los edificios y todo lo que estuviera al alcance de sus ojos de diez dedos— sentía que caminar en Ciudad Universitaria era como estar en una ciudad mesoamericana. Roland andaba por los rincones de cu y sentía cómo los edificios alrededor de Las Islas albergaban conocimiento y aprendizaje vivo; escuchaba a miles de personas coreando goyas en el Estadio Olímpico Universitario. En el Centro Cultural Universitario percibía un silencio que invitaba a la meditación, al trance y a la alucinación; recorría y tocaba las múltiples esculturas hasta concluir con la esplendorosa obra de Land Art que evoca al cosmos: el Espacio Escultórico. La Sala Nezahualcóyotl, donde el canto y la música de los dioses se magnifica, es uno de sus edificios favoritos. Caminar a lo largo de tantos sitios con sonidos tan diferentes —por la gente, la vegetación, los coches, la arquitectura y el eco de sus pasos— fue para Roland un deleite sonoro y táctil. Disfrutaba caminar por el Callejón de la Salmonella, con su particular olor; atravesar la Facultad de Medicina y aparecer en una plaza donde la cascarita, el cotorreo y el estudio resaltan; subir por la Torre de Humanidades II, llegar a los frontones, sentir la roca volcánica en las paredes y escuchar el golpe de las pelotas una y otra vez. Entiendo por qué Roland quedó maravillado con ese lugar. A mí, de por sí, me apasiona, pero mis ojos me impiden imaginar lo que él construye en su mente cuando recorre cada parte de CU, para él es un sitio arqueológico vivo. ¡Qué maravillas están ahí ante nosotros! Tengo la impresión de que él se siente más en los lugares, pues a veces yo sólo los veo, pero también hay que escuchar, oler, tocar. En cuanto al sentido del gusto, no será necesario entrar en detalles; si hay algo en lo que estamos de acuerdo todos los mexicanos es en que nuestra gastronomía es inigualable, y forma parte de cualquier momento, viaje o plática. A Roland le sorprendía que en las conversaciones entre mexicanos eventualmente todo conducía a la comida.

Finalmente, me dijo que ha vivido 52 años muy felices, que a veces piensa que no le hace falta ver, pero que no soportaría dejar de escuchar. Su sentido del oído siempre ha sido muy sensible, así lo desarrolló, igual que el tacto, pues sus manos son sus ojos. Ha sido invidente toda su vida y es sorprendente su capacidad de imaginar, su destreza, su habilidad espacial y, sobre todo, su perseverancia. Por desgracia, tiene una enfermedad degenerativa y comenzaba a presentar problemas con el oído. Eso sí le afectaba, hacía que por momentos su sonrisa se convirtiera en gestos de desesperación. Después de una interesante plática, llegó el momento de despedirnos. Cuando nos dimos cuenta, era medianoche y yo tenía que partir al día siguiente a Zúrich con un amigo que me esperaba. Aún me quedaban muchas preguntas y quería muchas respuestas, pero me limité a agradecerle la hospitalidad, la confianza y la enseñanza. Me abrió los ojos. Al día siguiente nos despedimos rápidamente con un abrazo y por última vez vio con sus manos cómo era yo. Gracias a Roland el resto de mi viaje fue maravilloso, tanto los días en Viena como en los siguientes destinos. Nada fue igual. Me sentí más presente en cada ciudad y en cada momento. Disfruté aún más la comida, dejé que mis manos tocaran el mobiliario urbano, las construcciones, la naturaleza. Permití que mis pies sintieran las calles, la tierra, el pasto; que mi cuerpo entero sintiera el viento, la lluvia y el frío. Olí con mayor atención lo que cada ciudad podía ofrecerme, la vegetación, la gastronomía local, el olor a metro, a museo, a iglesia, a gente. Escuché con más atención el crujir de las hojas, las pisadas en la nieve, la música callejera, los sonidos del mercado, las diferentes lenguas.

Muchas preguntas me acompañaron el resto del viaje. ¿Cómo podría entender Roland qué es el Sol, esa inmensidad de la que apreciamos un cachito? ¿Qué podría imaginar sobre lo que es la luz, el color, eso que está tan presente en mi trabajo? ¿No es la luz ausencia de oscuridad? Pero ¿cómo entender la oscuridad si no hay luz? ¿Será para él la luz el calor intenso que siente al acercar sus manos al fuego? ¿Cómo entender el universo sin el principio básico de la observación? ¿Qué sería de nosotros sin las estrellas y sin un objeto como el telescopio para observarlas? ¿Acaso no hemos construido nuestra idea del universo, de lo que somos, a través de lo que vemos? Vivimos demasiado apegados a la imagen que tenemos del mundo y a la producción de imágenes de nosotros mismos. Roland es de las pocas personas que conozco que no tiene ninguna máscara, no se esconde en gestos que no siente, no se llena de objetos que no necesita, no ha creado una imagen de sí mismo con la que desee proyectarse a los demás. Es franco, transparente. Se sorprendería si le contara lo que hacemos ahora con los celulares, lo que la gente hace en las redes sociales. Cuando lo conocí ese fenómeno apenas empezaba y la resistencia analógica era numerosa, ahora sólo conozco un par de personas que no tienen un smartphone.

Intento recordar aquellos días en que estuve con él pero todo comienza a verse un poco borroso, han pasado siete años y ese encuentro me sigue intrigando tanto como aquel día en que me despedí de Roland para emprender camino. Conocerlo me hizo disfrutar mi viaje, pero también me ayudó a ser un mejor pintor y escultor, a entender mejor la fotografía que quería empezar a hacer. ¿Por qué limitarme a lo que veo detrás de la lente? ¿Por qué pintar sin volumen ni textura? ¿No son los objetos en sí y sus características físicas más consistentes que la imagen que quiero dar de ellos? ¿Necesito realmente pinceles? ¿Es indivisible el negativo fotográfico de la imagen que revelamos? En ese momento supe que debía escuchar lo que mi ojo fotografiaba —además de los sonidos que los paisajes urbanos y naturales podían ofrecer—, que debía sentir, conocer y reconocerme en los ojos de aquellas personas cuya luz quería reflejada en mis negativos, y que éstos no necesitaban un cuarto oscuro para re-velar ante mí una imagen; dejaron de ser el medio y se convirtieron en el fin. Aprendí que mi pintura se veía, pero también se podía tocar, que tenía sonido y debía ocupar un espacio. Así pues, emprendí una nueva aventura con mi trabajo, abandoné los pinceles y decidí estar en contacto con el material. El lienzo se convirtió en escultura y la pintura en un objeto que se apoderaba de éste modificando —con profundidad y volumen— su trayectoria por los pliegues de la tela con yeso y cemento, esos polvos mágicos que con la sutileza del agua se transforman en piedra ardiente; la composición sería el resultado de ambos, el so-porte y la combinación de materiales. Mis instalaciones pictóricas involucraron el sonido, pues el juego de azar y probabilidad tenía un ritmo sonoro además del patrón de color; asimismo, el lienzo dejó de estar sólo en la pared y se convirtió en el suelo que recoge todo lo que acontece en el estudio. La fotografía se transformó en una secuencia audiovisual donde el negativo fotográfico era el testigo objetual, una línea temporal material, y el casete el oído de la cotidianidad; juntos se conjugaron para narrar historias desde otra perspectiva, con la misma importancia para la imagen y el sonido. Ahora toco mis cuadros, piso mis instalaciones, escucho mis fotografías, siento con mis manos la frescura de la pintura y lo áspero de los materiales de construcción.

Estoy seguro de que la próxima vez que vea a Roland se alegrará mucho al saber que gracias a él todo mi trabajo cambió. Por fin pude ver de verdad y prestar más atención al resto de los sentidos, dándoles la misma importancia a todos. Tendré muchas preguntas para cuando nos reencontremos, pero ya no busco una respuesta suya, sólo espero que compartir unos días con él me sirva para abrir más los ojos y ver lo que está frente a mí, todo eso que él, invidente, realmente puede ver.