Cicatrices / No. 238
Sanar
Quién lamerá mi cicatriz. Quién se acercará
a ella con ternura [...]. Quién encontrará en
ella, en lugar de mueca, una sonrisa.
Pilar Alba, Cicatriz
a ella con ternura [...]. Quién encontrará en
ella, en lugar de mueca, una sonrisa.
Pilar Alba, Cicatriz
Incapaz de conciliar el sueño, Lena adelanta su turno para hacer guardia y se une a la doctora Ventress en la torre de vigilancia. Cuando ella le pregunta si está bien, Lena finalmente se decide a enunciar esa incógnita que la ha conducido hasta el que podría ser el momento más arriesgado de su vida: “¿Por qué mi esposo fue a una misión suicida?”.1 Su esposo, Kane, había vuelto sumamente enfermo, apenas con vida, de la zona donde un meteorito cayó meses atrás y provocó anomalías en el ecosistema, y de donde nadie más, ni siquiera los drones, habían podido regresar. Pero la doctora Ventress, apelando a sus estudios de psicología, le explica que hay una diferencia entre el suicidio y la autodestrucción. “Casi nadie comete suicidio y casi todos cometen autodestrucción. De alguna manera, en alguna parte de nuestras vidas […]. Pero no son decisiones, son impulsos”, dice la doctora Ventress y señala que quizá la propia Lena, quien es bióloga, podría explicarlo mejor: “¿No tenemos la autodestrucción codificada en nosotros?, ¿programada en cada célula?”. Lena no alcanza a responder esto antes de que algo traspase la cerca que rodea su campamento y todas tengan que ponerse en guardia para enfrentar una nueva amenaza de esa naturaleza subversiva en que se han adentrado en busca de respuestas.
El diálogo anterior es mi parte favorita de la película Annihilation (2018), dirigida por Alex Garland y basada en la novela homónima escrita por Jeff VanderMeer. Quizá la doctora Ventress desconocía la palabra exacta o quizá resultaba demasiado cacofónica para el guion de una película, pero a lo que se refiere, eso que llevamos grabado en cada célula del cuerpo, se le denomina apoptosis: el proceso molecular mediante el cual una célula muere. Hay algo paradójico e intrigante en considerar que, desde que nacemos, incluso las partes más minúsculas de nuestro organismo se preparan para morir.
A pesar de que la muerte es el destino de nuestra existencia, el misterio aumenta al recordar que, de la misma manera en que cada célula está programada para morir, el cuerpo también está programado para curarse solo y continuar viviendo. Una contradicción: estamos hechos para morir, pero también para sanar.
Etimológicamente, hay una hipótesis que sostiene que la palabra cicatrix, de origen latino, está vinculada con el verbo cicurare, que significa curar. Cicatrizar es parte del proceso de curación. Las cicatrices se inscriben en nuestra piel como una forma de escritura: el legado textual del cuerpo, la extensión más visible de nuestra existencia y, sin embargo, una que parece escapar del lenguaje.
No podemos conversar con nuestro cuerpo de la misma manera en que lo hacemos con nuestra mente y, a veces, más por insistencia, con nuestros sentimientos; nuestras palabras no lo alcanzan. De nada sirve pedirle que no se enferme, que no sude, que borre la cicatriz de mi mejilla derecha. Lo único que podemos hacer es escucharlo, y la única manera de hacerlo es mediante traducciones: traducimos síntomas, manchas, dolores (por ejemplo, ¿qué significa la punzada que me da bajo el seno justo en la esquina de ese lunar rojizo en forma de lenteja?).
Las cicatrices son especiales: son la forma en que el cuerpo relata el pasado y lo preserva como un recordatorio más o menos visible para el futuro. Y en ocasiones la memoria del cuerpo, la escritura de la piel, supera a la de nuestra mente. Podemos olvidar, por ejemplo, que nos hemos cortado hasta que el jabón hace que nos arda un rasguño casi invisible entre los dedos; podemos despertar de la anestesia sin recuerdos sobre cómo ocurrió la operación, pero el cuerpo lo sabe.
El cuerpo recuerda. Nosotros tomamos fotos, grabamos videos, escribimos. Al final, todo es una forma de escritura. Incluso esas marcas de acné en mi cara o la de esa quemadura accidental que me pasó en la cocina. Donde el lenguaje hablado resulta insuficiente, la escritura encuentra formas de inscribirse, de manifestarse. De la misma forma que ocurre con las cicatrices, la escritura es una forma de curación. Algunos textos son tan poderosos que alcanzan a tocar las heridas más profundas, incluso aquellas que compartimos con los demás. Heridas históricas, culturales e ideológicas, pero también heridas secretas, aún sangrantes, para las que no hay un plan en cinco pasos para sanarlas. Y de todos modos, lo intentamos.
Coagulación
No tenía más de siete años. Fui con mis amigas a jugar a un arenero que en realidad era una cancha para voleibol playero. Nos quitamos los zapatos, como indicaba un señalamiento, y jugamos descalzas hasta que notamos manchas rojas que teñían la arena detrás de nosotras: huellas de sangre. Nos habíamos enterrado pedazos de vidrio que alguien había esparcido en la cancha como afiladas trampas. Nos sentamos en círculo y examinamos nuestros pies: todas nos habíamos cortado, pero mi hermana, que era la menor de todas, tenía los cortes más grandes y profusos.
Lo siguiente es un recuerdo borroso: no sé si lloramos antes o después de que nuestras mamás aparecieron y nos sacaron en brazos para que no continuáramos hiriéndonos los pies ni ensuciando nuestras heridas. Mi mamá cargó a mi hermana a casa. Yo tuve que caminar, descalza, sobre el asfalto rasposo y caliente de ese verano en Ciudad de México, con pisadas tan dolorosas que todavía me estremezco al tocar la planta de mis pies. Lloré cada paso. Estaba segura de que tanta sangre sólo podía significar que moriría; pero la sangre también significa otras cosas.
Necesitamos sangrar. En el sacramento, la sangre de Cristo borra nuestros pecados. En el cuerpo, el sangrado limpia la herida y evita infecciones, también detiene la hemorragia al formar un tapón de plaquetas y fibrina. Esto es lo que llamamos coagulación. En la escritura, la sangre recuerda a la tinta: sangramos palabras que coagulan en el papel. La sangre no duele, es la herida la que escoce, la parte que sufrimos; sin embargo, ya sea por su color, su tibieza y ese sabor metálico o porque nos recuerda la fragilidad de nuestra condición, sangrar asusta.
Sangrar requiere cierto tipo de valor. No sólo para no desmayarse, sino para admirar nuestra sangre, para leerla como quienes leen el té. Podemos usar curitas, aplicar yodo y hacer un torniquete con un trozo de tela (como en las películas), pero debemos aceptar que hay heridas que una vez abiertas su flujo no se detiene. Por ejemplo, ser mujer: tuve mi menarquia a los 14 años y llevo otros 14 sangrando. No hay otra opción más que aprender a vivir con eso que me desgarra por dentro y que deja imborrables sombras rojas en mi ropa una vez al mes. Mi menstruación también es un recordatorio: un día moriré, pero mientras sangre también podría dar vida.
Inflamación
La siguiente fase de curación puede confundirse con la apariencia de una infección, pero sucede todo lo contrario: el cuerpo envía leucocitos al tejido lesionado para que limpien la zona de deshechos y posibles contaminantes. Esta limpieza provoca que la piel en torno a la herida se inflame, se enrojezca y supure. Una vez que la zona queda lista, las plaquetas y los leucocitos liberan sustancias que ayudarán a sanar. Pero mientras el proceso está en curso, la inflamación deforma la realidad, nos disfraza de monstruos, nos deja irreconocibles.
Hace unos meses recibí un mensaje de mi mamá: “No te preocupes por lo que te voy a decir…”. A mi papá lo golpeó su jefe. Le rompió la nariz y le causó otras lesiones menores en la cara. Pudo haber sido peor (mi papá trabaja en fábricas), pudo haber sido una máquina, una grúa, un torno al rojo vivo. Pero fue un simple humano, tan frágil como él, y yo no podía entenderlo. Mi papá no toma, se emociona con los avistamientos ovni, sigue siendo fan de OMD y de Mike Oldfield, y a sus 55 años ha empezado a tener mañas de anciano (que me desesperan); a veces es muy cursi, pero nunca ha sido violento. Esa noche mamá no volvió del hospital y casi no dormí. Recuerdo despertar una y otra vez sintiendo que la situación venía a desordenar mi pequeño universo: él siempre me había cuidado, ¿no se supone que es el padre quien protege a su familia?
Reparación
Lo primero que sana es la parte interna, la dermis. Las células se reúnen en el tejido lesionado y generan colágeno para rellenar la brecha con tejido conectivo fresco mientras entretejen nuevos vasos sanguíneos. Finalmente la epidermis, la parte externa, es reparada mediante la proliferación de queratinocitos, y la función protectora de la piel, el órgano más grande del cuerpo, es restaurada. La vida vuelve a su orden original, pero no siempre es así. Hay cosas que no se pueden reparar. Heridas que ocasionan una amputación y entonces ni la piel nueva puede ocultar el vacío, la parte faltante que nunca volverá.
Cuatro o cinco años después del episodio del arenero llevé a mi perra a pasear. Era otro parque, otra ciudad. A ella le gustaba la resbaladilla, así que la ayudé a subir y se echó en esa pose que parecía haber copiado de los concursos de belleza para perros. Comenzó a deslizarse. Yo la esperaba abajo. De pronto comenzó a llorar. Aullaba angustiadamente y trataba de escapar de algo que yo no podía ver. Corrí hacia ella a tiempo para descubrir que su cola había quedado prensada entre el metal del barandal y la resbaladilla rota. Lo peor es que no sabía cómo liberarla y no tuve tiempo para averiguarlo. Ella tiró de su cuerpo y el metal le arrancó una parte de la cola. Había sangre por todas partes y ella lloró terriblemente durante todo el camino a casa. Yo no pude llorar, me había quedado suspendida entre el asombro y el horror. No recuerdo si la llevamos al veterinario o si fue papá quien curó su cola. Tal vez recuerdo una venda y pomada y galletas para perro. Pero ella nunca volvió a subirse a una resbaladilla, fue una lástima: las disfrutaba mucho.
Una vez un profesor en la universidad nos explicó que perder a alguien era un dolor tan intenso que era como si, además de dejar de ver a alguien que amamos, nos arrancaran una pierna o la mano con la que solíamos tomar la suya. En el caso de un perro, algunos movimientos de la cola pueden ser una señal de alegría. Es la descripción más exacta a lo que he sentido al perder a un ser querido. Es un dolor que cambia para siempre el mapa de nuestra vida. Si pudiéramos cortar una parte de nosotros y depositarla con nuestros muertos en su tumba, no sentiríamos que los hemos dejado tan solos bajo la tierra. Y el miedo a la descomposición natural de los cuerpos, la autodestrucción programada, se tornaría en la esperanza de que nuestras partículas se fundieran con las de ellos y renacieran en algo nuevo, juntos, mezclados para siempre.
Cicatrización
Aunque la herida se cierre, el tejido nuevo nunca es igual al resto de la piel. Para que esa parte de piel vuelva a verse homogénea pueden pasar años o incluso una vida entera. Una cicatriz ideal (oxímoron por accidente) no debería verse más que como una línea blanca, casi transparente; no obstante, hay muchas formas en que una herida puede cicatrizar mal y una cicatrización fallida puede deteriorar el funcionamiento del órgano en cuestión, eso sin considerar el impacto psicológico que puede tener en una persona.
A veces las cicatrices cuentan más cosas de nosotros de las que quisiéramos decir. Tengo marcas en mi cara que delatan una adolescencia de inseguridades, de no encajar, de ocultarme por la vergüenza y el asco que me provocaba el acné. Nunca he sabido si soy bonita, pero sé que soy fea cuando reconozco las depresiones en mi piel que traspasan el maquillaje y que nunca se borrarán. Además de las miradas, hay que lidiar con los consejos no solicitados: remedios caseros, medicinas eficaces, doctores infalibles; la gente nos reclama como si quienes tenemos acné lo hiciéramos a propósito para estropear nuestros rostros, para poner en evidencia que no somos perfectos. No son sólo imperfecciones: son folículos taponeados de grasa que se inflaman, se enrojecen y duelen. Es una forma de autodestrucción con la que no se puede dialogar.
Cuando mi acné remitió, comenzó mi eccema. Me cubrió el cuello y los brazos de manchas rojizas que se abrían con el simple roce de la ropa, como raspones ardorosos y supurantes que me daban la sensación de tener enjambres de avispas bajo la piel. Y otra vez el asco: evitar mirarme en los espejos, usar manga larga y cuello alto en pleno verano, dormir con guantes amarrados para no rascarme y aun así abrirme nuevas heridas mientras dormía. Porque lo peor del eccema es que las heridas no cicatrizan, sino que forman escamas duras, amarillentas y ásperas, que habitualmente exudan un pus amarillento y pegajoso. El eccema reafirmó mi teoría de que debajo de mi piel habitaba algo sucio y repugnante que me hacía lastimarme en el intento de combatirlo. Despertaba a mitad de la noche llorando a causa de la comezón, del dolor, pero también porque estaba segura de que mi cuerpo me odiaba, de que tenía prisionera a mi mente únicamente para torturarme y de que tendría que vivir para siempre oculta bajo mi ropa porque nadie querría ver mi piel, mucho menos tocarla, acariciarla, besar mis cicatrices.
Mamá intentó ayudarme llevándome con diferentes dermatólogas. Los medicamentos que me recetaban eran tan caros como sus consultas, pero no sirvieron de nada. En esa época comencé a trabajar en una farmacia. La doctora era mi amiga. Una tarde me dijo que la dejara revisar mis heridas.
Recuerdo que las lavó con cuidado y aplicó un ungüento que refrescó mi piel y calmó el ardor. Luego me dio una serie de instrucciones: si quería que las escamas desaparecieran no debía intentar arrancarlas (y autodestruirme), sino cuidarlas con algo muy parecido a la ternura. Lavarlas cada hora, aplicar ungüentos, no cubrirlas, dejar que se ventilaran, no mirarlas con desprecio: eran los torpes trazos de mi cuerpo tratando de darme un mensaje. Conforme dejé de combatir a mi cuerpo, especialmente a mi piel imperfecta, esas heridas que nunca terminaban de cicatrizar sanaron y se borraron por completo sin dejar marca.
No fue sino hasta que escuché la conversación entre Lena y la doctora Ventress que lo comprendí. Podría parecer que todo en esta vida nos conduce a la muerte. Nuestras células persiguen una fecha de caducidad, los latidos de nuestro corazón se agotan, incluso nuestras mentes son devoradas por el vacío y nuestra memoria se desvanece. Pero no se trata de autodestrucción, sino de cambio. La única regla permanente en este mundo es que todo cambiará. Conforme nuestro cuerpo enferma o envejece hace suya esa metamorfosis. Fluye con el resto de las cosas. Permite que el tiempo lo transforme, que se inscriba en él en forma de cicatrices, arrugas, recuerdos. Es su lenguaje silencioso, su escritura encriptada. Quizá si pudiéramos tener una traducción más exacta sabríamos lo que nos quiere decir: no podemos salir ilesos de la vida, pero vivir tampoco se trata de escapar de la muerte, sino de aprender a transformarnos y eso es sanar.
1 En el idioma original de la película, Natalie Portman, quien interpreta a Lena, dice: “Why did my husband volunteer for a suicide mission?”. Esta expresión resultaría poco natural si se tradujera literalmente al español, pero el verbo volunteer en inglés se refiere a alguien que libremente se ofrece a participar en una empresa o a realizar una tarea.