No. 145/CUENTO

 
Daguerrotipos


Diana Gutiérrez Pérez
Barrita de Mandarina




En medio de la aparente confusión de nuestro mundo, los individuos están bien ajustados a un sistema, y los sis­te­mas a cada uno y a un todo, que, haciéndonos a un lado por un momento, un hombre se expone a sí mismo al te­rri­ble riesgo de perder su lugar para siempre…

Wakefield. Nathaniel Hawtorne

 

 ¿Tengo monitos en la cara o qué? ¿Será mi imaginación o todos me mi­ran con extrañeza? Lo que me faltaba, que aquí la señorita Dupotex tam­bién. Pero si me dilaté en abordar el tranvía para que no se dieran cuenta que estoy siguiéndolas. Se me hace que ya saben algo. Esa señorita Dupotex ha de pensar que no la veo, pero el sombrero no esconde con suficiencia sus ojos. Bueno, por si las dudas, mejor hago como si leyera este folletín mientras se llena el vagón; no sea que me descubran. Creo que tengo que ser más discreto cuando, como hoy, la señorita Corina sale acompañada. Más si la acompañante es la señorita Dupotex, que es bien abusada. Anda a las vivas, a mí se me hace que ella sí me ha visto an­tes. Aunque me he librado de peores. Como esa vez en el mercado de flores donde casi me tropiezo de frente con la señorita Corina. Lo bueno es que iba sola y dis­traí­da. Chico sustote que me metí. Ya me hacía frente al señor Lico inventando no sé qué razón para salvarme de la tunda por arruinar el espionaje a su esposa. Ya decía mi madre: “Ay, Nacho, a ti no se te pierde la cabeza porque la traes pegada, hijito.” Por eso me metí de mirón de resguardo, para obligarme a poner atención en los de­ta­lles. ¿Hay oficio más ridículo que éste? Creo que me iba mejor cuando andaba de cobrador, pero era muy aburrido. Por lo menos como mirón de resguardo puedo chismear en la vida de los demás. ¡Caramba! Parece que el tranvía partirá vacío de la estación. Bueno, con nosotros tres y el operador. De por sí que esta ruta la usan po­co. Pues claro, las cosas están bien difíciles. La mayoría prefiere el camión: por vein­te centavos menos, quién no. No me explico entonces por qué la señorita Corina viaja en tranvía. Ahora entiendo al señor Lico: “Mi mujer ha tenido conductas sospe­cho­sas.” Ella podría moverse con su propio coche. Por lo que me decía su marido, Ali­cia Corina tiene un auto último modelo, de esos que acaban de llegar al país. No me acuerdo qué marca.

 

Ilustraciones de Liliana Ang, ENAP-UNAM

 

 

Tal como lo pensé, el tranvía parte hacia Revolución con tres pasajeros. Parece que va a llover. En el vagón sólo se oye el crujido de la caoba con la que está cons­truido. Por cada trueno del cielo son tres rechinidos de madera. Ya me imagino lo que platicarán estas dos señoritas: que si mañana saldrán a flanear de La Sorpresa hasta el Jockey Club; que si todavía hay lugar en el tendido de sombra, irán a los toros; si no, a la ópera en la noche. Pero por dentro se mueren de miedo porque ahora van en un tranvía y hay amenaza de lluvia. Quién podría salvarlas si ninguno de sus maridos sabe dónde están. Las gacetas han hablado sobre casos de elec­tro­cución por rayos en tranvías que han dejado decenas de muertos. Debe ser a causa de la electricidad. Por fin, el peso de las gotas vence la resistencia de las nubes. El tren avanza con lentitud, se me hace que el chofer ha pasado ya por una des­gra­cia, porque casi siempre le aceleran mucho aunque los rieles estén mojados. Éste sí que es precavido. No, me equivoqué. Ya empezó a correr. Puedo ver que en la es­quina siguiente alguien espera con un paraguas. La caja móvil se detiene con di­fi­cultad, si alguien afuera la mirara pensaría que tiene hipo o que está constipada. Adentro, todos nos aferramos a lo más cercano: el conductor a la manivela abre­rejas, las señoritas a la barra de hierro y yo a mí mismo. ¡Paasumecha!

 Sube una dama con sombrero de campana que se sienta frente a mí, en la in­ter­minable banca ocupada por las señoritas Sololoy. Sonrío por mi ocurrencia de nom­brarlas así y la mujer me mira con espanto. Pensará que soy un rufián que caza fé­minas solitarias por las tardes. Bajo la mirada al folletín. Ella estornuda y yo le acerco un pañuelo, pero como si me le fuera a echar encima, la matrona se pone en posi­ción de ataque. Debe tener alguna enfermedad mental. Nadie cambia el sem­blante así como así con sólo tragarse tres pastillas fosforescentes. Devuelve el pastillero guin­da a su bolso y me sonríe. Señoras y señores, he aquí una más de las personas cu­radas con las bolitas del Doctor Lacroix. Compadezco a sus hijos que la esperan en casa. Entonces volteo hacia mi objetivo: la señorita Dupotex exclama sorpresa con los ojos y cubre su boca con la mano para disimular la picardía. Claro, la señorita Corina debe estar contándole sobre la última cita con su amante, al que parecen es­tar acercándose cada vez más. 

 Está cayendo un chaparrón. El tranvía se detiene frente al dispensario. Lo abor­da­rán aquellos resignados a cenar sólo un vaso de leche, porque ya no tendrán para una concha o una chilindrina. Las gotas de hielo convencen a los indecisos de pagar más centavos por el viaje. Dicho y hecho. Una manada de seres desdibujados moja el entarimado del vagón. Las calles están oscuras pues se fundió el alumbrado. Ti­nieblas, di­luvio y pobreza: mala combinación. Los chamacos, que tras es­ta mojada volverán al médico para curarse el resfriado, corren por un lugar. Uno de ellos si­gue enfermo, lo sé por los limones que lleva en una bolsa. Son para el mareo. Se sienta entre un hombre y la mujer del pastillero. El niño sonríe como discul­pán­do­se por su llegada, pero la mujer no se molesta en bajar la cabeza para mi­rar­lo. Está ocupada buscando su pastillero guinda. Traga dos pastillas fos­fo­rescentes y tapa su nariz con la mano. Es verdad, el interior hiede a pollo mojado. Yo me quedo pen­san­do en los hijos de esta mujer. Pobrecitos. En­ton­ces me doy cuenta de que hay gente parada en el vagón. No veo a la señorita Co­rina. Por andar en el dislate, no vi que cuatro hombres levantaron un muro con sus cuer­pos frente a mí. Tampoco que la bola de chamacos están sentados en el suelo y sobre mis pies. Intento pararme pero piso una mano de niño y la madre me pega con lo que debió ser una cobija que me regresa a la banca. No la veo. Ahora sí se me va armar con Lico. Qué tal que su Ali­cia ya se fue y nomás estaba esperando este mo­mento para perderse entre el tumulto y escapar. Me pesco de la espalda de uno de los hombres del muro y me paro de pun­tas. ¡Carajo! Ahí sigue la señorita Corina con su inseparable amiga Rosa, las dos sentaditas como si nada les preocupara más que llegar a su destino. Pensándolo bien, qué bueno que no oyó el gritazo que dio el señor del que me colgué porque se habría dado color de mi presencia. Bueno, ya me vio, pero de que estoy aquí por ella, pues…

 Suspiro y me siento de ladito. Más tardé en pararme que en lo que un hombre calvo ocupó mi pedazo de banca. “El que se fue a la villa perdió su silla”, can­tu­rrean los chamacos. Miro a una cucaracha ahogarse en el lago del vagón, cuando una manga me golpea en el ojo. Lo sobo y con el otro veo que es el calvo ocupasientos que se quita su albornoz azul. Debe ser de segunda; por los agujeros que lo ador­nan se cuelan gotas que terminan de ahogar a la cucaracha. Ya más tranquilo, re­fle­xiono sobre mi reacción de loco que busca a su presa. El tranvía nunca se detu­vo, no había manera de que Corina escapara, a no ser que se aventara por la venta­ni­lla. Como mi dis­trac­ción es un problema, tendré que ubicar a las se­ñoritas cada vez que el tren haga una parada. En eso estoy cuan­do se detiene, me levanto y no, no descienden las se­ñoritas Sololoy, pero sí sube una joven de bucles rojos y ves­ti­do negro ajustado. ¡Ay, Diosito santo! 

 Hasta los chamacos se quedan mirándola como bo­bos. Su aroma diluye la peste del tren y en un tris tras, el vagón huele a jazmines. Pero qué digo, si es Marina. ¡Mu­chacha! ¡A dónde nos venimos a encon­trar! Pero claro, cómo no lo pensé antes o acaso es… ¿Y ahora qué hago? No me ha visto, pero ella atrae la atención de cual­quiera. El rojo le sienta bien, pero los rizos negros me gus­taban más. Dónde se ha­bía me­tido, Marina. No, no puedo hacer mucha bulla, qué tal que la señorita Corina me ve. ¿Me acerco? Podría re­cordarle a su Nachito. Soy su Na­chito. ¡Ajijo! Tremen­do es­tornudo que me acaba de estrellar en el mero oído el calvo ocupasientos. Usted, Ma­rina, siem­pre tan edu­cada, volteará para decir: “Salud.” Dicho y hecho, así sucede. Ahora me ha visto. Sí, sus ojos no le mienten. Soy yo.

—Ay, señor operador, pare el tranvía. Esa mujer se va a aventar.

—Pero si acaba de subir, manita, ¿qué le pasará?

—No sé, no sé si está llorando o la lluvia le nació del rostro.


—¡Ay, Jesús mío, ayuda a esta pobre mujer!

—Es que mírala, nada la hace entrar en razón.

—No, Rosita, ni el gentilhombre que intenta retenerla.

—Ay, señor operador, pare el tranvía. Esos dos se van a aventar. 


Ya me tienes aquí otra vez persiguiéndote. Ahora sí no te me vas ir, canija Ma­rina. La señorita Corina me vio, la Dupotex también. Todos, Marina, todos. El señor Lico me buscará por todo el país. Me importa un bledo. Marinita, ¿por qué te fuis­te? Mira que no te imaginas cómo me dejaste. No me importa que me veas llorar, no, no es la lluvia, Marina. Son lágrimas, Marina. Vas muy atrabancada, te pueden atropellar. Ten cuidado, Marina. Está bien, lárgate una vez más. En el camión te verán como una loca. Gracias por arruinarme la vi…  


—Ay, Petite, tras el bochorno, ¿te confieso algo?

—No me digas que conocías a ese caballero…

—¿Al atolondrado ése? No, querida no, lo veía porque tenía toda la carita de un noviecillo que tuve.

—¡Ay, Dupotex, nunca se te quitará lo enamoradiza! Ahora veo por qué a Lico no le gustan mis compañías. ¡Eres una faldera!

—No, pero…

—Pero pero, nada. Mejor dime quién baila hoy en el Iris.

—¡Agárrate, querida! La Gatita Blanca vuelve al tablado con Manolo Noriega.

 


 

No, no traías “monitos en la cara”, Nacho, sino una espina enterrada que pre­fe­ris­te olvidar en lugar de afrontar. Pero así es el destino, Nacho. Tú sabías que el ofi­cio de cobrador no era aburrido y recibías buena paga, pero desde que Marina se fue te em­peñaste en ser más cuidadoso. Te rentabas como mirón de resguardo para hallar a­l­guna migaja de Marina entre las pistas femeninas. El que busca encuentra, mi amigo Nacho. El señor Lico pronto te sustituirá por otro. Marina olvidará que la seguiste con la ilusión de besarla otra vez. Cuando la viste, ya era madre de unos gemelos y llevaba otro crío en sus entrañas. Y los miles que te verán calcinado en es­ta foto, no sa­brán que ibas tras el amor de tus ojos, de tu vida. Para ellos, sólo serás un elec­tro­cutado más en esta ciudad.

 


 

Diana Gutiérrez Pérez (Ciudad de México, 1983). Es egresada de la licenciatura en Cien­cias de la Comunicación por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Es colaboradora del pe­rió­dico Reforma, cursa el Diplomado de Creación Literaria de la SOGEM y escribe para la página www.danzanet.com.mx . Obtuvo mención en la categoría Crónica del Se­gundo Concurso de Periodismo Estudiantil Premio AUNAM 2004 por el texto “Preludio de un sue­ño” (Voces y narra­cio­nes periodísticas, Aunam, FCPyS, 2005). Con el seudónimo Barrita de Mandarina llegó a la final del concurso-taller en línea Caza de Letras.