No. 123/EL RESEÑARIO

 
El paraíso que fuimos o cómo los perros
intentan atrapar su propia cola 


Édgar Mora Bautista





Rosa Beltrán
El paraíso que fuimos
Seix Barral, México, 2002



portada-el-paraiso-que-fuim.jpg Rosa Beltrán acaba de sacar al mercado bibliográfico su más reciente novela titulada El paraíso que fuimos, obra en la que la autora de otro libro interesantísimo, La corte de los ilusos, demuestra cómo se puede hacer literatura sin tener que apegarse a los cánones restrictivos que la globalización económica parece imponer también al arte. Con referencias a la realidad nacional y con un sentido del humor que va del Ibargüengoitia de Estas ruinas que ves a Mafalda de Quino, y con estación programada en la mejor crítica paródica de El eterno femenino de Rosario Castellanos, Beltrán logra ofrecer una obra por demás terminada en cuanto a sus intenciones estéticas y a su afán de crítica de la situación de vida en la contemporaneidad.

Los personajes de la novela son un reflejo claro de las obsesiones que circundan a los hombres de principios del siglo XXI. Tobías, un niño que está convencido de ser un santo incompleto por aquello de la imposibilidad de que los demás entiendan el sacrificio y el dolor a través de los cuales quiere hacer su revelación mística, pareciera representar la anormalidad de un mundo en el que el concepto mismo se encuclilla en crisis. Al pasar cada una de las páginas nos vamos convenciendo de la imposibilidad de determinar cuáles son los elementos que nos sirven de parámetros para medir lo que es correcto (o aceptado) por los demás, y aquello que debe ser reprimido, ocultado o indiferente para que el mundo en el que creemos siga valiendo lo mismo.

Con un sentido del humor que se agradece y que se convierte en uno de los grandes aciertos de la obra, la autora pasa revista a un conjunto de seres que, analizados a profundidad, no pueden ser los mejores ejemplos de la normalidad: una madre que se encuentra en un vacío existencial y que se refugia en una actividad febril destinada a complacer a los demás y a recuperar en determinado momento, aunque sea, el deseo de su marido; el marido, un hombre obsesionado con el éxito científico, infeliz por la notoriedad que le otorga su auge económico y que busca por todos los medios obtener un reconocimiento que parta, no de los ceros que tiene en su cuenta de banco, sino de algo que lo eleve por encima de los demás, que lo dignifique y lo ennoblezca; una hija que pretende madurar con rapidez y que se convierte en la caricatura de un adulto con obsesiones y prejuicios aprendidos inconscientemente; otra hija que en la promiscuidad y el abandono encuentra su razón de existencia y la justificación para seguir viviendo; una abuela a la que todos creen fuera de este mundo, con un mal que a los demás les parece locura y que no es más que toma de conciencia de un cuerpo que de repente se reconoce ajeno; una tía que se dedica a cuidar a la abuela y que pretende llenar el hueco que deja el bulto de la madre muerta con una relación siempre ambigua con el psiquiatra de la familia.

Al mismo tiempo que se desarrolla la trama, no podemos pasar por alto el uso que la autora, a través de sus narradores, hace del lenguaje. En un alarde de musicalidad y poesía, de repente la primera voz se mezcla indiscriminadamente con un narrador omnisciente del cual no se puede dejar de sospechar su naturaleza o su propia omnisciencia, para recetarnos párrafos que mezclan la letanía religiosa con el discurso de los medios, sazonados con una pizca de frases célebres de los manuales de autoayuda y con una presentación especial de los discursos emitidos por las agencias gubernamentales. Beltrán realiza una crítica demoledora a las instituciones que emiten tales discursos: rebelión contra el discurso totalitario de la religión, contra la apariencia y ocultamiento de la realidad por parte de los gobiernos (bien decía Bolívar en el Discurso de Angostura que en el momento en el que se pretendió que la realidad se adaptara al discurso y no el discurso a la realidad, fue cuando la mentira política se instaló en nuestros países), contra la cultura del “bienestar interior”, contra la terapia grupal, contra los métodos psiquiátricos que parecen no haber cambiado desde la antigüedad más remota (con Foucault de testigo) y, en general, contra la pretensión de homogeneidad de lo que solemos definir como “normal”. Si a esto aunamos la narración de una parte de la obra por una voz colectiva, la inquietud se acrecienta vertiginosamente.

La idea contraria a la de “normalidad”, a ese juego fuera de las reglas de una mayoría democrática por número pero no por reflexión, es la de locura. Aquel que se rebela contra las reglas impuestas por las diferentes estructuras de la sociedad (familia, escuela, iglesia, gobierno, medios de comunicación) no es un ser excepcional o cuya comprensión de la vida es diferente a la de la mayoría, ese ser es, simplemente, un loco. En este sentido, la literatura contemporánea de nuestro país ha fundamentado esta idea de la locura como un parámetro no válido para negar interpretaciones del mundo incómodas o no compartidas. Ejemplos de esa “reivindicación” de la locura serían el Gustav Links de Volpi en En busca de Klingsor, el Thadeus Dreyer de Padilla en Amphytrion, el Gregorio de Guillermo Arriaga en El búfalo de la noche, entre un gigantesco etcétera.

Hay en Beltrán características que, antes de leerla, podrían ubicarla en esa especie de división genérica tan frecuente en los planes mercadológicos de las editoriales: literatura para mujeres. El título mismo resulta engañoso y, si lo que el lector busca es una novela en la que la sensiblería, la sexualidad supuestamente desbordada y el realismo mágico de a tres pesos sea la constante, se encontrará con un fiasco, porque el libro de Rosa Beltrán sobrepasa con creces esas caracterizaciones. Hay en El paraíso que fuimos un deseo consciente de remover mucho de lo aprendido y convertirlo en un conocimiento más profundo de los mecanismos a partir de los cuales intentamos explicarnos el mundo. Es un libro para pensar con el corazón y para sentir con el cerebro. La autora no hace infiernitos de pirotecnia verbal o barroquismo retórico, hay en ella un apego a la frase exacta, breve, implacable y, al mismo tiempo, un afán descriptivo que supera la mera adjetivación.

Decía Goethe que los hombres tienden a comportarse como perros persiguiendo su propia cola, inmersos y ciegos dando vueltas en su pequeño círculo. Rosa Beltrán nos muestra qué es lo que ocurre cuando en una familia, que con los eufemismos actuales llamaríamos disfuncional, más de un miembro consigue atrapar esa cola y detenerse un momento a reflexionar si el esfuerzo invertido en tal misión realmente tiene el valor que se le suele otorgar. El paraíso que fuimos nos invita a llevar nuestra mirada hacia nosotros mismos, a nuestro círculo íntimo, nos pide un momento de tregua en esa persecución desenfrenada de una cola que cada día se hace más pequeña. Bien por Rosa Beltrán y mejor por los lectores que se atrevan a enfrentarse a esta obra completa, circular e inmejorablemente escrita.