Jóvenes escritores zacatecanos / No. 213
 
Zacatecas, Zacatecas, 1997






Giraluna de Van Sau

La iglesia de fachada tétrica y grandes ventanales es por mucho el orgullo del cabalístico pueblo. En un inicio no comprendí por qué me habían asignado a este caso; sin embargo, a medida que me acerco al templo y noto el pavor inusual con el que mis compañeros de la estación realizan sus tareas, comúnmente mecánicas, termino por entenderlo. La luz cálida del amanecer que inunda despacio la tierra parece desaparecer cuando penetro en el recinto. Dos pasillos angostos me dan la bienvenida, el oficial que me guía indica en silencio cuál es el camino correcto, mientras se queda rezagado. Avanzo alrededor de seis metros en completa oscuridad y sé que llego al final porque una luz roja se filtra por la rendija de lo que sospecho es una puerta. Al otro lado no se escucha ningún ruido. Me hace suponer que adentro sólo estaré yo y la escena de algún asesinato.

Empujo la puerta con el entusiasmo que me provoca la curiosidad y momentáneamente quedo ciego por una cresta de aquella luz roja. No advertí que la iglesia también cuenta con ventanales en la parte trasera; pero ahí están, frente a mí, a espaldas del altar donde el párroco da los sermones. Los ventanales abarcan prácticamente toda la pared y, a medida que sale el sol, la luz se vuelve más intensa, tanto que siento que he descendido al infierno. Me obligo a concentrarme y avanzo hasta que mis ojos logran adaptarse. Lo que ahora veo no deja de estar cerca de la entelequia.

A primera vista la mujer no parece real, pocos advierten que es voluptuosa carne y deleznables huesos, y sólo admiran una obra de arte de miembros plásticos, que parece inspirada en la caída de Lucifer. Incrustados en el techo de la iglesia cientos de cables plateados caen en cascada. Es fascinante la manera como los cables envuelven sus delgados brazos desde el omóplato hasta la muñeca para que no toque tierra. Siete de ellos se enrollan en su cintura como hiedra, como alicantes que se deslizan por sus caderas en dirección al pubis. Las piernas cruzadas cubren con pudor su sexo. Hay algo herético en sus nalgas de estatua calipigia. A los senos no los toca ningún cable, pero a las piernas y pantorrillas casi no les queda espacio sin ellos.

A muchos debe perturbarles que esté desnuda, pero no es lo mismo la desnudez en el arte que la desnudez en un cadáver, y así como no se puede vestir al mármol, tampoco a su lozana piel plastificada. ¿Qué tan viva continúa la carne bajo esa resina? A pesar de mis bríos por examinar la totalidad del cuerpo, mis ojos insisten en regresar al punto central de la obra: las alas. Todos en esta parroquia, estoy seguro, saben por qué tres pares de alas. Yo me esfuerzo en entender.

En sus cuatro metros de largo, de punta a punta, cada ala está hecha de plumas y pétalos alargados de apariencia diáfana, como si miles de hadas, libélulas o águilas hubieran sido mutiladas. Las alas parecen nacer de la carne antes viva y nutrirse con la sangre que ya no corre por las venas. No logro comprender cómo es que alguien tuvo el valor de perforarlas con los cables. Cierto: los cables sostienen las alas en posición ligeramente diagonal, como si el ángel caído aún intentara aletear, elevarse. De pronto, mi propio cuerpo me desobedece. Siento que algo falta en mí o, más bien, que yo falto en mi cuerpo. Viajo en retroceso por el aire. En un instante revivo días, semanas, meses, años. Me detengo en un sueño que creí olvidado.

Sentados en un jardín veo a un niño y una niña, son gemelos. Ríen mientras pasan las hojas de un libro sobre flores, no se detienen demasiado en ninguna y a cada momento se escucha la frase: “Ésta no es la que descubrió papi, ¡cambio!” Pasan de página al menos diez veces hasta que, con gran emoción, se detienen en la fotografía de una flor de aspecto insólito. Es similar a un girasol, pero los pétalos parecen las alas de una libélula, alas cristalinas, con grietas y bifurcaciones, el flósculo es de un azul pálido, igual de cristalino que los pétalos. La niña es la que está más emocionada. Lee con asombrosa rapidez el texto que acompaña a la fotografía. El niño pide con insistencia a la hermana que comparta la información. La niña lee:

—La giraluna sólo florece durante la luna llena y cuando ésta llega a su fin, las flores se irán atrapadas en la red de araña que la luna trae en la espalda. Hablando de redes, debe usted saber: lo que realmente importa en una giraluna es el flósculo.

—¡Papi escribe bonito! —declara el niño.

Ambos ríen y alaban a su padre como el gran descubridor. Son niños felices. El resto del sueño lo vivo al regresar a mi cuerpo. En mis párpados las imágenes se proyectan como en un viejo cine. La niña se obsesiona con aquella flor. Cada día, cada año se vuelve más experta en el mismo campo que su padre hasta que llega el día en que su padre la llama “Mi Giraluna”.

Abro los ojos. Examino el rostro de la mujer; la sonrisa traviesa conservada para siempre por el duro plástico, los pómulos sobresalientes, los ojos… sustituidos. Había rehuido estudiar el rostro, ahora no me queda opción. Veo los ojos de la mujer plastificada y advierto su palpitar, su tenue iridiscencia. En ese momento, entra uno de los peritos, trae consigo evidencia recién recopilada. Observo que el perito evita mirar el cuerpo de la mujer. No dice nada. Me entrega un par de guantes de látex, una carpeta con lo que supongo es un primer informe y una bolsa que dentro tiene lo que parece una carta.

—¿Una nota del asesino? —interrogo, esperando que confirme o desmienta mi teoría, pero sólo se marcha en silencio.

Primero abro la carpeta: hora de la muerte, material con el que fue plastificado el cuerpo, edad de la víctima, etcétera, omito casi todo hasta que encuentro lo que busco. En efecto, a sus ojos los sustituyen un par de giralunas de Van Sau.

Con atención contemplo nuevamente las flores en los ojos, los pétalos en las alas. Mis puños se aprietan con fuerza, arrugan el contenido de la carpeta. Siento como si mis manos fueran de plástico. Por un momento creo que me he vuelto de plástico al igual que la mujer. Miro mis manos, tengo puestos los guantes de látex. ¿A qué hora me los coloqué? En mis manos sigue la nota. Desecho los otros papeles y abro la bolsa para extraer el contenido. La carta está dirigida a mí. Admito que no me sorprende. Leo el frente del sobre: Detective Alastor Antara. El remitente es la mujer que yace muerta, convertida en obra de arte, frente a mí. Sin perder más tiempo rasgo el sobre y leo los tres párrafos de la carta:

Todo este tiempo he deseado conocerlo en persona, Alastor. Me agobia que nuestro primer y único encuentro se dé en estas circunstancias, pero no me queda más remedio que aceptar los hechos. Usted, claro está, no me conoce y por ello lo que le pediré sonará descabellado, pero sé que no dudará en aceptar. Primero que nada enfóquese en mis ojos o, mejor dicho, en las giralunas.¿Percibe las dos cuchillas en las puntas de las alas cercanas a mi rostro? Sí, están cubiertas de sangre. Los serafines tenemos tres pares de alas, las superiores nos ayudan a proteger los ojos de la luz divina que emana Dios. Pero para mí, que por caer a la tierra estoy privada de ella, sólo puedo volver a usarlas de manera patibularia.

¡Oh, Alastor!, sólo usted puede comprender, de todos los presentes sólo usted no desestimará mis actos llamándolos locura. Imagino que ya sabe que fue un suicidio. ¿O aún no lo ha descubierto? ¿Esperaba acaso una horrible escena de muerte? Le aseguro que no parezco real. Vaya, incluso me veo atractiva, deseable. Le pido disculpas si me he adelantado a sus deducciones, imaginé que lo sabría por su hermana. ¿No tenía ella los mismos ojos?, ¿no hizo lo mismo que yo? Ella también se extrajo los ojos de las cuencas para acallar el tormento.

Claro que conozco su historia, mi querido, no debe sorprenderse, como si no lo hubiera yo encontrado a usted. ¿Siente ya que está reviviendo una vieja pesadilla? Es momento de volver a dormir, detective. Ya saben lo que hice y lo que ella hizo. Por lo tanto, a usted debo demandar: encuentre esos ojos, Alastor, aquellos que su hermana se arrancó, de los que yo me deshice. En el mundo no hay suficientes giralunas para sustituir los ojos perdidos. Vengue a la hermana que le fue arrebatada, como yo le fui arrebatada a la mía; pero, sobre todo, encuentre al que ordena a los ángeles que se maten.






Lizeth Alcantar. Estudiante de la licenciatura en Letras en la Universidad Autónoma de Zacatecas.