Cicatrices / No. 238
El tatuador me pregunta si fumo
weed. Le contesto que sí y me dice que salgamos a fumar en su pipa de madera. Llueve, las gotas golpean las plantas del patio. Sólo le doy una fumada porque no quiero ponerme demasiado pacheco. El tatuador, en cambio, le da cuatro jalones. Por un momento me pregunto si es buena idea dejarse tatuar por alguien que está marihuano. “Si lo hace es porque lo ha hecho antes”, concluyo. Regresamos al estudio, una habitación con calcomanías y dibujos pegados en las paredes, sillas de cuero y camas para hacer masajes que en realidad sirven para tatuar las espaldas de los clientes. No hay nadie más que el tatuador y yo. En la bocina suena la canción de un rapero argentino que habla sobre dinero, drogas y sexo; me agrada el ritmo, pero no la letra. Coloco el brazo en el apoyador acolchonado y el tatuador enciende la máquina que suena como un abejorro en esteroides. La mota comienza a surtir efecto; mis párpados caen, se amplifica mi monólogo interno. Me preparo para recibir los aguijonazos. Las agujas taladrando mi antebrazo duelen como si me mordieran cientos de hormigas rojas. Trato de distraerme con la música y muevo la cabeza al ritmo del
beat, pero el dolor, como una descarga eléctrica, inicia en mi brazo y a la velocidad de un rayo alcanza los dedos de mis pies, que se contraen como babosas sumergidas en sal. Observo el aún no terminado tatuaje; una línea de sangre avanza como un tallo que brota de mi epidermis. Qué adorno tan doloroso, pienso, pero también pienso que el tatuaje durará a pesar del tiempo, el dolor no. Además, se me verá chingón. Por decir algo, le comento al tatuador: “nunca me había tatuado fumado”. “Y, ¿qué tal?, ¿duele menos?”, me pregunta. “No”, le contesto, y ambos reímos. Observo que su cuerpo está repleto de tatuajes a color; un tigre, un gatito de la suerte japonés, un cuchillo, una frase (
Love Hurts) cliché. Me cuenta que el tatuaje que más le dolió es uno que va desde su tobillo hasta el empeine. “Comencé a alucinar”, me dice, “te juro que sentí como si mi cerebro segregara una droga para protegerme del dolor”. Mientras el tatuador habla, me doy cuenta de que hay partes de mi piel que son menos sensibles, aunque hay otras en las que el dolor, como un grito, reclama y gana toda mi atención; por momentos, no soy más que una herida. No sé si el tatuador piensa que exagero cuando resoplo, pero no me importa, si me duele me duele y para qué ocultarlo. En otro intento por distraerme, me pongo a pensar que el dolor físico se siente de inmediato, y que lo único que quiero de él es que se termine, aunque también es cierto que puede provocar placer; recuerdo que una chica con la que salía me pedía que le jalara muy fuerte los pezones, “si no, ni me los toques”, me decía; claro que eso no se compara con clavarse dientes de hierro que inyectan tinta en la piel. Enchilarse con la comida es un dolor placentero, hacer ejercicio es un dolor placentero, rascarse un piquete es un dolor… El tatuador pasa un trapo por mi antebrazo, limpia la sangre mezclada con tinta, me aplica un
spray con lidocaína y me dice: “ya quedó, carnal, chécalo en el espejo”.
Me levanto. Me encuentro con mi reflejo. Ya no hay dolor, no me arrepiento.