EL AZORO DE TUS CRÍAS, esas partículas donde mi padre se apoya y desmantela, pasa y se exhibe, dura como el brillo de los rayos que barren su camino: una historia de huesos, un largo paseo que se guarda bajo las uñas. Se entiende: la vibración era tu cráneo, un fantasma llamado bosque en la orilla de una calle blanca. Padre. El brillo de tu osamenta, el feto que fui como una frase oída, sin fecha de nacimiento, sin longitud de onda. Pero ya no. Es tu voz la que corrige la niebla y el tímpano, el aire y su desenfreno, este nudo de intemperie donde tus párpados se irán borrando, semiabiertos, entre el balbuceo y la carroña. DIGO EN MÍ LO OBVIO, lo que te rodea y trama con su música de nervios. Esa palabra digo, respirable, como letanía o límite, como no desear otra cosa en mi cuerpo que un sistema colapsado, mínimo sobre la alfombra de las interrogaciones. Así sucede. Deletreo esas formas y su uso viudo. Algo amarillea y estoy dentro, comprimido en la ponzoña que deshoja sus contornos. Esa palabra. Un sistema de letras en movimiento. Un conjunto negro de pastizales: apetito de la lluvia venidera. ¿Y las sílabas? Esos pliegues blancos de lo que se calla. Esa orilla donde ensayo tu hoyo de sangre. Se repite. Tu hoyo de sangre entrelineado. Tu hoyo retentivo. Tu hoyo. No tu sangre.
|