Jóvenes escritores zacatecanos / No. 213
 
 
Zacatecas, Zacatecas, 1995






Historia de una bala

Existir bajo la orden del coronel Erwin König ha sido una dicha y placer que agradezco sobremanera. Previo a mi actividad en guerra escuché que había sido director de la escuela de francotiradores de la ss. Por ello, y con justa razón, su puntería era escalofriante. Estar en sus manos ha sido el acto de azar más gentil que pudo haber sucedido en la Segunda Guerra.

El viaje hasta Rusia ha sido extenuante y frío, muy frío. Además, todavía falta poco para llegar al centro de la ciudad, donde nos espera un ejército pintado en rojo, preparado con cañones, jaurías de tanques V1, presto a acribillarnos con docenas de armas ligeras posicionadas en lugares que, con suerte, sólo Erwin König lograría detectar, y destruir. No obstante, no podíamos detenernos en nimiedades. Nuestra misión no consistía en matar tantos como fuese posible antes de partir a aquel lugar donde el hierro y la plata se funden. Nuestro objetivo era más complicado y peligroso: debíamos destruir un escuadrón de francotiradores que respaldaba a todo un cuerpo del ejército soviético. Cerca de cuarenta y cinco mil soldados nos esperaban con justificada rabia. Pero su aparente furia no se demostró cuando lanzaron los primeros disparos, que no fueron más que patéticos.

Lo primero que debía preocuparnos era cruzar media ciudad sin ser descubiertos. Con ello, lo único que nos inquietaba era que el coronel perdiera el control de sí, que vacilara. De ser así, algunos de nosotros perderíamos la vida sin haber tomado algún suspiro enemigo en pro de nuestro sacrificio. Siento al coronel sujetando el arma con telescópica y, dentro de mí, corre una certeza enérgica que me invita a morir sin temor.

Con paso rápido, tomando cobertura de un tanque noruego, pasamos primero un bosque colmado de nieve. Luego nos enlodamos en las entradas de la ciudad. Hasta ahí nos habíamos tomado el tiempo para entrar con sigilo y sosiego, a fin de asegurar la misión. Cuando el lodo se secó, nos dio a todos una sensación de asco y frescura. Al llegar al primer punto de batalla vi algo indecible, un reflejo de la mirada de Dios a través de Satán. Balas chocando contra los muros, granadas explotando sin ritmo, brazos por aquí, piernas por allá, unos soldados ardiendo por un lanzallamas, otros congelados. Vi que un soldado ruso tomó a uno de sus compañeros como escudo y no lo soltó hasta que quedó hecho trizas, después lanzó una risa loca y nos disparó sin reparo la munición que le quedaba. Dos minutos después estaría tendido junto a aquel que utilizó como escudo.

Siempre estuve acostumbrado a romper el sonido, quizá por ello la parte más complicada fue la sordera que me causaban las explosiones. El coronel hasta ahora la había pasado sin inconvenientes. Dio una orden que provocó un agobiado lanzamiento en el que diez de los nuestros embistieron con certeza, sencillamente porque Erwin König así quiso. Mis compañeros lograron completar lo ordenado y consiguieron soltar apaciblemente vaho rojizo.

Somos balas. La manera en la que fuimos preparados podría dar una pequeña pista de lo poderosos que éramos. Los que nos moldearon para la guerra nos decían (esencialmente a nosotros, pues éramos una fuerza especial en formación) que nuestro Sinn und Existenz lo encontraríamos escondidos en latido enemigo. Enterrados en sus entrañas apreciaríamos y sabríamos que nuestra existencia no fue insustancial.

Avanzamos con mucho esfuerzo un par de millas al centro de la ciudad. Ahí nos instalamos en un viejo reloj, donde teníamos vista a un jardín lleno de soldados rusos moliendo a los nuestros sin compasión. Nosotros, desde arriba, pagaríamos las deudas. Debo confesar que me sentía preparado; aterrado, sin embargo. Mi admiración por el coronel crecía al tiempo que disparaba su arma, y yo, ansioso por ser utilizado, casi me desmayo por guardar el aliento junto a él.

Después de una hora de combate la situación cambió. Comenzó a nevar, el ambiente se tornó más tenso y el ruido apagado que provoca la nieve se volvió insoportable. En algún momento un copo de nieve cayó sobre el hombro derecho del coronel Erwin König, quien enseguida se estremeció. En ese instante tuve miedo, supe que él se sentía mal, ya fuera porque no podía observar bien o porque el aire ruso tenía un efecto paralizador. Entendí que estaríamos en peligro si no avanzábamos al oeste, flanqueando. Parecería que el coronel me robó el pensamiento porque cogió su arma y, diciendo un vamos terriblemente denso, áspero y bajo, nos obligó a salir a campo abierto, aun sabiendo que ahí no seríamos tan eficaces como viéndolo todo desde arriba.

Cuando bajamos me di cuenta de que era el último y por ende el siguiente, y ahí permanecería presto a la indicación de su dedo. En medio de una emoción terrible, ajeno a mi deseo de muerte, un zumbido hermano llegó ligero y ágil al hombro del coronel, quien cayó herido. Desde entonces, los instantes se tornaron tiempo inefable.

Yo estaba ahí, triado, con la esperanza de pronto ser utilizado. Arrastrándose, el coronel logró llegar a la choza en ruinas. Sólo uno faltó, me dijo, vendrá por mí.

De pronto, un hombre alto, quien supongo era Vassili, el último francotirador soviético que debía morir para finalizar nuestra misión, apareció sin armas. Tomó la telescópica del coronel y la apuntó tranquilamente a su corazón.

El coronel estaba recargado en la pared trasera de la choza, que ya era poca gracias a las repetidas explosiones que soportó antes de que llegáramos. El coronel no podía incorporarse. Ahí estaban los dos mirándose con odio, un odio que sólo se fermenta entre grandes competidores. A los pocos segundos Vassili recargó el arma con un movimiento rápido, dispuesto a dar fin al juego de francotiradores.

Yo desesperé tanto que mi impotencia se tradujo en un renegado grito de incomprensión de mí mismo. Ambicioné detenerlo, pero en manos equivocadas me era sencillamente imposible. Esperé con mi plata alma, apesadumbrada y cansada, y me lamenté por la suerte de aquel que admiraba.

Vassili me mantuvo un momento dentro del cargador. Me disparó contra Erwin König. Éste se quejó levemente, y cuando respiré en su corazón, al traerle la muerte, ambos suspiramos por última vez.






Luis Vital. Egresado de la licenciatura en Letras de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Ha colaborado en El Diario NTR.