Mirada / No. 214

Miradas de sí


Hay una escena en un cuento de Oscar Wilde que se cristalizó en mi memoria infantil: un enano deforme, que fue extraído de la vida silvestre, se ve por primera vez en el espejo y descubre que es un monstruo. La imagen de sí, del burdo adefesio, le rompe el corazón y muere.

Una de mis actividades constantes, en consecuencia, era mirarme en el espejo. Me hacía exámenes minuciosos. Descubrí cada parte de mi rostro, memoricé la forma de mis cejas, la profundidad de mis ojos y la extensión de mi nariz. Le di seguimiento a cada uno de mis cambios. En particular me miraba la cara, porque de algún modo, en mi entendimiento, ahí estaba la identidad. Me miraba con insistencia porque tenía una preocupación: la probabilidad de desconocer cómo me veía. Me carcomía la idea de que tal vez podía tener una imagen equivocada de mí misma.

Enseguida Shakespeare me trajo una nueva angustia infantil: “¿Qué hay en un nombre? Eso a lo que le llamamos ‘rosa’, con cualquier otro nombre olería igual de dulce”. Pronunciaba mis dos nombres y me miraba en el espejo. Intentaba hacer una vinculación o una ruptura que me diera certidumbre sobre mí. No había claridad. No había marco de referencia alguno que me ayudara a tener seguridad sobre quién era yo.

 
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La preocupación sobre mi propio desconocimiento siguió conmigo. Sin embargo, poco a poco, descubrí nuevos niveles. Me dejé de mirar al espejo, pero ponía mucha atención, por ejemplo, a lo que los demás decían de mí. Me preguntaba si me correspondían las palabras que empleaban para decir, lo que fuera, sobre mí. No sabía si tomar en consideración las evaluaciones inmediatas o las antiguas, ni distinguía cuál de mis propios juicios era el adecuado.

Cuando alcancé la pubertad concluí que las narraciones de los demás y las propias son diferentes dimensiones sobre mí. No todas verdaderas o falsas al mismo tiempo, pero todas dimensionales. No podía negar, por ejemplo, el trato agrio que tenía con Laurita, ni la dulzura extrema con la que simpatizaba con María. Laurita tenía razón cuando afirmaba que era grosera e insociable, pero María también tenía razón cuando decía que yo era dulce y tierna. En mí cabían la grosería y la ternura. Con seguridad había más versiones válidas mías. En todas de algún modo yo, pero de otro modo no. Podemos decir, pensaba, que somos seres multidimensionales y poliédricos como afirma Ireneo Funes. Somos distintos, según la circunstancia en que somos mirados y, en consecuencia, en que nos miramos a nosotros mismos.
 
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Amélie Nothomb escribe varias obras durante el mismo año y al final selecciona una para hacerla pública. Inevitablemente ha escrito sobre ella misma. Hay una en la que recuerda sus primeros años de conciencia y se describe como un tubo vegetativo. En otra revela una historia de amistad íntima, y en otra más, su estancia en Japón; aunque declaró ya, en distintas entrevistas, que su obra autobiográfica tiene mucho de ficción. Llama la atención, por otro lado, un libro de ficción —Biografía del hambre (2004)— del que ha dicho públicamente que surgió de su experiencia con los trastornos alimenticios y que tiene mucho de autobiográfico.

Llevé diarios desde que iba en la primaria. Me gustaba leer y me gustaba el drama. Escribí sobre todo aquello que me generaba un conflicto interior. No tardé en descubrir que mentía en mis diarios. Mentiras apenas perceptibles que, a mis ojos, mejoraban la narración. Intenté no mentir, pero entonces algo perdían las historias. Pensé que un día iba a olvidar mis mentiras imperceptibles y que las tomaría por ciertas. Nunca sucedió. Pasaron los años y en cada relectura podía distinguir mis adornos en las historias.

Platón excluyó a la poiesis de la República por estar tres veces alejada de la verdad, aunque había otro problema: no hay verdad. Todas mis versiones adornadas de mí no eran yo, no existía un yo unívoco y cristalino. Las ficciones que agregaba a las narraciones sobre mí también daban cuenta de quién era. No podemos decir que la ficción es propia de la literatura, sino que es propia de lo humano, es decir, que Nothomb no entra en contradicción cuando clasifica sus obras.

En Metafísica de los tubos dice la autora: “Los ojos de los seres vivos poseen la más sorprendente de las virtudes: la mirada. No existe nada tan singular. De las orejas de las criaturas no decimos que poseen una ‘escuchada’, ni de sus narices que poseen una ‘olida’ o una ‘aspirada’ ”. Unas líneas adelante continúa: “¿Cuál es la diferencia entre los ojos que poseen una mirada y los ojos que no la poseen? Esta diferencia tiene un nombre: la vida. La vida comienza donde la mirada”.

La mirada es tan íntima y particular como un lunar en la espalda: nos contiene. La mirada da cuenta sobre quién la posee y no sobre lo que mira. Parece una paradoja, entonces, decir que existe una cosa tal como la mirada de sí; ver, como en un espejo, que nuestra mirada nos mira de vuelta. El ejercicio se trata de identificar nuestras ficciones, de descubrir cómo nos miramos.
 
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Más o menos una década después volví a leer el cuento de Wilde y recordé la otra parte del texto. Los seres del bosque ven en el monstruo a alguien bondadoso. Saben de él que los cuida y los alimenta cuando es necesario. Recuerdan que era una criatura feliz y lamentan su situación. En contraparte los humanos lo humillan por última vez y piensan que es necesario que el próximo entretenimiento no tenga corazón. El enanito no muere por causa del desconocimiento de su imagen, muere porque entiende que se burlaron de él. No se desconocía a sí mismo, mi lectura fue inadecuada, sino que desconocía la mirada de los otros. Fue el perjuicio de los otros sobre él lo que partió su corazón en dos.

Somos seres poliédricos y cambiantes, entretejidos de narraciones. Sin embargo, hay algo todavía más importante que las narraciones: la mirada. La elección de las palabras que pronunciamos, la intensidad o desgano de la voz, la extensión o los cortes por la mitad que hacemos a algunas palabras, o el ardor con que son expulsadas dice más que lo dicho. Ahí revelamos nuestra mezquindad humana, nuestra furia animal o nuestra más terrible vulnerabilidad.