Cicatrices / No. 238
No escribiría si no fuera porque bailo
La palabra cicatrices me recuerda un texto que alguna vez escribí en algún cuaderno. No recuerdo cuándo lo escribí ni qué cuaderno era. Ni siquiera recuerdo bien esa época de mi vida, en dónde vivía, si atravesaba un enamoramiento o qué proceso creativo en particular. Bailaba, eso es seguro. Lo que sí recuerdo es la sensación que me produjo anclar esa reflexión en palabras; hacía una especie de comparación con los tatuajes y me argumentaba a mí misma por qué había decidido no tener ninguno hasta entonces. También la palabra cicatriz me remite a la que tengo en el antebrazo izquierdo. Y ésta, a su vez, al accidente que la causó y a la reflexión que surgió años después sobre cómo las lesiones se transforman y se van mudando de un lado a otro del cuerpo dejando estelas y otras cicatrices invisibles.
Antes de comenzar a escribir tengo que tirarme en el piso y entregarme a él boca arriba cerrando los ojos. La respiración ya está ahí, la observo para hacerla más profunda al movilizar mi caja torácica. Mover las costillas es relativamente sencillo, las imagino como los dedos largos, afilados y huesudos de un gigante que me abraza por detrás y que rítmicamente permite mi expansión.
Un par de décadas después de mi primera clase de danza, comprendí que ser bailarina implica, hasta cierto punto, poder decidir qué metodologías y discursos moldearán la propia materialidad. Qué otros cuerpos quieres que te habiten, qué ideas, qué tradiciones, qué políticas. Qué heridas y qué cicatrices. Al tiempo que escribo me pregunto también qué textos habitan éste que comienzo y, nuevamente, qué ideas, qué tradiciones, qué políticas. Qué cuerpos son los que escribieron los libros que devoré y sigo engullendo. Y qué cicatrices hay en esos cuerpos. En ese sentido, observo la línea vertical y parpadeante que espera a que mis dedos continúen con la coreografía aprendida de la práctica de la escritura. La observo pero también miro el marco de la computadora, el de la mesa que la sostiene, el de la ventana que está detrás y el de mi propia habitación. Observo también el marco de privilegios que me permiten ahora mismo tomarme el tiempo de borrar y escribir.
Mover las clavículas al respirar es más complicado y requiere mayor atención. Cuando nací, la mujer que me recibió jaló de más uno de mis brazos, haciendo que una de mis pequeñas clavículas se fracturara. Al parecer mi madre estaba teniendo un parto ideal y sin complicaciones, por lo que el médico encargado pasó la tarea a una de las enfermeras asistentes.
Uno de mis recuerdos más remotos es la primera vez que entré a ese salón de danza. Tengo sólo un par de imágenes en la memoria, pero sobre todo conservo la sensación de entendimiento que provocó en mí la danza esa tarde. Tendría cinco o seis años cuando, al entrar al salón, la directora de la escuela me pidió que hiciera un círculo de skips. Mi ejecución determinaría en qué clase me pondrían. No recuerdo un ambiente hostil, al contrario, me sentía cómoda; la luz de la tarde entraba al espacio y las jacarandas se habían quedado afuera, pero mi madre estaba ahí conmigo. Me enfrentaba al reto de hacer las cosas bien, porque sin duda sólo hay una manera correcta y, por lo tanto, muchas incorrectas de hacer los skips. A los seis años yo ya sabía que los skips no son “paso, paso, paso” sino “paso, brinco, paso, brinco” y entonces me sentía segura. Al menos ya entendía la teoría, pero sabía que la trampa era dar dos pasos seguidos. Esa primera experiencia de entender que se puede dirigir al cuerpo, que el cuerpo no se mueve por sí mismo, que se puede direccionar y, a través de la repetición, perfeccionarse, se ha manifestado y complejizado a lo largo de mi vida. A cambio está el gozo, el disfrute de encarnar esa comprensión y de dejarse llevar por la cadencia del ritmo y del peso del cuerpo que atraviesa el espacio haciendo paso, brinco, paso, brinco, paso, brinco.
Pasarían 12 años para mi segunda fractura, la cual sí considero determinante para descifrar los dolores que desde entonces me aquejan. Sucedió en una de mis extremidades, lejos del centro. A causa del ángulo con el que me apoyé en el piso al caer desde una bajada resbalosa, los dos huesos de mi antebrazo izquierdo tronaron y atravesaron la piel. La radiografía era impresionante. La imagen era como una tienda de campaña cuya estructura estaba formada con los pedazos quebrados de mi radio y cúbito izquierdos.
No lo recuerdo con tanta nitidez, pero he escuchado la anécdota en muchas ocasiones. Cuentan en mi familia que en una fiesta bailaba con un amigo de mi papá: yo era una niña y le seguía los pasos. A manera de juego, él proponía ciertos movimientos que estaban fuera de la coreografía convencional de la salsa, la cumbia o el merengue. Él daba un giro rápido y una patada al aire y yo le copiaba, luego lanzaba un brazo al tiempo que sus pies se entrecruzaban y yo lo imitaba. Después se agachaba hasta el piso y brincaba y yo lo hacía; mientras más avanzaba el baile él subía la dificultad. Recuerdo su risa franca y descarada. En muchos momentos de mi infancia lo vi reír. Recuerdo también la emoción de las fiestas; avanzar saltando entre aquella multitud de adultos que bailaban, platicaban, bebían y fumaban. Sobre todo recuerdo trepar a la cama y, por la ventana de mi cuarto, observar la fiesta desde otra perspectiva. Tenía el cuarto más pequeño y la mía era la única ventana con vista al jardín. “Pero tú tienes los baños de luna”, me había dicho mi madre para intentar compensarme por el tamaño de mi nueva habitación. Para mí la luna era una fiesta.
Sigo con la respiración. Contacto con la sensación de mis músculos colgando de los huesos en dirección al centro de la tierra. La imagen que viene a mi mente es la de un esqueleto suspendido, apoyado en una plataforma a medida en una torre infinitamente alta. Imagino mis globos oculares como un par de gelatinas esféricas que caen al fondo de mi cráneo. Me percibo con volumen, no con un frente a modo de estampa bidimensional, como me enseñó la danza clásica. Más bien, imagino que cada partícula de mi piel tiene su propio frente y me proyecto en todas las direcciones posibles.
Ya sabía que tenía una pierna más corta que la otra. Un médico osteópata me lo había dicho cuando era adolescente, pero no hice mucho caso. Recibí aquella información, pero no la aprehendí. Como dicen, me entró por una oreja y me salió por la otra. Digamos que el doctor tampoco le dio demasiada importancia; me dijo que la mayoría de las personas son asimétricas y que esto no me afectaría. Por otro lado, su modo de corroborarlo fue rudimentario, lo hizo al tanteo, es decir, sin medir con un instrumento sobre una radiografía —cosa que sí sucedió tiempo después con otro médico—. Únicamente me sacudió, jaló mis piernas y midió a ojo. Por muchos años lo olvidé hasta que, casi una década después, comencé a adentrarme en el mundo de la improvisación y del aprendizaje somático de la danza. A diferencia de las técnicas que había practicado con arduo rigor por años, en donde la imagen externa de mi cuerpo y mi danza era la prioridad a trabajar, aquí (también de manera rigurosa y precisa), en este mundo, se priorizaba la percepción física interna y la experiencia del hacer. Se le daba más importancia al proceso de aprendizaje que al resultado final y se confiaba en las sensaciones como una fuente valiosa de conocimiento y sabiduría. Fue en ese contexto de aprendizaje que la remembranza de aquella información de asimetría se hizo tan necesaria. En aquel entonces me angustiaba no poder recordar cuál era la pierna que supuestamente era más corta. Para empezar, no entendía qué significaba que mis piernas no tuvieran la misma longitud: ¿es el fémur o la tibia y el peroné los que son distintos?, ¿o quizás un poco de ambos? Me intrigaba saberlo e inclusive llegué a pensar que quizás era esa anomalía, que hasta entonces había ignorado, la que me había causado todos esos dolores inexplicables a lo largo de mi vida. Pasaron un par de años en los que mi conciencia corporal siguió madurando y nutriéndose hasta que, durante una práctica de improvisación, tuve una especie de epifanía; fue otra vez la danza la que me hizo entenderlo de un modo encarnado.
Bailaba gozosa en un espacio amplio, de techos altos y ventanas que permitían la generosa entrada de la luz. Mientras recorría el espacio y observaba los otros cuerpos, cuyas propuestas me incitaban a seguir bailando, tenía la sensación límpida de mi cráneo flotando sobre una columna que se alargaba constantemente. Yo jugaba a sacar la espina dorsal de su centro. Sin perder esa longitud tan placentera, era como caer y cacharme a la vez, manteniendo en todo momento las plantas de mis pies en contacto con el piso. Algunas veces lo hacía de un modo más extremo: llegaba a un punto en el que mi cuerpo dibujaba una diagonal en el espacio y casi caía, entonces debía correr y recuperar esa verticalidad. Había otras en donde cambiaba el peso sutilmente para luego cacharme con un par de pasos.
Empecé a caer en círculos, mis traslados en el espacio dibujaban curvas. De pronto, en esa acción, noté algo tenue, pero revelador: caer en círculos e inclinarme hacia el lado derecho me resultaba más asequible que hacia el lado izquierdo. La percepción era tan sutil que tuve que repetirlo una y otra vez, a modo de trance, aunque ésa fuera mi única propuesta durante el resto de la improvisación. No quería soltarla, tenía que seguir adentrándome en esa sensación que no lograba descifrar del todo. Me dispuse a investigarlo: hacía unas curvas más cerradas y otras más amplias, ¿qué era eso que recién encontraba y sentía?, ¿qué significaba? Cuando aceleraba, el aire acariciaba mi rostro y, a pesar de estar sujeta a esa única acción de caminar, caer y correr en círculos, mi tránsito por el espacio aportaba a la improvisación en grupo, inclusive hubo personas que siguieron mi trayectoria. Esa tarde, en un instante, recordé aquella historia y lo entendí: me era más fácil inclinarme y caer hacia el lado derecho porque mi pierna derecha es ligeramente más corta, sólo un par de milímetros probablemente, pero por primera vez lograba sentirlo.
Como un costal maleable y poroso, mi piel envuelve todos mis contenidos acuosos, calientes y fibrosos. Visualizo ahora mi silueta y la impresión que mi cuerpo dejaría en el suelo si estuviera impregnada de pintura. Palpo la distancia de mi columna como una sensación. La pelvis y el cráneo tan pesados como el plomo. El fémur derecho ligeramente más rotado. Los omóplatos asimétricos. El sacro expandiéndose. Ahora visualizo el movimiento del diafragma: una bóveda delgada que separa el aire y el agua; la cúpula inversa al piso pélvico.
No puedo bailar y escribir al mismo tiempo. Esta reflexión me recuerda la sensación corporal que he tenido cuando estoy a punto de dormir. Llevo varios días observando ese momento límite para intentar pasarlo a palabras: los antebrazos me hormiguean y mi cabeza adquiere una ligereza particular, como si flotara en el vacío. La respiración no sólo es más profunda, sino que se pone en primer plano, toma más importancia que todo lo demás. También los latidos del corazón se hacen más presentes. Luego llego a la frontera, estoy en ese momento paradójico en el que la conciencia del cuerpo es muy nítida y aguda, sin embargo, estoy a punto de perderla. Llevo semanas sintiendo y observando este momento, pero luego, con la cotidianidad de la vida, olvidaba escribirlo. Esto sería algo parecido a intentar escribir sobre hacer el amor, la sensación de tener un orgasmo o acompañar la muerte de alguien a quien queríamos. O vivir realmente. Bailar. ¿Cómo escribir al ritmo de lo que sigue sucediendo? Pienso por otro lado en lo absurdo de este planteamiento, pues cuando una escribe sólo escribe y el cuerpo está en esa particular disposición. ¿Escribimos entonces desde la memoria y la imaginación?, ¿dónde se almacena todo eso que luego deseamos escribir?