Jóvenes escritores zacatecanos / No. 213
 
 
Zacatecas, Zacatecas, 1990






Cómo aprender a fumar

Lo ve. Escudriña desde el abrigo negro hasta los zapatos porque a una mujer como ella la ropa no le pasa desapercibida. Enfoca la mirada en las manos del hombre, busca una sortija, pero sólo encuentra un cigarro entre los dedos, concluye que no le molestaría llegar a casa con la ropa y el cabello apestando a tabaco. Recargado en la barra, el hombre parece estar solo, intercambia algunas palabras con el mesero y voltea de vez en cuando a la televisión que encierra a dos boxeadores. Ella ve los dedos que llevan el filtro hacia los labios. Envidia el final del cigarro, el papel naranja: su boca desea ser la boquilla que él lleva a la suya al menos ocho veces en un minuto. Olvida las nimiedades que charlan sus compañeras. Pierde el oído, el olfato y el tacto para sobrecargarse en la visión de él.

La noche aumenta junto al frío. Más personas entran al bar, buscan calor y exhalan humo para contrariar el clima. Pronto se crea una niebla gris e inversa que parece salir del suelo y empujar el techo. A nadie le incomoda esa niebla sofocante, se unen quienes no estaban fumando, la tarea es que las palabras salgan con forma, color y olor, no sólo como un ruido pausado, fácil de ignorar. Ella es la única molesta, la niebla le impide seguir observando al hombre. Tanto que él se difumina hasta ser casi una silueta. Busca un mejor ángulo, pide a una de sus compañeras cambiar de lugar porque le molesta el humo. En su nueva posición resta uno de los cinco metros que la separan de él. Se decide, tiene que hablarle, no será difícil para una mujer como ella acecharlo, pero no quiere ser confundida con una prostituta, con una sensatez alcoholizada. Sólo le queda esperar a su mejor trampa: el contacto visual.

De la pupila a la espesura de la niebla y luego a él, a veces silueta, a veces imagen nítida. Solitario, el hombre lleva filtros o el borde de un tarro a donde ella quiere ir. Ella tiene que apresurarse por si termina de hacer lo que sea que esté haciendo. No espera a nadie, o al menos eso cree hasta que la distrae el contoneo de una mujer dentro de un vestido rojo. La mujer toma asiento a su lado. El hombre la voltea a ver como la observadora quisiera que la mirara a ella, la mujer del vestido extiende su mano hacia el pecho del hombre para asirlo del abrigo y aproximarlo, su boca sustituye el tabaco. El instante se vuelve tenso, la observadora siente celos, le arde la mirada hasta que la mano de la otra enciende un cigarro y se distrae, al igual que él, con el televisor. No hay mucho tiempo, ésa fue la primera advertencia de que en cualquier momento puede marcharse. O peor, que otra envalentonada le arrebate lo deseado. En estos casos no cuenta el yo lo vi primero, hay que actuar.

No lo piensa demasiado, abandona su lugar. Sus compañeras creen que se dirige al baño y no le toman importancia. Ella avanza, combate el ruido de la música y la palabrería con el sonido de sus tacones. Llega y coloca los codos y parte del busto sobre la barra, en voz alta pide una cerveza. Voltea con cautela. El hombre está concentrado en sus uñas, como si tuviera una íntima conversación con la punta de sus dedos. Pero ella sabe que una mujer como ella nunca pasa desapercibida. Tiene que voltear, piensa. Pero no pasa nada, la indiferencia de él parece a propósito. Quizá le moleste el humo, pero éste disminuyó hace unos minutos, los pulmones pidieron tregua. Ella recibe su bebida. Da un sorbo mientras ve de reojo a quien la ignora. No hay respuesta, regresa a su sitio.

De entre todas las opciones que tiene para acercarse a él, elige la que le haría quedar en ridículo. Ella, que alguna vez juró nunca probar un cigarro, ahora tiene que hacerlo para no irse con las manos vacías. Con excusa de buscar su labial, saca un cigarro del bolso de una de sus compañeras y una vez más se pone de pie, avanza. Conforme da un paso la densidad del humo aumenta. Está a punto de tocarle el hombro, a punto de que él voltee y vea el cigarrillo apagado entre sus labios. Lo demás ocurrirá con naturalidad, una vez que ella comience a toser y él se dé cuenta de que tal vez nunca había fumado y de que su única intención era hablarle. Pero justo entonces la intercepta el chisteo constante de un encendedor que se convierte en llama temblorosa frente a su nariz. Un tipo de sonrisa estúpida le impide el paso, le acerca el encendedor al cigarro. Tal y como lo tenía pensado, ella comienza a toser. El tipo del encendedor no pierde ocasión para tomarla por la espalda y preguntarle si está bien.

En cuanto se recupera, ella lo ignora. Vuelve a mirar hacia el sitio donde se encuentra el hombre, pero sólo descubre un cigarro a medio consumir en el cenicero. Se alarma. Mira con desesperación a su alrededor, la espesura del ambiente le impide encontrarlo. El tipo del encendedor continúa terco a su lado, interroga: ¿Vienes sola? Un amigo mío hace lo mismo, dice que si llegas solo a un bar sales con una mujer. Justo ahora lo acabo de ver salir junto con una muy guapa, aunque no tanto como tú. Ella cierra los puños. Ofuscada, se sienta en el lugar vacío que dejó el hombre. Se resigna a tomar del cenicero el cigarro que era de él. Da una fallida calada. Luego, preparándose, busca otra oportunidad: ¡Ah, sí! ¿Y cómo se llama ese amigo tuyo? No lo vi, es fácil notar a un solitario.

El tipo del encendedor sonríe, toma asiento a un lado de ella. Cree que es su día de suerte, que a partir de ese momento dejará de ser el conducto de las mujeres para conocer a su amigo.






Joselo G. Ramos. Estudiante de la licenciatura en Letras en la Universidad Autónoma de Zacatecas. Ha colaborado en Punto en Línea, Crítica, La Soldadera, ACultura y Círculo de Poesía, así como en los blogs Efecto Antabus, Revista Marabunta y El Guardatextos. Fue becario del Festival Interfaz-ISSSTE de Monterrey en 2017 y es miembro del Taller Literario “Los hijos de Alicia”. Es autor del libro de cuentos Más inquietante (Hijos de Alicia, 2017).