Jóvenes escritores zacatecanos / No. 213
 
 
Zacatecas, Zacatecas, 1993






Un espacio de múltiples caídas

How nice it is of me to be writing to you,
when you're not writing to me.
Virginia Woolf a Vita Sacville-West,
julio de 1927


Llueve. Bajo hacia el punto acordado: de mi casa en el cerro a la avenida más concurrida del centro. Llevo el paraguas de mi madre, el de color menta y flores rojas. Parece que lo compró en alguna tienda china: no es resistente. No hace frío, a pesar de ser mediados de septiembre sólo llueve ligeramente de derecha a izquierda.

Quedamos de ir por un café a nuestra panadería favorita, cerca de Catedral. Luego ver una película o visitar la exposición de arte en el mercado de artesanías. Ningún plan definido. “Hay una película interesante en la cineteca”, dijo él. “¿Viste que tal persona estará en la exposición?”, contesté yo.

Para llegar a la avenida debo bajar un cúmulo de escaleras que inician en el límite de la iglesia y terminan en nuestro punto de encuentro. Digo cúmulo porque aquella calle empinada en partes tiene escaleras y en partes rampa, y desniveles para las cocheras de las casas. Así que los pasamanos aparecen y desaparecen. El callejón da la impresión de haber sido dibujado por Escher. Hacia el final, las escaleras se bifurcan: izquierda o derecha, en medio se abre un agujero que, por el sonido del agua que corre de manera constante, da paso a las alcantarillas.

Bajo las escaleras con cuidado. Recuerdo las luces de la ambulancia y la gente apiñada alrededor de un punto en el suelo: hace muchos años, una señora rodó por las escaleras hasta su muerte. Después, el Municipio renovó el callejón. Antes aquello era pura escalera.

En total son doscientos escalones de cantera, las esquinas desaparecieron y ahora dan paso a una redondez líquida que hace resbalar a los pies más avezados. Esos pies a veces son los míos. Me detengo frente al portón cerrado de la iglesia. Tengo las botas metidas en un charco negro que refleja con exactitud el brillo verdoso del paraguas satinado. Es temprano, él no llegará hasta dentro de cinco o diez minutos.

Aquí me caí cuando tenía trece años, quizá unos pasos más al centro de la escalera. Iba tarde a misa de fin de cursos y corrí colina abajo sin medir el reducido espacio del escalón. El tobillo torcido, las manos en las bolsas del suéter. Caí de costado y me golpeé la cabeza en el filo de la banqueta. Recobré la conciencia entre los brazos de una vecina y los gritos de las madres que salían del templo. Hasta que llegué al hospital, me pude ver en el espejo. Me sorprendió la visión. En el baño de la sala de urgencias, tenía la cabeza empapada y medio rostro lleno de sangre que combinaba con el color vino de mi uniforme escolar, que olía a hierro. Parecía una heroína, una amazona. Ni siquiera me dolió. Nunca me había visto tan preciosa.

Cuando le conté mi caída, a él le resultó gracioso: “sólo a ti te alegraría partirte la cabeza en dos”, dijo. Le comenté que el escalón exhibió mi sangre durante tres días hasta que la vecina que me levantó lo barrió con agua y Pinol. “Fue el momento más interesante de mi vida”, agregué, fingiendo estar dolida. A veces, en la oscuridad de su habitación, pasa sus manos por mi cabeza y sus dedos se detienen un segundo en la cicatriz de seis puntos. En retribución, yo le beso la cicatriz que tiene entre los nudillos y que se hizo en una pelea. “Son iguales”, le digo. “Marcas de guerra.”

Hemos bajado y subido esas escaleras muchísimas veces. A él le gustan. “Te veo en las escaleras”, me escribe por mensaje, y yo lo espero, porque siempre llego primero. A veces subimos a mi casa, o más allá de mi casa. A veces nos metemos al patio de la iglesia y nos sentamos entre el pirul y el nicho a la Virgen del Patrocinio. En seguida le cuento pedazos de mí: “Antes había una fuente. Aquí me bautizaron. Allá lanzaron las monedas. Caían a borbotones de las manos de mi padre, como chorros de agua plateada. Allá se levantaban las manos de los niños que se imaginaban gastando los pesos en jugos de naranja y galletas. Antes estaba lleno de ruido. Ahora sigue lleno de ruido, aunque sólo estemos tú y yo susurrando secretos.”

En alguna ocasión, él se tropezó en una rampa. Lo detuve del suéter antes de que cayera. “¿Qué haría contigo y tu cabeza partida en dos?” Reímos como tontos. Lo imaginé toda la tarde en medio de un charco de sangre. Aunque no era la misma imagen heroica que había visto de mí en el baño del hospital.

El agua del charco tiembla luego de que un grupo de mujeres baja las escaleras con prisa y se dirigen a la avenida. He soñado con aquel lugar también. De noche, la ciudad entera es mía. Sus techos, los parques y las copas de los árboles, los cerros y los callejones. Él y yo, sentados en las antañas escaleras. Sereno, él dice: “No podemos vernos más” y yo no lloro. En el lugar de su cara se abre una oscuridad más densa que la noche que nos rodea. “¿Te acuerdas de la vez que viajé por la ciudad hasta tu ventana y toqué quedito para que no te asustaras? No podía dejarte de ver, aunque quisiera”, le digo. A veces sueño que bailamos y que la música sale de entre las piedras. A veces no somos nosotros: tenemos otros rostros, otras vidas, y nos encontramos en aquel punto medio, uno subiendo, el otro bajando.

Aunque la pregunta es siempre la misma: “¿Qué harías si no fuera yo y no fueras tú y nos encontráramos?” Él responde que posiblemente nada, porque no nos conoceríamos. Yo le aseguro que aquello que compartimos tiene la misma consistencia que alguna fuerza elemental, que si nos guarecemos en la idea de unas escaleras como nuestro espacio habitable, estamos destinados a algo más que a una relación que algún día terminará. Entonces escogemos esquinas entre edificios, balcones que dan a la ciudad, árboles que florecen con el tiempo, tomo todos los lugares donde guardarnos como gorriones con frío.

Lo veo doblar la esquina. Fuma, a pesar de la lluvia. Lleva el cabello mojado. Si me ve bajo el paraguas verde, a un lado de la iglesia, finge que no y se recarga en la pared. Arroja la colilla hacia la alcantarilla, yo bajo con cuidado. La escalera se abre en dos. Él está del lado derecho. Tomo el lado izquierdo para sorprenderlo de frente, pero él sube las escaleras. Grito su nombre, desde abajo. Voltea, confundido, irritado. “¿Qué piensas, eh?”, me interroga, quizá sin querer, mientras vuelve a bajar. Me quito el paraguas de encima, pienso en dárselo para que no se moje. “En la gravedad”, respondo.






Sara Andrade. Egresada de la licenciatura en Letras de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Ha participado en diversos concursos y diplomados literarios. En 2010 ganó el Concurso Nacional de Expresión Literaria “La juventud y la mar” y fue dos veces becaria del PECDAZ, en los rubros de cuento y publicación de libro inédito. Ha colaborado en la revista digital Es lo cotidiano. Su primer libro de cuentos publicado es Orquídea de supermercado (Texere/Instituto Zacatecano de Cultura, 2018). Blog: <sputnikan.com>.