Cicatrices / No. 238
Cicatriz/ar
Para sobrevivir en las Borderlands
debes vivir sin fronteras
ser cruce de caminos.
Gloria Anzaldúa
debes vivir sin fronteras
ser cruce de caminos.
Gloria Anzaldúa
Jonathan rastrea el origen de la grieta. Se asoma a su memoria como quien observa por el ojo de una cerradura. Necesita encontrar la raíz de esos momentos en los que se convierte en fantasma de sí mismo, y despierta en un cuerpo que no le pertenece. Lo único que tiene claro es que la disociación se escribe en tercera persona.
En/sueño
Veía a su hermano jugar The Legend of Zelda en el Nintendo 64. Carlos accedió, luego de largas súplicas, a prestarle el control. A los pocos minutos la pantalla se congeló con Link a medio galope sobre su yegua Epona. Carlos le dio una bofetada que le iluminó la visión como un relámpago y se abalanzó contra él. Jonathan apretó los ojos en un intento de escapar de las manos cerrándose alrededor de su cuello. Ya no era el niño que vivía en la Zona Este de Tijuana. Era Link y cabalgaba por la campiña de Hyrule en busca de la siguiente mazmorra para enfrentarse a monstruos y hechiceros. Con su espada y su valentía iba a salvar a la princesa Zelda, estaba seguro.
Jaula/s
Su papá trazaba cuatro líneas a las pizzas para dividirlas en ocho piezas. Con el sudor y la harina mezclada en su cara, se la pasaba al mesero y volvía a iniciar. Él tenía que cerrar el local de Broadway Pizza & Grill, en San Diego. En sus días libres veía La Hora Pico a solas. Hubo ocasiones en las que Jonathan se preguntó por qué no reaccionaba ante los chistes de los comediantes. Intuía que cruzar casi a diario la garita de San Ysidro y regresar a las 4 AM lo dejaba como cascarón partido. Durante las largas horas atrapado en la fila, su papá también debía ir a algún lugar tranquilo en su mente. Un lugar del que ya no podía salir. Su hijo intentaba hablarle, pero sin importar que se pusiera frente al televisor, sólo le devolvían la mirada unas cuencas vacías.
Im/posible
“No, la grieta no va por ahí”, piensa Jonathan. Es una escritura tatuada en la piel que el portador sabe leer. Los primeros retortijones de estómago los atribuyó a la salsa Valentina. Cuando ya no pudo mantenerse erguido, sus papás lo llevaron al hospital. Con la fiebre hasta el tope ocurrió el Big Bang en su cadera derecha. Lo metieron directo al quirófano, le hicieron una incisión de ocho centímetros para resolver el desastre y otra más pequeña de tres centímetros para drenar el pus. Fue una apendicitis que estuvo a punto de matarlo; unas horas más y habría evolucionado en una peritonitis. El doctor le dijo a sus papás que si su hijo seguía vivo era de milagro. La herida cicatrizó en un punto y una línea larga. Parecía un mensaje en código morse: el pestillo y el seguro de una puerta donde la muerte esperaba a que le abrieran.
“La línea divisoria entre las dos repúblicas comenzará en el golfo de México (...), seguirá el límite que separa la Alta de la Baja California hasta el mar Pacífico”. Una a una, las firmas en el Tratado de Guadalupe Hidalgo rebanaron kilómetros y kilómetros de México. Pero algo maravilloso y contradictorio sucedió: como una costra, Tijuana floreció de la llaga. De pequeño, Jonathan soñaba convertirse en doctor de costras. Las veces que se caía y se raspaba las rodillas las aprovechaba para ejercer su profesión imaginaria. No le fascinaba el escozor al quitarse la capa de sangre coagulada, lo importante era ese mundo nuevo, rosado, que se escondía debajo de la superficie. Creía que si escarbaba lo suficiente podría, por fin, encontrarse sin ningún telón de por medio.
Des/alojar
Cuando su papá fue a renovar su visa de turista el agente de migración sacó unas tijeras. ¿Por qué cruzaba todos los días, en cierto horario, y trabajaba sin pagar impuestos? Su papá se quedó callado y, con un chiz-chaz de tijeras, el agente destrozó la visa. Asimismo, le revocó el derecho a pedirla en los siguientes diez años. Sin dinero, sus papás se divorciaron y su hermano se mudó a las calles. El ansia por unir todas las piezas del retrato familiar terminó por desgarrarlo. En su cabeza ya no encontraba el agujero del conejo blanco para dejarse caer en el País de las Maravillas. De un momento a otro, percibía el macabro hallazgo de saberse actor en un escenario extraño.
A/normal
Jonathan reaccionó atónito al primer sopapo. Pensaba que los golpes habían quedado atrás con su hermano, pero sus compañeros de secundaria redoblaron la apuesta. Al ver que no se defendía siguieron, por el simple hecho de que podían hacerlo. Cual tortuga, hacía de su cuerpo una fortaleza que resistía los zapes, los empujones, los puñetazos. Todo salvo las palabras. “Ahí viene el Frankenstein”. “Si te crees chingón dímelo de frente”. El asedio terminó cuando lo cambiaron de secundaria por la inestabilidad financiera de sus padres. Si algo lamentaba era haberse quedado con ese deseo amargo de pintar su raya y partirlos con ella.
Territorio/s
¿Cómo son los cuerpos que viven (geográfica y metafóricamente) en el borde? El de su papá se parecía a una liga que se estiraba entre éste y el otro lado de la frontera hasta que la tensión la rompió. Su hermano vivía al límite y en el límite, buscando en los focos la luz que faltaba en su casa. ¿El suyo? Un laberinto sin salida. Un monstruo sin nombre que se repliega en su cueva, temeroso del exterior. El sonido de los espejos al quebrarse lograba llevarlo más allá del miedo. Cuando se miraba en los pedazos inconexos se reconocía. Coleccionaba alfileres, tachuelas y cuchillos, su hogar era el filo de la navaja.
Des/borde
Gloria Anzaldúa describe en su libro Borderlands el efecto que la frontera tiene en ella: “… recorre la longitud de mi cuerpo. / me clava estacas de valla en la carne”. Al iniciar la preparatoria, la vida de Jonathan alcanzó cierta estabilidad. Lejos de los gritos de sus papás, de los golpes de su hermano y de las burlas en la secundaria estaba listo para salir del capullo, pero en pleno vuelo se dio cuenta de que sus alas tenían agujeros. En la escuela, con sus amigos, era todo sonrisas, pero al regresar a casa con su papá, quien lo dejaba solo en la noche por el trabajo de la fábrica, el mundo perdía su color. Fueron esas frases, que aún podía escuchar, las que lo orillaron a intentarlo. “No dejan tragar a gusto, cállense”, decía su papá. Jonathan lo decidió. “Si hablas, te irá peor”, sentenciaba su hermano. Tomó el abrecartas. “¿No dirás nada, frentón?”, se mofaban sus compañeros. Lo colocó en su muñeca con el pulso tembloroso. Anzaldúa sigue su poema: “me parte me parte / me raja me raja”. Usaría el abrecartas para convertir su cadáver en epístola de todo por cuanto lo silenciaron. Pero el frío del metal en su brazo caló hondo, lo suficiente para tirar el arma al suelo. No pensó en su familia ni en la posibilidad del cielo o el infierno; tampoco vio su vida pasar. Declinó la idea por temor a que sus últimos instantes de vida se derramaran en un calvario insoportable. Prefirió evitar la agonía de arrepentirse ya con las venas abiertas. Anzaldúa continúa: “pero la piel de la tierra no tiene costuras”.
Apre/he/nder
El primer libro que leyó de inicio a fin fue El retrato de Dorian Grey. Buscaba un material para una tarea en la biblioteca cuando la portada lo atrapó: un hombre viéndose la espalda en un bucle visual. El cuadro que ilustraba el libro lo pintó René Magritte. Prohibida la reproducción. Comenzó a leer la novela de ese joven fragmentado que atesora su imagen más que a su ser material. La pintura y el texto le hicieron ver con nuevos ojos la disociación. Cansado de la barrera entre su cuerpo y su mente, decidió que la iba a explorar, le daría un rostro, la forzaría a hablar hasta saberse listo para atravesarla.
Reconstruirme
Las heridas invisibles en mis muñecas comenzaron a cerrar al mismo tiempo que mis dedos bordaban historias. Sabía que al escribir la palabra dolor no alcanzaría a capturar todo lo que esa experiencia encerraba. Permitirme ese desdoblamiento era, de alguna forma, un consuelo. Ya no importa de dónde surgió. Las palabras fueron mi hilo, y mi voz, la aguja que sutura la grieta. Mi escritura funcionó como el kintsugi, reparó con oro las fracturas. Pero esto es lo más importante que aprendí: el reencuentro conmigo mismo se escribe en primera persona.