Cicatrices / No. 238

Carta 303



La primera vez que recibí una carta suya fue en enero. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero aún puedo leer en mi mente las palabras puntuales: “Apareceré en tu cuerpo”. Desde ese momento algo dejó de existir en mí. Ninguna explicación tenía sentido, nadie se confundió de casa, tampoco eran los niños vecinos haciendo bromas. Esa nota era única y exclusivamente para mí, desde el primer carácter hasta el último.

A pesar del amor que me unía a mi compañero, no pude decirle lo que pasaba por el terror de enfrentarme a un género entero en la sobremesa. Así que mantuve el secreto desde la primera entrega postal hasta la 207. En la 208 no pude más y le conté a mi gato. En la 209 lloré durante cuatro minutos. En la 210 pensé en el suicidio.

Aquello que aparecería en mi cuerpo fue robando mi identidad aun sin tocarme, cada sobre que recibía me despojaba de algún recuerdo. La 105, por ejemplo, hizo que olvidara de qué color era el primer corpiño que usé, y cómo no mencionar la 70, que me arrebató el nombre del primer amor. Poco a poco fui dejando de ser yo, mis familiares parecían hablar en idiomas desconocidos, me contaban cosas que jamás habían sido pronunciadas y que hasta ahora no entiendo. Sin embargo, en todos y cada uno de sus rostros reconocía la pena, la compasión.

Así transcurrieron mis días de olvido hasta esa mañana en que llegó la carta 303. El reloj marcaba las 7:15 con sus números verdes cuando tocaron a la puerta. Como dictaba la costumbre, salí a abrir y encontré un nuevo mensaje en el tapete. Era tan blanco como todos los anteriores y me esperaba con paciencia. Ya reconocía a la remitente por su caligrafía, por las descripciones de los días futuros que pasaríamos juntas, por la revelación de mis miedos más hondos. Sin embargo, en cuanto la leí, supe de inmediato que no era ella, no era eso que ya me había estado tomando y que me tomaría aún más en el futuro, sino que anunciaba: “Desapareceré de tu cuerpo”.

La despedida inevitable llegó y se posó en el silencio. El mutismo ha reinado desde esa mañana hasta ahora. Así fue como conocí mi futuro, por medio de 303 cartas. Nada quedaba por hacer, todo el tiempo que me brindaron las advertencias terminó y estoy lista para perderme. Me voy con la voz que me llama irritante, que me obliga y me jala del brazo para subirme al coche, que azota la puerta diciendo que hasta para esto tengo que actuar como loca y llegar tarde —qué bueno que jamás le conté mi secreto—. Llegamos al momento pronosticado. Me doy cuenta desde que pongo un pie adentro y pierdo la conciencia por unos minutos.

Despierto. Siento el frío abismal y las corrientes de aire dignas de un hospital. Estoy erguida, no sé si sentada o de pie. No veo nada más allá de mis manos, mis piernas y mi torso; en este momento, el rostro que siente esto bien podría ser el mío o el de otra mujer. Ella o yo estamos expuestas con el pecho desnudo en el centro del quirófano.

Dos montañas al descubierto listas para el derrumbe. Alguien indistinto —doctora, doctor, enfermera o enfermero— me explica que comenzará con una incisión en mi seno izquierdo. Sentir que un bisturí se acerca a mi piel me recuerda la sensación de lamer el tubo de hierro de algún juego del parque, con la diferencia de que esta vez me dolerá de la manera menos esperada. Podrán inyectarme 303 veces, pero este objeto metálico, que se acerca firme y lentamente, siempre me provocará incertidumbre. Esto es el dolor: lo que experimento múltiples veces y, en cada una, me parece extraño, desconocido, extranjero.

La punta de la lanza atraviesa su camino en el aire, entra en contacto con la suavidad de mi piel y rompe todo lo que alguna vez fue. Una herida, futura cicatriz, aparece en mi cuerpo. Si tengo hijos, no tendrán pezón para mamar, y los recuerdos tangibles se irán uno por uno: las manos ardientes que me tocaron, la piel que se estiró y creció, blanda y firme, desde la llanura infantil hasta el monte izquierdo del que ahora me despojan.

Las etapas que siguen ya las conozco por la correspondencia. La cicatriz me contó lo que me pasaría en los siguentes 303 días después de la operación. ¿El final feliz? No hay. Podría romantizar este escenario y decir que la gelatina verde que me darán en media hora será maravillosa, que mi psicóloga me motivará para mantenerme en pie, que la extirpación de esa flor invertida, símbolo de la vida, rosa abierta al mundo o como quieran llamarle, se fue para darme un comienzo de ave fénix. Pero no es así, no es nada de eso, sólo es el busto.

Así, con el vacío fantasmal que llegó a mi pecho, inicia la cuenta regresiva. Falleceré y no será por depresión.

No es que la falta de ese pedazo de carne signifique que carezco de algo sustancial, tampoco se ha ido mi dichosa feminidad ni intento llorar en los escombros. Simple y llanamente me quitaron la teta izquierda como pudieron quitarme el meñique, algo salió mal, el cáncer ganará y me iré en calma. Tampoco significa que mi historia se repetirá. Tal vez he poetizado tanto mi vida que por eso me encuentro aquí, hablando del correo.

Pero éste es mi dolor, ésta es mi ausencia, esto es lo que marca el fin de los llamados a la puerta en la mañana y dice hasta nunca a la compasión asqueante. La última vez que pienso en ello estoy sentada viendo el cuarto blanco mientras todos esperan mi recuperación. Sé que éste es el día uno de 303 y que una marca cutánea ha tomado mi cuerpo hasta la muerte.