Mirada / No. 214

Nocturno en Do Menor



Tenía los ojos azules y el miembro minúsculo.

En esa palabra se agolpaban la rabia y el sufrimiento compartido y duplicado en cada mujer que tocaba. Minúsculo, pequeño, mínimo, ínfimo, como un dedo meñique incendiado y emberrinchado por su abreviada firmeza y bravura.

Nunca pude amarlo. Era imposible cuando sólo la intención de hacerlo me negaba hasta la entraña. Quizá no entendía a los 23 años que el ímpetu amoroso obedece a otras mareas, aquellas que no se obligan, que acontecen y en el acto te encuentran.

Lo conocí en el pasillo de la universidad. Era el concertino de la orquesta; en esos años yo vivía a media nube. Barcelona era el sueño, la consigna. No podía dejar de pensarme con las ramblas en los pies y el cliché de Colón señalando América. Y es que esas calles tomaban vida cuando el hombre catalán cantaba en las madrugadas la probabilidad de una vida bien lejos de esta ciudad de ventarrones. Me gustaba esa doble vida: en las tardes la universidad; en mis noches la pantalla donde los bytes me llevaban a algún punto en el que el catalán existía; y en esa perfecta ficción yo lo amaba.

El violín era una vida absurda pero viviente. Mi oído no servía para crear música, ni para escribirla ni para leerla. Mi oído no obedecía a las polifonías sino a la poesía, yo quería ser poeta.
 
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La primera palabra que pronuncié con él fue mi nombre: Medusa. No hizo gesto ni comentario. Derrumbó todo discurso preparado para defenderme, para aclarar que mi padre sí me amaba, que Medusa no era un monstruo, que las serpientes y los ojos piedra sólo eran la metáfora de la belleza que cuando se encuentra se halla amarga, que Medusa únicamente era una palabra y que si se burlaba lo convertiría en piedra. En lugar de ello tomó el violín y tocó las Danzas sinfónicas, alardeó de la rapidez de sus dedos y me ignoró. Ésa fue la primera vez que sentí el cuerpo y la mente humedeciéndose —por él—.
 
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El catalán después de muchos correos llamó. Su voz era dulce y le gustaba hablarme de música y libros, yo le seguía la ficción porque podía. Me mostraba ante él como una violinista progresista, rebelde, intelectual, bella y brillante. Hablaba de las nuevas formas de lo femenino, del símbolo del espejo en la literatura escrita por mujeres, de que era un error decir que la literatura estaba escrita por mujeres, de que la literatura era una y que se fueran al diablo los que la acusaran de intimista; de aquí y de allá, del mundo y del cambio climático. Fingía indignarme por las muertas de Juárez, inventaba que iba a marchas, que escribía manifiestos por los derechos de los homosexuales, que amaba las causas perdidas, que si un autor se convertía en best seller era suficiente para sacarlo de mi librero; que iba a reuniones de la mujer nueva, que usaba la copa menstrual, que hacía ritos lunares toltecas, que mi abuela había sido una princesa azteca, que meditaba, rescataba perros y no comía carne. 

A él le gustaba alimentar esa forma de mí, se abandonaba a la creencia de que era su chica indígena y revolucionaria.

En el laberinto de la virtualidad y mi invisible perfección deseaba escapar, así que sería Circe, Sherezada, Safo; todo lo que fuera necesario para huir de aquí.

[No presentía su neblina, ni el paro del que vivía cómodamente, ni el goce ingenuo de los españoles eurotizados, ni sus ganas de transcurrir en una pantalla porque así huía de su embarcelonada realidad. Quería fantasía y yo se la daba; sin embargo, las manos del violinista enfebrecían mis noches, imaginaba cómo se sentirían los preludios de Rajmáninov en mi cuerpo, con el silencio en mi ombligo y el crescendo en mis nalgas enhiestas y jóvenes.]
 
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Era octubre.

El concertino me avisó que debíamos vernos para ensayar el concierto que me daría el pase para entrar al segundo año. Él sabía de mi no talento, que la música era un refugio para no enfrentar las miserias de mi miedo a ser.

Envidiaba su doctorado en Viena y su saberse el centro del mundo. Lo envidiaba hasta que descubrí que en sus manos había disciplina; un castillo que ladrillo a ladrillo se había construido. Era un hombre a quien el fuego del rencor lo había llevado allí, al dulce veneno de ser más que unos pocos más. Él ignoraba que yo sabía que en sus manos no había corazón, que era una máquina perfecta e imperturbable, que en su memoria prodigiosa estaba la historia de la música, los años de las obras de Wagner, que sabía con exactitud el número de piezas que había compuesto Paganini. Yo sabía que él deseaba con cada poro de su ser que el diablo también le dictara en sueños su propio trino, pero la música y el talento eran un regalo que la existencia le daba a la sinceridad, y ni él ni yo éramos sinceros. Ambos desgraciados y sin música, pero en aquellos años era mejor negarme a saberlo porque en esa medida sus ojos enloquecidos por mí me redimían, me convertían en la musa de un doctor en Viena.

Desde este tiempo atravesado nos miro: una musa rota para un doctor en música que no creaba.
 
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Joan se llamaba el catalán. Tenía una nariz que parecía el mapa de un país africano, una península que navegaba entre sus pómulos y sus ojos almendrados. Su cabello era finísimo y su voz sabía a madrugada. Joan tenía un dolor que lo sumía en la no fe, en creer que la juventud es eterna y que las cadenas del miedo se rompen solas. Le gustaba mi nombre, le gustaba contar que conocía a una Medusa mexicana que no tenía serpientes, ni tentáculos marítimos que queman cuando te tocan. No sabíamos, ni Joan ni yo, que esta Medusa todavía no conocía su historia, ni su maldición ni su poder.

Me enamoró con todas las posibilidades que lo contenían. Él era el lienzo de mi perfecta venganza solitaria contra el mundo; era música y poesía, fidelidad y pertenencia, futuro y aventura, Atlántico y mi conquista. La bandera de las nuevas formas de amar, de respirar el tiempo en que él era mío; éramos tan nuestros como los miedos que nos abrazaban, que estaban tan dentro que no sabíamos que desde ahí vivíamos. En nuestra habitación, nuestra pantalla y la sinceridad de la voz sin cuerpo, éramos.
 
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Me citó en la sala principal de la facultad. Fingió no mirarme, para él yo no existía. Seguramente asumía que yo era una alumna mediocre más. Una “negada”, decía. En la última clase habíamos quedado mal. No me miraba a los ojos, gritaba y manoteaba tratando de que yo comprendiera mi respiración, el ritmo, las líneas que se disparaban y que confluían en una sola voz, las síncopas; insistía en que escuchara, ¡es-cu-cha, carajo! Luego un golpe sobre las teclas. Me corrió con una daga de sinceridad: estas cuerdas no merecen tanta tibieza.

Tomé mi violín y deserté de una vida que bailaba como un humo colorido que corría el riesgo de convertirse en ceniza.

Concertino semanas después de mi irrevocable abandono de la universidad me escribió. Sus letras parecían estudiadas, con el alcance concienzudo de un buitre en busca de pájaros tiernos. Los siguientes días fueron de reorganizar mi vida, de apresurar la huida, de seguir confiando en otro para salir de aquí.

Joan seguía en el ensueño de la palabrería, yo estaba aburrida. La vida para una mujer afortunada quizá era hallar la fe y el camino en una profesión, en ese camino encontrar a una pareja, conformarse y seguir adelante. Quizá, a las más afortunadas, la ilusión de que ellas elegían las adormecería 20 o 30 años de sus vidas hasta tener que regresar a sí mismas. Ya era tarde para mí, yo sabía que la felicidad de la vida familiar tenía un precio, que en las honduras de mi pensamiento nada era fácil. Esta voz que circula, que me mal aconseja, que quiere reventarme hasta donde ya no pueda más.
 
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Concertino ante mi no respuesta enloqueció. Era un hombre con ojos confusos, voz agudísima y máscaras inocentes. Nadie imaginaba la bestia abatida, el pequeño niño enojado, la orfandad de amor y la revancha contra su madre que había encontrado en las mujeres.

“Todas putas”, decía. Arrinconado en su laberinto buscaba la luz. Sabía que las mujeres lo deseaban, que podía elegir, pero estudiaba delicadamente a quién podía mostrarse sin máscaras, contra quién escupir todo el veneno; decidía según sus alcances intelectuales quién podría ser la vocera de toda su mezquindad.

Concertino ahorraba todos sus centavos, tenía la mejor casa pero no encendía la luz por miedo al recibo de cada mes. Las múltiples alarmas contra robo le quitaban el sueño. Tenía la cocina más sofisticada para comer caldo de pollo porque era barato y rápido. Usaba la misma ropa porque era su forma de rebelarse contra el mundo. Le gustaba pagarle a mujeres, golpearlas y en su sumisión hallar placer y saberse el rey del mundo. En cada peso gastado una mueca de maldición. No era suficiente el desquite con las mujeres, Concertino necesitaba siempre un poco más.

Yo no presentía que me amaba. Quizá lo hizo, quizá me dejó verlo de frente, me abrazó con sus zarpazos de los que sólo esperé salir muerta. Pero no, Concertino sabía que si moría la diversión se terminaba, debía darme espacios de tregua para recuperarme, para creer que yo era la que manejaba el juego, en tanto él seguía afinando sus instintos, abandonándose en la maldad pura. Concertino, desde hacía un tiempo, juró no volver a mirar con bien en sus entrañas.
 
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Después de las ficciones no hay nada.

Esperar, terrible verbo que se contradice porque no es una acción. Esperar a que algo ocurra, a que te desposen, a ser descubierta.

Esperar mientras te distraes. Esperar a tener hijos y tenerlos y seguir esperando. En la espera añorar lo que fue, y ese fue perturbado de una espera que ahora es un presente también lleno de espera. Yo no quise esperar y bebí el tiempo que me ocurría.

Mudé de vida y con ello Barcelona, Joan, sus ojos tristes y su voz de madrugada se fueron a un espacio de la nube donde viven las historias de amor que sólo se imaginaron. Donde el deseo desesperado fue el abrazo y el beso, la caricia y el amor incorruptible que sólo puede ocurrir en la inocencia de la soledad.

Respondí a Concertino y lo abracé; lo abracé con coraje y con rencor, lo abracé queriendo que fuera otro, odiándolo tanto como él a mí, lo abracé y en ese abrazo nos incendiamos en un futuro culpable y podrido donde sólo se respiraba el no amor.

El juego había empezado, ganaba el que muriera primero.
 
***

Creer que ante un espejo la vida está entre una espada y otra.

En alguna parte de mi historia aprendí a sentir culpa, a amar a los desprotegidos, a crear en otro mi yo.

El dolor es que yo nací luminosa y desesperada. Extrañaba mis ficciones con Joan, la vida constelada a su lado, el tejido del ensueño en una felicidad de puro aliento.

Dejarlo me cosió los labios, mi lengua se convirtió en sal.

Concertino me ayudó a odiarme cada día un poco más. Le molestaba mi carcajada, mi amor por el mar, que tuviera apetito, que hablara de más, que me vistiera de tal forma, que platicara acerca de él, que no escondiera bien sus secretos, que no contestara las 45 llamadas diarias; ejercía control y se hinchaba de mi fuerza y luz. Cuando veía que no podía más, me sostenía para que volviera a intentar pelear.

Cuando yo dejaba de reír, de hablar, de ver, de sentir, él hablaba. Aprovechaba la noche porque así su madre no lo escuchaba, ni le recriminaba que hablara con una mujer.

Porque ante ella él sólo era una sombra, una negrura con lindes de rencor.

Ocho horas o más en que enumeraba una a una las consecuencias de dejarlo; hablaba de lo conveniente que era para alguien como yo seguir con él, de mi poco talento y de mis nulas posibilidades de ser sin él. Prometía el mundo a cambio de mi silencio, de mi obediencia, de respirar con la amenaza de tener la daga en la yugular.

Él sabía de mi resentimiento, del orgullo marchito, pero olvidó mi nombre.
 
***

Desde antes de que todo mi ser se formara tenía miedo.

He conocido el miedo desde que nací.
Envolví al miedo con mi piel.
Le di ojos, le permití escuchar, sentir, saber.
La palabra y el verbo tenían raíz de miedo.
El otro sin miedo y yo con miedo.
Enmiedada.
Enmiedenada.
Tragando miedo, muriendo miedo.
Miedo, miedo, miedo.
Miedo paralizante e hijo de puta.
Miedo empastillado y enlibretado
miedo caminante y cantante
miedo pensante
miedo subjuntivo y posesivo
miedo descafeinado
miedo fumado
miedo masticado
miedo envalentonado
miedo de saber que habito miedo
miedo consciente y educado
miedo domesticado
y
desde el miedo
la gesta,
la espada en el fuego
el espejo que ya no mata
y el soplo de vida.
Perseo humillado
porque Medusa dejó de ser piedra:
Despertó.