Jóvenes escritores zacatecanos / No. 213
 
 
Mexticacán, Jalisco, 1991






La Bruja

La naturaleza no hace nada en vano. El hombre es el único animal que posee la palabra, pensé, al mismo tiempo que escuchaba a Rebeca.

Rebeca era una mujer misteriosa, aunque dulce. Usaba un vestido gris y el cabello en un chongo descuidado.

—Sigo soñando muertos —dijo.

—¿Y ya sabes quiénes son?, ¿ya les puedes poner nombre? —le pregunté.

No sabía a lo que me enfrentaba, a pesar de que ya tenía más de diez años dedicándome a escuchar. Esta vez la conexión con Rebeca había movido muchas emociones en mi interior. Quizá por lo parecido de las historias. Un hilito que atraviesa nuestros corazones, eso es la palabra, pensé.

—Creo que ya sé quién es la Bruja… —dijo, y comenzó a llorar.

Algún tiempo atrás, Rebeca me había contado sobre la Bruja y el temor que le causaba. Siempre que soñaba con ella se despertaba en medio de la noche, incapaz de pronunciar palabras, se quedaba mirando el rostro de aquella mujer que ella misma había bautizado como la Bruja. Dejé que llorara. Hay momentos en los que es indispensable llorar, como las tormentas de agosto se desahogan de sí mismas y crean arroyos improvisados. En agosto se llevaron a mi papá y yo lloré mucho, tanto como las tormentas. Pero ahora, yo no podía decirle mis pensamientos. Ella lloraba y lo único que yo podía hacer, de acuerdo con el protocolo, era acercarle un kleenex.

Se limpió los ojos y la nariz. Me miró fijamente como quien va a decir sus últimas palabras.

—La Bruja, creo que es mi madre, se parecen tanto.

Ahora Rebeca estaba seria, militarmente, como presenciando un funeral. Cuando murió mi padre, yo tenía esa misma expresión facial, la expresión de quien sabe que la muerte es una señora muy alta, tanto que, si te pisa, te deja como estampilla.

—La Bruja es mi madre, pero ya no le tengo miedo —se tocó la cara, tomó un hondo respiro.

—¿Es que le tenías miedo también a tu madre?

—No, a mi madre no —respondió, luego se quedó pensativa un rato—. Creo que la Bruja no es precisamente mi madre —dijo con voz fuerte, pese a que su llanto aumentaba.

Volví a pensar en mi padre. En sus cicatrices, las operaciones, el olor a desinfectante. La negligencia médica. La muerte certera. Tomé un respiro lento, esperando que Rebeca no pudiera notar, mediante mi lenguaje corporal, mi tristeza.

—No, la Bruja no es mi madre. Es su enfermedad. ¡Su maldita enfermedad de mierda! —dentro del puño sostenía el kleenex con una gran fuerza, se pegaba en la rodilla, encorvaba el cuerpo y me miraba con furia.

Luego… Silencio. También de mi parte.

—Estúpida enfermedad, ¿por qué?, si mi madre era joven, tenía treinta y dos años y una niña de seis —continuó, tratando de terminar de hablar—. A esa pinche enfermedad no le importa nada. No, doctora, no le tengo miedo a mi madre, ni tampoco a la orfandad. Ni siquiera es miedo. Estoy enojada con la enfermedad de mi madre. La que hizo que su cuerpo se volviera huesos. La que le comió la sonrisa. Esa enfermedad que mojaba sus pantalones a diestra y siniestra.

Recordé el protocolo: El profesional de la salud mental no debe mostrar lazos de afecto más allá de la relación terapéutica. Rebeca me miró. Me tapé el rostro para que no notara mis lágrimas. Inútil. No pude hacer nada. Lloraba por mi padre, por la negligencia, por su muerte. Ella se puso de pie y me extendió sus brazos. Nos abrazamos un largo rato.

—También a mi padre se lo llevó la Bruja —dije, y solté una risita cómplice.






Irene Ruvalcaba. Poeta y maestra en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Ganó el primer lugar del Premio Internacional de Escritura Femenina Fantástica “Felicia Fuster” en 2016 y fue becaria del Festival Interfaz-ISSSTE el mismo año. Es fundadora y coordinadora del Colectivo Líneas Negras.