Mirada / No. 214

El vuelo del axolote
 
 


I

Un sonido largo anuncia en falso el cierre de puertas. Servicio pésimo: transporte público: el del metro. Más de un usuario recordará la promesa de campaña de Mancera de no aumentar el pasaje; ya electo, lo contrario: "pero mejorará". "Pinches mentiras", pensará la gente mientras el ahogo continúa y el tren avanza de golpe.

El silencio lo rompe un borracho en el vagón. Es mediodía y no parece desvelado. Unas damitas no disimulan la risa. Aquél quiere platicar pero todo mundo lo ignora, hasta que se me acerca.

—No, si es una tortura venir en el metro, ¿verdá, rey? No, si con los cinco pesos compraran trenes buenos, pero éstos ni madres. ¿Qué vienes escuchando?, ¿a Café Tacuba?, ¿no?, no te saques de pedo. Acá la banda se siente wacha wara neim. A ver, ¿qué traes? —me quita un audífono—, no, sí está muy loco, acá como para el bello amanecer. Se antoja un toque, ¿a poco no?, o ¿usté no se da las tres? Más con este frío, ¿verdad?, ya no se antoja la chela, más bien un cafecito, con piquete, a huevo, un toquecito, al otro día no me quiero levantar, porque ando acá… en el bello amanecer, pero no te saques de onda. ¿Alguna vez te has subido al expreso de medianoche?, ¿o por qué las maletas? ¿Adónde vas tan temprano, rey?

—Al país del sol naciente.


II


Días antes visité a Héctor, viejo conocido de la licenciatura. Cuando se enteró de mi viaje, me invitó a comer. No preparó nada, sólo pidió una pizza. Su departamento en la San Simón lucía descuidado. Hécor, solitario, pasaba malos momentos: sólo conseguía trabajos freelance mal pagados y su padre había fallecido dos meses atrás.

Lo noté inquieto. Él y yo no éramos tan cercanos, pero se esforzó por contactarme antes de que fuera a dar mi conferencia a Japón. Platicamos de amigos en común. A algunos no los recordaba, no lo quise contrariar, le seguí la corriente durante un rato. La conversación menguaba, comenté que era tarde y que quería irme antes de que anocheciera. Se quedó callado un momento, fue por algo a su recámara y dijo:

—Necesito que veas esto —sostenía un viejo VHS.

Un cuadrilátero con seis personas, tres enmascarados, una lucha extraña: mallas y capas fantásticas de colores estridentes, mexicanos contra japoneses. El capitán, chaparro, se veía pasado de peso y poco ágil, con estrellas fugaces en el antifaz.

—Es Superastro —dijo Héctor emocionado—. El de las tortas —remató, aunque yo no tenía idea de qué hablaba.

Los otros dos eran idénticos: la misma altura y corpulencia, el mismo equipo, las mismas máscaras con una serie de crestas con jirones de tela y peluche —simulando branquias—, sus ojos oscuros, apenas visibles, no servían para identificarlos.

—Ésos son los Axolotes —dijo Héctor, un poco solemne—, I y II.

La cinta era vieja, se deformaba y se hacía lenta, tenía mala calidad de audio; aunque no había ningún narrador, se oían los sonidos del lugar. La lucha comenzó despacio, forcejeaban y hacían llaves a ras de lona. Golpes y palmadas, sujeciones, palancas y movimientos de nombres extraños que Héctor soltaba como si yo lo comprendiera. El público, silencioso al principio, soltaba largas exclamaciones de asombro. El sitio parecía algo improvisado: en unas canchas techadas, unas sillas plegables. En cierto momento, la gente apoyaba más a los mexicanos que a los locales. Para hacer el relevo los dos luchadores con exactamente el mismo equipo chocaron sus palmas, la entrada y salida de éstos se dio en una ágil y oscura simetría. Como sumergiéndose en un espejo.

De pronto la lucha se puso interesante. Los Axolotes volaron hacia afuera del ring. Aunque luego de un rato, rindieron a uno; no supe a cuál. Superastro corrió de un esquinero a otro, de un brinco se subió a la tercera cuerda y en el mismo impulso se aventó un mortal con tremenda facilidad. En el centro, dos nipones castigaban al otro Axolote. De repente, en el momento climático, a través de un corte abrupto y deforme, apareció Héctor, de unos seis años, vestido de norteño, en una tabla rítmica de primaria pública.

—¿Y esto?

—Mi papá grabó encima de la lucha. Él trajo la cámara desde allá. Faltó la mejor parte; mira, ellos tenían una rutina: la suplantación: cuando estaban a punto de perder y casi rendían al último Axolote, el de abajo aprovechaba una distracción del réferi para cambiar de lugar. Con esta trampa tan simple ganaban. En esta lucha también hacen una llave muy bonita que se llama el Zarape, es como…

—No te entiendo.

—Los japoneses respetan un chingo la lucha libre. Los primeros en llegar allá fueron leyendas como Fishman, Mil Máscaras y Canek. Este video es de mediados de los ochenta; yo era un bebé. Los luchadores independientes comenzaron a ir de gira con las empresas niponas; los Villanos, los Brazos, los Misioneros de la Muerte, los Cadetes del Espacio, el Trío Fantasía, el Texano, Kendo, Solar, Shu el Guerrero, Santo, Perro Aguayo, Black Terry, Ojo de Tigre, Kato Kun Lee, Black-man, Cuchillo, Psicodélico, Dos Caras…

—Detente, ¿por qué me muestras esto?

—Porque... es mi familia. Uno de ellos era mi padre, que acaba de morir, y el otro, mi tío, que se quedó allá. Yo… era un bebé, mi madre falleció al tenerme. Y no tengo a nadie más… Hay unos familiares en Monterrey que nunca visito, no tengo a nadie. Los Axolotes… Mi padre y mi tío eran gemelos, tuvieron un pleito fuerte en Japón… Papá nunca habló de su hermano ni de por qué rompieron completamente sus lazos, pero ahí tenía guardadas las máscaras, las mallas… A mí nunca me dejaron entrenar, a pesar de que acá a la vuelta está el gimnasio Ham Lee… Me enteré de que vas a Japón… Quisiera pedirte, dentro de tus posibilidades, que me ayudaras a encontrarlo…

Héctor parecía desesperado. Al caminar rumbo al metro Tlatelolco un grafiti llamó mi atención por unos momentos. Pero ya era tarde, sólo quedaba la soledad de la noche.


III


Di mi ponencia frente a unos cuantos especialistas e interesados. Creo que "José Juan Tablada y su japonismo" tuvo cierto éxito. Con el tiempo que me quedaba quise investigar en los archivos hemerográficos de la biblioteca. Admito que, al principio, sólo me preocupé por la ponencia, verificar las líneas de investigación, planes de estudio, estancias. Dejé una buena impresión. Si en esos primeros días hubo alguna señal, de cualquier tipo, no supe descifrarla.

Una mañana, poco antes de comenzar el trabajo diario, llegó aquel correo. Un profesor del Colegio me escribió para hacerme saber que había ciertos rumores, se preparaba una acusación de plagio en mi contra. Me sentí asqueado, mi cuerpo reaccionó como si me hubieran sumergido en un estanque de agua helada. Cerré la laptop de golpe y me apresuré a salir. Deambulé un poco mareado por los pasillos de la biblioteca. ¿Quién podría ser? ¿Qué conjuras estaban en mi contra? Yo era uno de los profesores más jóvenes, ¿algún tiempo completo se sentía amenazado? ¿Alguna alumna despechada? ¿Algún becario con ansias de ensuciar mi trayectoria? Eran acusaciones serias —no como los plagios literarios que se dejan pasar sin disculpa—, podrían amenazar mi permanencia en el SNI. Temí que, como lo habían hecho últimamente, me vetaran por años: castigo ejemplar, linchamiento público, notas condescendientes en los periódicos. Sería más difícil, por mucho, impedir que los rumores se engrandecieran que comprobar la verdad.

Quería despejar mi mente y, entre los pasillos y corredores, me encontré el esqueleto de una ballena colgando del techo. Había un ala de la biblioteca especializada en historia natural. A los costados había grabados y algunas otras osamentas. Al fondo, una pecera. Luego comprendí que me llamaba. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario. Vi mi rostro reflejado. Ahí estaba yo tratando de pasarme el mal trago, haciendo el esfuerzo por desentrañar un oscuro secreto. Nos miramos a los ojos. Recordé a Héctor y pensé que quizá, en las últimas horas de mi viaje, podría hacer algunas preguntas. Me apena decir que no lo consideraba mi amigo ni tenía pensado hacer el descabellado encargo de encontrar a su tío. Pero ésta era una señal. Un ejemplar blanco con ojos dorados y branquias rosáceas, huérfano. La etiqueta debajo: Ambystoma mexicanum: un axolote perdido en Japón y un párrafo que lo presentaba:

El axolote aparece ligado a varios de los más antiguos mitos mexicanos. Su nombre en náhuatl (axolotl) quiere decir "xólotl de agua", y se ha traducido de diversas maneras: juguete de agua, monstruo acuático, gemelo del agua. Es evidente que hace referencia al dios Xólotl, una especie de Caín heroico de los nahuas: es el hermano gemelo de Quetzalcóatl o, más precisamente, su doble.
R. B.


IV


La búsqueda resultó infructuosa. Llamé a un par de instituciones y a la embajada. No se me ocurría qué más hacer. Aunque me distraía, no había ninguna satisfacción. Pensé en Héctor y en lo desesperado que se veía. También recordé una fiesta en la que, algo borracho, traté de ligarme a la novia de un porro; yo no sabía que tenía novio pero igual se armó la bronca, y aunque Héctor me acababa de conocer me ayudó en ese pleito. Nos dieron una paliza a los dos. Es probable que ése haya sido el clímax de nuestra amistad.

A la mañana siguiente yo volaría de regreso, así que abandoné mi frustración para hacer un breve recorrido acompañado de mis colegas nipones. Caminamos por el distrito de Akihabara, vimos tiendas con aparatos electrónicos, la tecnología más avanzada. Ahí me compré una cámara de video. Afuera de los establecimientos había ninjas, robots, piratas y más gente disfrazada. Esa zona es el punto de reunión de los fanáticos del manga. La mayoría son adolescentes, por lo que también hay cafés en los que las meseras visten atuendos de cosplay. También observé colegialas con un bronceado exagerado y motociclistas con chamarras de cuero y copetazos descomunales.

Por la noche bebimos cervezas y un poco de sake en un karaoke de luces de colores e iluminación estroboscópica. Kazuki, un colega, especialista en Mishima y en Armando Ramírez, cantó con mucho sentimiento "We Found Love" de Rihanna. Yo no encontré ninguna canción que me gustara. Aunque todos se comportaban como excelentes anfitriones, mi mente estaba en otro lado y no pude divertirme. Me dejaron en la puerta del hotel y nos despedimos. Tenía su admiración, pues el rumor del plagio —y todo lo que pasó después— no había estallado aún. Estaba inquieto y necesitaba fumar antes de terminar la maleta. Pero la noche me llamaba. Caminé con la excusa de buscar una cajetilla. Cuando estaba a punto de encender el primer cigarro, dos jóvenes me pidieron uno. Su aspecto era algo estrafalario, aunque se notaba que eran estudiantes pues usaban uniforme escolar. Noté un dibujo extraño frente a la tienda: un grafiti: un axolote. Les dije que no entendía y los ignoré. Al irse vi la misma figura en un parche en la espalda de uno.

Busqué por las callejuelas y encontré un par de calcomanías con el mismo símbolo; arranqué una. Ni siquiera estaba seguro de qué significaba —podría ser simplemente un personaje de la tele, un pokémon o un kaiju—. ¿Por qué retomar la búsqueda unas horas antes de partir? Encontré un pequeño parque y me senté en un columpio para descansar. Me sentí observado por las estrellas, vulnerable, expuesto. Al mismo tiempo no entendía por qué. "No tienes nada que temer, la verdad saldrá a la luz", me repetía tarareando mientras fumaba un cigarro tras otro.

Sin darme cuenta, aquel par de adolescentes llegó a asaltarme. Vestían desaliñados. Uno llevaba el cabello pintado de naranja. En inglés les expliqué que no quería problemas, les di mi cambio y les mostré la calcomanía que había arrancado.

—¿Qué significa esto?

Gojira sensei —contestaron con una sonrisa—, estas monedas no bastan.

En ese momento apareció otro estudiante con el mismo uniforme; aunque era el más bajito de todos los presentes, los asaltantes se cuadraron ante él. Llevaba en una funda de tela su espada de kendo. Los reprimió un poco y le mostraron la calcomanía. Yo entendía su idioma, aunque ellos no lo sabían.

El recién llegado se dirigió hacia mí, serio, para preguntarme si era mexicano. Yo lo que quería era irme, alejarme de aquellos vagos y descansar un poco. No entendía lo que pasaba. Pero le respondí que sí.

—La persona que buscas está allá —señaló un pequeño dojo— ; ha estado esperándote. Traté de explicarle que probablemente todo era una confusión, yo ya no quería saber nada más. Pero él se limitó a silenciarme.

—Senséi ha esperado por mucho tiempo.


V


Al abrir me observó un momento y luego me dejó pasar. Me sorprendió el gran parecido que tenía con Héctor. Vestía a la manera japonesa. No parecía vivir con nadie más. En una pequeña sala me ofreció té; las tazas estaban rotas y habían sido reconstruidas con laminillas doradas usando el arte del kintsugi. Una cicatriz atravesaba su rostro desde la frente hasta el pómulo en diagonal. De la manga del kimono, al servir el té, alcancé a ver un axolote asomado; ningún otro tatuaje era visible. Cuando iba a tomar el primer sorbo, me interrumpió:

—Tú no eres la persona que tenía que llegar —dijo en un tono ligero, aunque algo en él me intimidó.

—Soy amigo de Héctor… Él me pidió que le ayudara a encontrarlo… En realidad no pensé que lo lograría, quizá fue suerte…

—¿Mala suerte, quizá?

Honestamente no pensé bien las cosas. Me tomé a la ligera esta búsqueda y en ese momento, frente a aquel hombre que parecía un criminal, recordé que hubo un problema fuerte entre familiares, un acontecimiento doloroso que nada tenía que ver conmigo. Pero qué otra cosa podía hacer. Él se adelantó con una sonrisa.

—Quizá él quiere saber por qué nos peleamos. Qué pasó aquella noche —tras una pausa con aires de nostalgia continuó—: a nosotros nos contrató la All Japan para armar una gira. Veníamos con varios luchadores independientes, teníamos todo pagado y un pequeño porcentaje de las entradas. Aquí éramos dioses; sé que no te lo puedes imaginar, pero así nos trataban. Los japoneses no son racistas, aunque odian a los chinos. Y la lucha libre era algo novedoso en ese tiempo. En el último evento nos tocó ganar, hicimos el truco de cambiarnos en el último instante: la suplantación. El público se volvió loco. La gente no se comporta igual que en México. Acá son más callados, pero en ese momento la gente enfureció; ellos no estaban familiarizados con los rudos, la chanchulla, el truco. A nosotros nos dio tremendo gusto provocar esa reacción. Pateamos al réferi, a los contrincantes; empezaron a aventar las sillas al ring, algo común en México, pero no acá. Éramos los rudos, los tramposos. Para lograr el engaño hay que llevarlo hasta las últimas consecuencias.

"Esa tarde, en la función, vimos a una mujer, casi una niña: Sakura —cuando dijo el nombre su mirada se desvió hacia el patio. Era una noche tranquila y el sonido de las cigarras era lo único audible—. Ella se tomó una foto con nosotros. Estaba impresionada. Era hermosa. Queríamos verla después, pero era imposible, venía acompañada por cuatro batos que na'más la estaban apresurando. No me apena decir que la seguimos hasta que entró en un restaurante de lujo.

"Nosotros nos apresuramos para pedirle al Gran Hamada que nos hiciera el paro, que nos ayudara a entrar. Él era un japonés que se quedó a luchar en México y en las giras era guía e intérprete. Primero como que no quería, pero le insistimos, porque estábamos interesados en la cultura y eso. A ese lugar hay que ir bien vestidos, nos dice, y nosotros le dijimos que no se preocupara, que iríamos en nuestras mejores fachas. No me vas a creer pero llevábamos nuestros sacos y unas camisas acapulqueñas bien al tiro.

"En la entrada del restaurante revisaron que no trajéramos nada, y entonces, el Gran Hamada nos dice: Como que acá está caliente. Y nosotros: Pues na'más queríamos asomarnos a ver si la mirábamos de nuevo. Yo me voy, nos dice; ya estábamos adentro y habíamos pedido unos sushis y nos sale con eso, pero pues le dimos las gracias y nos quedamos. Nada más no se vayan a meter en problemas porque somos invitados y como mexicanos los van a reconocer muy fácil.

"La vimos pasar hacia una cabina privada, intentamos acercarnos pero unos trajeados nos detuvieron o, por lo menos, lo intentaron. Notamos que la mayoría de los que estaban ahí iban vestidos muy finos, lentes oscuros acá, medio sospechosos, pues. Nos asomamos a buscarla. Ella vestía un kimono rojo, estaba con su padre. Él todo de blanco con un pañuelo rosado. Había como 15 guaruras, pero él solito se acercó y nos tomó del hombro para sacarnos del cuarto y, muy serio, se puso a hablarnos. Primero tranquilo y ya luego a gritos. A nosotros nos daba pena decirle que no sabíamos japonés. Así que le contestamos: We are the Axolotes, I and II, professional wrestlers from Mexico, and we came to kick your asses. Eran unas líneas que nos habíamos aprendido unos días antes para grabar los promocionales. Ahora a la distancia no parece la forma adecuada de presentarnos, pero al señor le dio mucha risa. De seguro no te lo imaginas: padre e hija eran fanáticos de la lucha —yo sólo asentía con la cabeza aunque me parecían puras mentiras, estaba asombrado y no atinaba a interrumpirlo.

"Igual nos echó a los guaruras e hizo el gesto de que nos sacaran. La pobre Sakura nos miraba consternada. Y no sabíamos qué hacer. De seguro tú, como muchos, crees que la lucha libre es una farsa, pero éramos atletas de alto rendimiento, sabíamos cómo recibir un golpe, inmovilizar, romper huesos si era necesario.

"Y en eso que llega otro grupo a buscar pleito. No nos lo vas a creer pero era un restaurante donde se reunían los yakuzas. El otro líder vestía todo de negro y había llegado a emboscar al papá de Sakura; traía como 30 batos. Como estábamos en una zona neutral, no traían armas de fuego, pero tenían tubos, bates y, uno de ellos, lo que parecía una espada samurái exageradamente larga.

"En ese momento llegó nuestro sushi, y lo primero que pensamos fue: chin, se va a enfriar. Pero de cierto modo el papá de Sakura era nuestro suegro y lo quisimos ayudar. Recordamos las palabras de Gran Hamada y no queríamos que luego luego se hiciera el chisme de que los mexicanos… que bien agresivos, que no saben pistear, y para que no nos reconocieran nos pusimos las máscaras. Siempre las cargábamos con nosotros. Los Axolotes tomamos vuelo, usamos las mesitas como banquitos, y aquellos lances dieron inicio a la campal. Ellos sacaban las patadas voladoras, karatazos, y nosotros hacíamos el látigo, la alita, la de a caballo, el tirabuzón, la Nelson. Se puso bueno, pues.

"Pero estaba parejo, no te creas. Y cuando nos los estábamos chingando, el de la espada larga se nos queda viendo. No había hecho nada en la trifulca y, de repente, se nos deja venir. Y qué crees, que no era una espada larga sino dos cortas, dos kodachis disfrazadas, una en cada punta de la funda —de repente se puso serio y continuó—: por eso tengo esta cicatriz.


VI


El vuelo llegaba a altas horas de la madrugada. La ciudad parecía un monstruo simétrico y silente iluminado por sus propios demonios y culpas. Sus edificios como crestas amenazantes y las grandes avenidas como arterias congestionadas de un ser moribundo. Y aun así me sentí aliviado por mi arribo. A pesar de que después de este viaje me convertiría en un heraldo de malas nuevas. Recordé entonces una frase que dijo aquel axolote fantasma: "Para lograr el engaño hay que llevarlo hasta las últimas consecuencias".

Mi reproductor tocaba el mismo disco que oía desde el comienzo del viaje: Nadie en especial de Chac Mool; la canción "El día que murió el Rey Camaleón". El lp salió en 1980 en vinilo de color blanco traslúcido, Philips, después salieron la versión en vinilo negro, otra versión especial en vinilo verde traslúcido, y la más rara de todas en color rojo. La portada es verde, tiene un monstruo raro, aunque a mí siempre me ha parecido un axolote. Recordé el resto de la plática: la noche se agotaba; en el patio un cerezo dejaba caer sus pétalos sobre un pequeño estanque, un pez koi nadaba indiferente.

—Ella escogió a uno de nosotros. El otro aceptó su derrota. Muy a nuestro pesar, pues nunca nos habíamos separado. Me tuve que quedar acá en Japón y fui entrenado en diferentes artes marciales, aprendí el idioma y la cultura. Mientras ella vivió, fui feliz. Ahora podría parecerte egoísta esa felicidad efímera a costa de mi familia, pero en ese momento cada uno de nosotros, y ella, tomamos la decisión de seguir adelante con nuestras vidas.

Me contó más anécdotas. De cómo aprendió a detener una espada con las manos. De cuando le iban a cortar el dedo meñique de la mano izquierda. Llegó a ser policía, alumno y maestro de judo. Me narró la historia de cómo se vengó del hombre de las kodachis tras dominar el uso de la tonfa de hierro. El sol estaba por salir. Me imaginé que detrás de esas paredes de papel habría un maniquí, como busto de armadura samurái, con las mallas y la máscara del axolote con un corte en diagonal. ¿Pero cuál era éste? ¿El I, el II? Y entonces, mientras amanecía, algo se me reveló. Lo observé detenidamente, y le solté una pregunta en medio de aquellas historias tan exageradas.

—¿En realidad eres el tío de Héctor?

Él se quedó perplejo y luego sonrió.

—Ella escogió a uno de los dos. Pero yo no quería más responsabilidades. El otro tomó mi lugar, resignado. No nos arrepentimos de nada. Tuvimos una buena vida.

—El sol ha salido, debería irme. Sólo quiero que sepas que tu hermano ha muerto, y que tu única familia se encuentra en México.

—Ya lo sabíamos —respondió seco y no se movió para despedirse mientras me levantaba e iba.

Ahora amanece de nuevo en otra parte del mundo, la luz ilumina las arrugas del rostro de la Ciudad de México. Y yo me encuentro con un grave problema: por un lado, continuar mi vida como si nada hubiera pasado, evadir a Héctor y olvidar estas maravillosas mentiras. O, por otro lado, tratar de explicarle que nunca hubo pleito entre hermanos, que hicieron un intercambio que ha durado hasta hoy, explicarle que su padre biológico está vivo, que lo abandonó y que no hará nada por regresar a verlo.

El sol lo ilumina todo, no soy nadie en especial y aún no sé cómo me las arreglaré para vivir.


VII


Gris Tlatelolco…

"¡Godzilla estuvo aquí!", grita el grafiti.