Mirada / No. 214

Cinema


Era legal viajar en el tiempo. Era legal hacer y deshacer dimensiones. El tiempo se convirtió en un esclavo más de nuestros deseos. La única advertencia, esa que venía en las letras pequeñas de las máqui nas del tiempo hacedoras de portales aleatorios, era que no siempre se partía a una dimensión de la que hubiera manera de regresar. El riesgo de saltar cuánticamente era atorarse en medio del sinfín de universos.

En ocasiones, por meras situaciones vástagas del azar, dos o más por tales cuánticos acababan en el mismo lugar. Había parques que tenían más máquinas del tiempo que árboles, edificios de departamentos con portales cuánticos en cada espejo del baño. Sobrepoblación, sobrein formación, sobrecreación de realidades.

Así, ella veía entrar y salir a todos en el reflejo de la televisión de su co cina; la casa era un mero hotel de paso. Le gustaba pensar en su hogar como un aeropuerto con un par de pistas de despegue y aterrizaje, pues a sus espaldas había un pequeño patio por el cual saltar a dimensiones distintas. Se acostumbró a ser una terminal con dos portales a la misma distancia del centro del patio, pavoneando simetría interespacial.

A veces, sus hermanos, en versión niño, llegaban a preguntarle cosas, creyendo que ella, con su largo cabello canoso, era su abuela. Otras, lle gaban en versión anciana, con recuerdos de otras vidas, y trataban de filosofar en medio del aroma del café. Entre las millones de posibilida des, le resultaba curioso que fueran justo ellos quienes acababan jalán dole de la blusa para que describiera los alrededores, para que evocara la nieve que ella sí conoció, o los pájaros de los cuales todavía recor daba el nombre. Por supuesto, había otras veces en que gente extraña terminaba en el patio. Todos aceptaban un refrigerio antes de explorar el 2059. Nadie permanecía ahí mucho tiempo.

Ella hacía algo que no era ilegal, pero que todos consideraban inútil. Tenía su máquina del tiempo conectada a la televisión. Seleccionaba la fecha y reproducía recuerdos. No había mejor filme que el de su propia vida. 4 de abril de 1995. 4 de abril de 2000. 4 de abril de 2002. 4 de abril de 2008. 4 de abril de 2010. 4 de abril de 2017. 4 de abril. Veía pas teles de cumpleaños, veía los regalos, veía a la gente, veía los gestos. Todo veía.

Se pasaba los días frente a la tele, mientras no hubiera alguien para interrumpirla. La música de su vida era la que vivía de fondo en sus recuerdos. En vez de rememorar, la película le daba siempre detalles nuevos, rasgos que se le habían escapado y que ahora estudiaba: los casi imperceptibles poros de la porcelana, las marcas de labios rojos en los vasos, el humo del cigarro perdiéndose en las lámparas del techo.

Sin embargo, desde hacía unos meses, se había dado cuenta de que su memoria se iba apagando. Ya no podía dormir acordándose de viejas voces o colores; se acababa extraviando en la oscuridad, intranquila, sin certezas, con su mente sin señal alguna. Ahora entendía lo que era morirse, morirse por dentro.

Lo más fácil sería regresar, zambulléndose en un portal, en el pasado, cuando su cuerpo no era flácido, cuando su sonrisa era ancha y cuando todo era simple. Pero eso... eso significaría renunciar a la máquina del tiempo. Los cumpleaños la abandonarían, los abrazos acabarían diluyéndose en su moribunda memoria. No podía dejar eso, lo que valió la pena. 30 años llevaba ya mirando la televisión, sabiendo que uno de millares de portales podría regresarla al pasado, pero sin la certeza de saber cuál.

Seguía, por tanto, en la mesa de la cocina, mirando la televisión, una homo videns de un pasado remoto, oyendo a sus espaldas los portales que dejaban pasar a los extraños, a los viajeros y a las personas que alguna vez quiso, pero que no eran su gente. Detrás de ella, las personas saltaban, de dimensión en dimensión. Detrás de ella, la humanidad se reinventaba.

Pero lo que ella quería era que le quedara solamente un 4 de abril.