Cicatrices / No. 238

Rutina matutina



 
Lo primero que hago al despertar todas las mañanas es tomar una pastilla de levotiroxina que mi cuerpo necesita debido a una tiroidectomía total por cáncer hecha hace siete años. La segunda acción es colocarme los anteojos en la cara. Sus nueve dioptrías en cada uno de los lentes me permiten observar el mundo con nitidez —o eso dice mi oftalmóloga—. El tercer gesto que se anexó a la rutina desde hace un par de meses es retirar el pequeño parche cosmético blanco que cubre una cicatriz reciente en mi frente. Cuando lo quito siento el suave pegamento estirarse en la piel. Entonces palpo el espacio aterciopelado de la frente recién descubierta, tomo el espejo de mi buró y miro la cicatriz. Deseo encontrar algo distinto o, al menos, poder comprender esa línea blanca y brillante. A veces lo logro. Me convenzo de que por fin la reconozco en su totalidad, de que me encuentro en ella. Otras, me resigno. Es imposible para mí reconocerme en un espejo, pienso. Ni siquiera sé cómo es realmente mi rostro sin los lentes. Hace casi dos décadas que los uso sin falta. Quizá forman parte de mí como los lunares de mi pecho o como mis labios gruesos.

Voy al baño. Orino. Me lavo la cara con un jabón dermatológico que promete eliminar el exceso de grasa en mis poros. ¿Qué exceso?, pienso y me río mentalmente pues nunca he tenido problemas de acné. Me seco la cara con una toalla pequeña que cuelga del lavamanos y procedo a colocar un poco de bloqueador FPS 50+ en mi cara. La dermatóloga me recomendó ese nivel de protección por mi propensión al cáncer, no por mi color de piel. Arreglo mis cejas con un cepillo que tiene colorante café, me tomo un minuto para rellenar de la manera más armónica posible el espacio sin vello que forma una diagonal que baja de izquierda a derecha, en sentido contrario al corte de moda. Qué mala suerte, pienso. Ni siquiera puedo tener un look aesthetic con esta nueva marca en la piel.

Las mañanas son irónicas o son una mentira. No hay mejor momento para reconocer o para negar el propio cuerpo que el ritual de arreglarse para salir de casa. Estos momentos de intimidad apresurada le dan espacio a la imaginación: lo que uno podría usar, vestir o hacer si su cuerpo fuera distinto. Quisiera que éste fuera un ensayo sobre lo mucho que amo mi cuerpo con todas sus imperfecciones. No lo es, y eso tampoco significa que lo odie.

A veces también me peso por las mañanas, después de ir al baño, antes de desayunar. Invariablemente me convenzo de que subí de peso, de que necesito comer más saludable, hacer más ejercicio o no podré usar ese increíble vestido morado escotado que compré hace un par de meses en la paca del tianguis. Miro el reloj y me olvido de esto. Elijo mi ropa: unos jeans, una playera estampada con algún mensaje de resistencia, un par de tenis negros con agujetas azules. Una sudadera con una bici impresa en el frente. Me quito la pijama y observo mi cuerpo casi desnudo. Observo mis tatuajes. Me gustaría tener más, me gustaría que cubrieran todo el espacio de mi piel que tiene queratosis pilaris. Me gustaría ser una mejor feminista, me gustaría amar cada centímetro de mi piel, mandar al diablo las imágenes de artistas que parecen de porcelana. Nunca tendré una piel así. Nunca me ha gustado la gente blanca, sin embargo, antes deseaba serlo. Mis padres no son blancos. Nuestra piel es más cercana a los colores del cacao tostado, irregulares, diversos. Quizá si dejara de usar ese bloqueador solar el brillo del atardecer unificaría los tonos en mi piel.

Observo mis nalgas, el pequeño pliegue que se forma al estirar alguna de las dos piernas hacia atrás. Me gustan aunque sean pequeñas; son fuertes, resisten horas en el asiento de la bici mientras voy a alguno de los muchos rincones de esta ominosa ciudad. Me gustan especialmente cuando me desvisto, cuando me miro de espaldas y observo de reojo mi cabello caer sobre el cuerpo y casi alcanzar sus formas redondas. Me pongo los pantalones. Paso la mano entre la pretina y mi piel. No me aprieta. Quizá, después de todo, no he subido de peso. Tomo un bralette de encaje negro y observo mis pechos. Son disímiles. Uno es pequeño, infantil, coronado con pequeños lunares en los bordes del pezón. El otro es el doble de grande, tiene estrías en el costado izquierdo, a un lado de mi axila. Con el sostén puesto las diferencias no se notan tanto, con la playera encima mucho menos. Aunque se notara más su asimetría no me molestaría, o eso es lo que me digo a mí misma para pensar que estoy por vencer varios prejuicios sobre mi cuerpo.

Cepillo mis dientes. Uno de ellos ha tomado un color amarillento los últimos meses. Es porque comencé a fumar con regularidad. Lo tallo con fruición y escupo la mezcla de saliva y pasta de dientes con asco en el lavabo. Me miro en el espejo al levantar el rostro. Debajo del labio tengo una marca que me hice ayer al pasar repetidamente mi uña sobre él. Ya casi no, pero a veces la ansiedad me sobrepasa.

¿Cuántas cicatrices tengo en el cuerpo?, pienso al observar ese manchón sanguinolento. Menos de las que debería. Mi piel es hábil. Se apodera rápidamente de las uniones y las vuelve casi invisibles con el paso de los años. Mi mente, en cambio, las repite, las construye como un circuito sobre el que corren, sin tapujos, la culpa y la inocencia al mismo tiempo.

Del otro lado del labio tengo un pequeño punto que parece haber sido provocado por el acné y no una línea hecha con bisturí, producto de una cirugía por escisión de un lunar. Me recuerda el día en que me di cuenta de que ya no amaba a mi novio de la preparatoria. Él me miró con ternura al verme salir de la pequeña cirugía y me abrazó. La vida es breve, pensé. Necesito conocer a más personas. La cicatriz también me recuerda el primer acercamiento que tuve con un posible diagnóstico de cáncer. Esa vez no sucedió.

Una historia casi de éxito es la cicatriz en mi cuello, producto de una extirpación total de la tiroides para detener un cáncer que había hecho metástasis. Después de la cirugía, el médico me recomendó usar unos parches para ayudar a la cicatrización. Los usé sin falta durante meses, pues suelo ser disciplinada con las rutinas médicas. Ahora es casi invisible. A veces, cuando menciono el evento, la gente se acerca a mí para poder observar sus vestigios.

Tengo otras marcas que tampoco se notan mucho. Las cinco líneas de la muñeca que me hice con un pedazo de botella de cerveza cuando era adolescente y no quería ir al psiquiatra. La marca de la plancha que me cayó en la pierna izquierda cuando era niña. La cicatriz de la vez que me caí de la bici porque estaba triste y decidí que era buena idea consumir todo lo que me ofrecieran. La cicatriz en la oreja por la ansiedad de esperar un mensaje que nunca llegó.

La marca más notoria es la de mi rostro. Un pequeño camino ondulado entre la frente y la ceja que por ahora no pasa desapercibido. Producto de la violencia urbana. Semilla de este ensayo. ¿Cuántas cosas sobre nuestros cuerpos somos capaces de controlar y cuántas nos exceden? A veces, otros cuerpos borran las fronteras que dibujamos sobre nuestra piel. Para mí, esas marcas son las más terribles, las más ajenas e invasoras.

Pienso todo esto mientras preparo el desayuno. Café, una tostada con verduras y un poco de fruta. Deseo alimentarme bien. Mi última hospitalización fue apenas hace dos meses. No quiero otra. Preparo un sándwich de verduras para el medio día y acepto mi fragilidad. No quiero más anemia. Recuerdo la enfermedad y las agujas sobre mi piel. Como la fruta. Vuelvo a lavarme los dientes mientras escucho una canción y la mañana comienza a tener sentido.

Realmente quisiera que mi cuerpo fuera una sonrisa, una llamarada deslumbrante. Es que a veces soy eso, pero a veces también soy este llanto silencioso. Me miro una última vez en el espejo antes de salir de casa. No todo está mal con este cuerpo multifacético: es un texto herido, una brasa humeante, una declaración de guerra que pedalea hasta olvidar la rutina matutina. Un contenedor que ha resistido el cáncer, las terapias, la anemia, la inapetencia, la violencia sexual, las hospitalizaciones frecuentes, los antidepresivos, la tristeza perpetua. Vivo en este cuerpo que intermitentemente se encuentra enfermo. Es mío. Galería de diagnósticos, de marcas, de momentos de miedo y expectativa, objeto de baile, de saltos emocionados, de deseo. Contenedor y contenido es mi cuerpo. No tengo otro, me repito. Tomo la mochila y la cuelgo en mis hombros. Al final, no soy buena ni mala feminista. La rutina matutina es un ejercicio de reconocimiento necesario, un ejercicio de asumir las contradicciones e intentar que dejen de ser llagas abiertas. Me pongo el casco de la bicicleta y salgo al mundo. Cada día es distinto.