Mirada / No. 214

Detrás de los cerros



Cuando era adolescente, coleccionaba fotografías de músicos que visitaban Teotihuacan. Las guardaba en una carpeta de la computadora. Me gustaban sobre todo las que se tomaban en la cima de una de las pirámides porque invariablemente los despeinaba el viento. Como nunca me enteraba de inmediato, sino unos días después de que habían estado ahí, intentaba descifrar si había existido la posibilidad de encontrarme con alguno de ellos. Un día, la computadora familiar se descompuso y perdí todas las fotografías. No volví a coleccionarlas.


Sobre las formas de rescate y conservación de objetos antiguos, los arqueólogos merecen consideraciones aparte. En un artículo, Eduardo Matos Moctezuma desmiente que Leopoldo Batres —nieto de Porfirio Díaz y uno de los primeros en hacer trabajos arqueológicos en Teotihuacan— haya usado dinamita para desenterrar la Pirámide del Sol. No se menciona quién inició el rumor, pero sí que ni siquiera los principales críticos de Batres —Manuel Gamio, Ignacio Marquina, Rémy Bastian o Ignacio Bernal— habían llegado a semejantes acusaciones. Al parecer, los ánimos —y más que nada la prisa— por la celebración del centenario de la Independencia de México hicieron que Batres modificara, velozmente y sin los cuidados pertinentes, algunas secciones de la Pirámide. Pero nunca con dinamita. Díaz visitó la zona un par de veces, y para las celebraciones se organizó un congreso internacional que convocó a otros interesados en desenterrar ruinas prehispánicas a lo largo del continente. Ahí terminaron los trabajos de Batres en Teotihuacan.

Muchas veces me he cuestionado cómo se definen los límites ante la posibilidad de dejar lo que se encuentra como está o darle nuevas formas. Si la creación rara vez se separa del impulso que lleva el descubrimiento, me pregunto cómo es que los arqueólogos se resguardan de sus jaloneos. Su trabajo frente a un arsenal de picos y brochas. En el registro de Batres sobre sus días en las ruinas teotihuacanas se vislumbra esa tensión: él había visto la ciudad hecha pedazos —el fuego había consumido, "cual otra Troya", el laberinto de patios y cuartos—, pero le pareció que "la manera más apropiada para consolidar los monumentos" era pedir a los albañiles que unieran los pedazos de toba volcánica con cal, arena y cemento. Teotihuacan, más cerca de Troya y de Pompeya, se alejó de ellas con esa reconstrucción. Las ruinas nos confrontan con el presente, aunque no estemos listos para ello. Tal vez por eso los arqueólogos posteriores a Batres nunca mostraron simpatía por el trabajo que hizo, porque sólo les dio la posibilidad de analizar a los teotihuacanos a través de él.

Sin más fuentes directas que la arqueología, las investigaciones posteriores tienen que considerar, necesariamente, esas excavaciones.

En 1865 —cuando la Comisión Científica de Pachuca fue designada para hacer el primer acercamiento a la zona—, el reporte del presidente, Ramón Almaraz, enfatizaba el origen de la información que se presenta: "de lo que he oído relatar a los vecinos de la comarca". Ni fundamentos ni conocimientos arqueológicos ni tiempo para consultar relaciones históricas. Su texto es el registro crudo de lo que encontró y dejó intacto. En una fotografía, el primer plano lo ocupan los agaves y la maleza. Al fondo se ve un cerro. Luego, en una panorámica, detrás aparece la silueta fantasmagórica de un conjunto de cerros. Si no fuera una toma del siglo XIX, habría creído que se trata de un efecto fotográfico más reciente.

En el Códice Matritense, fray Bernardino de Sahagún recoge el mito que relata los intentos de los dioses por crear al hombre, cuatro soles o edades fallidas. De acuerdo con los informantes del franciscano, el nacimiento del Quinto Sol, la edad del hombre nahua, se llevó a cabo en Teotihuacan. Los dioses se habían reunido para decidir quién sería el que se arrojaría a la hoguera. Tecuciztécatl, el señor de los caracoles, mostró su disposición con arrogancia, pero tras vacilar en cuatro ocasiones no logró lanzarse. Sin temor, Nanahuatzin, un dios enfermizo, fue directo a la pira y se convirtió en Sol. Cuando Tecuciztécatl se dio cuenta, fue detrás de él. No obstante, como ya no podía ser Sol, mudó en Luna. En el cielo, los astros se mantenían estáticos, así que, después de pensar cómo resolverlo, el resto de los dioses se sacrificó para darle más fuerza al Sol. Sólo su muerte dio origen a las noches y los días, y todos se pusieron en movimiento:

[…] los niñitos, los viejos,
las mujercitas, las ancianas.
Muy lentamente, muy despacio se fueron,
allí vinieron a reunirse en Teotihuacan.
Cuando una mujer moría, la invocaban como ser divino, con el nombre de "lechuza", y si era hombre, con el nombre de "faisán":

Despierta, ya el cielo se enrojece,
ya se presentó la aurora,
ya cantan los faisanes color de llama,
las golondrinas color de fuego,
ya vuelan las mariposas.
La muerte de los dioses dio origen a las mujeres y a los hombres, pero cuando alguna o alguno moría se convertía en dios. Por eso se llama Teotihuacan, "lugar donde se hacen los dioses".

Durante muchos años viví alrededor de los restos de esta ciudad. La entrada que lleva a la Pirámide del Sol está a 800 metros de la casa de mis padres, una caminata de ocho minutos. Cada vez que algún compañero de la escuela me preguntaba si vivía dentro de una pirámide le decía que sí, aunque no fuera cierto. Ya perdí la cuenta del número de veces que he visitado Teotihuacan, pero hay un rastro de recuerdos que me lleva hasta la infancia. Cada 21 de marzo, el día del equinoccio de primavera, se realizaban visitas familiares. Mi abuela me llevaba con unos primos que me caían mal: eran expertos en burlas desdeñosas y aventaban piedras a los animales que veían. Además: el calor, que no te hacía sudar, pero se las arreglaba para que el dolor se instalara poco a poco en tu cabeza, hasta que se convertía en una migraña insoportable.

Tiempo después hubo excavaciones a la vista de quienes recorríamos el circuito externo: se podían ver los trabajos desde el camino empedrado que rodea la zona arqueológica. En un lote se construían las salas de un museo cuyo propósito me era difícil entender, pues para conservar algunos objetos tuvieron que derribar otros —por los que solía existir un empeño obsesivo de inmutabilidad—. Si las ruinas eran para trasladarnos al pasado y asi encontrar en sus entrañas un indicio de lo que somos ahora, buscar un pasado en una construcción recién hecha no me parecía una fuente profunda de reencuentro. Por el contrario, mi perspectiva se modificó: nada de eso era importante.

Vivir entre pirámides y templos que aparecen y desaparecen te aleja del asombro y de la sorpresa: sabes cómo llegaron esas piedras ahí. Esta conjetura marcó el inicio de un alejamiento geográfico y emocional. Cuando las discusiones públicas giraban en torno a la posible construcción de un Walmart cerca del conjunto central, a mí sólo me interesaba que no desalojaran a mis padres.

El eje de las protestas por su construcción era un temor de orden espiritual: la pérdida de la raíz. Para Emma Ortega, integrante del Frente Cívico en Defensa del Valle de Teotihuacan, no sólo es necesario respetar las pirámides, también su entorno. Los cerros y la vida silvestre son parte integral de la ciudad antigua. De acuerdo con Anish Kapoor, las cualidades silenciosas de una obra sólo pueden mostrarse cuando tienen el espacio para hablar. El espacio que va más allá de los objetos físicos.

Sin él, también los rasgos poéticos de la obra desaparecen. Y, si perdemos el espíritu poético de una obra en nuestra cultura, afirma, lo perdemos todo.

Emmanuel D'Herrera Arizcorreta, otro de los defensores del valle, fue detenido por "intentar explotar un artefacto de bajo poder" en el entonces recién inaugurado Walmart. Desde la cárcel, escribió una carta don-de denunciaba la complicidad de la transnacional con el Estado y advertía la necesidad de ponerle un alto. Murió al año siguiente dentro del penal Neza-Bordo, en el Estado de México. Dos años más tarde, el New York Times publicó una extensa investigación sobre los sobornos hechos por la compañía Walmart a gobiernos locales y autoridades mexicanas, para conseguir las licencias que permitieron construir sucursales en zonas originalmente prohibidas, como la de Teotihuacan. En lugar de investigar a fondo, los esfuerzos de todas las partes se dedicaron al control de daños. No hubo detenidos ni culpables.

"El origen no se conoce al principio. Los orígenes se descubren a lo largo del recorrido", escribe Christiane Burkhard. A veces, cuando las excavaciones son muy profundas, es inevitable perderse. Si bien no hay garantía de encontrar respuestas, al remover la tierra hacemos un intento para acercarnos al pasado.

En el Códice Matritense también se habla de los cerros:

Una pirámide es como un pequeño cerro,
sólo que hecho a mano.
Debajo de los cerros hechos a mano nacían los dioses. Tal vez los teotihuacanos dejaron crecer la yerba para que nadie molestara las tumbas. Con los años, como en la fotografía de los primeros exploradores, se confundirían con el paisaje.

Para los mayas, cuenta Burkhard, las montañas representaban el lugar de origen, el sitio al que uno va con los ancestros, al que regresa cuando muere. Por eso ellos tampoco pensaban en pirámides, sino en edificar montañas.

Teotihuacan fue una ciudad cosmopolita, en ella hay rastros de la cultura maya y la zapoteca. Sin embargo, nos recuerda Matos Moctezuma, las fuentes históricas "corresponden a la visión que pueblos posteriores tuvieron sobre el lugar", de tal manera que todas estas historias son imágenes que ha construido un ojo interior. No hay forma de saber si esa idea sobre los cerros fue de los mayas o de los teotihuacanos, pero me gusta imaginar que se trató de una coincidencia que los unió sin buscarlo, en aquellos tiempos y en éstos.

"Quizás no exista tal cosa como una raíz inicial, sino sólo eslabones conectados de una manera misteriosa y holgada", propone Burkhard. En nosotros queda la búsqueda y, la mayoría de las veces, sólo la espera de apariciones azarosas.

De acuerdo con la arqueóloga Linda Manzanilla, Teotihuacan fue uno de los primeros centros urbanos de Mesoamérica: no sólo por el asentamiento de un gran número de personas, también por la complejidad de sus productos y las enormes distancias que alcanzaban sus relaciones comerciales. Pero como cualquier otro centro urbano, llegó un momento en el que su crecimiento fue insostenible. Manzanilla afirma que el deterioro del medio ambiente, los conflictos entre las élites y los problemas con los grupos que habitaban los valles contiguos son factores que influyeron en la caída de esta ciudad. Después del incendio en la parte central de la zona, alrededor del año 550 d. C., los habitantes la abandonaron paulatinamente. Nadie, después de todos estos siglos, ha dejado que la destruyan o la modifiquen por completo.

En un mundo en el que todas las cosas están definidas por su uso, uno se puede preguntar para qué sirven estas ruinas. Quizás, al abandonar la ciudad, los teotihuacanos querían regalarnos esa posibilidad de escribir nuevas historias. Que no tuviéramos una sola respuesta sino muchas preguntas. Los restos de otros tiempos están ahí para tratar de salvarnos del pasado y quizá, después de todo, por eso debamos cuidarlos, restaurarlos o reconstruirlos, incluso cuando apenas queda el mínimo rastro de lo que fueron originalmente. No es la forma, es el significado: lo que pueden representar.