CRÓNICA / No. 193


 

Reinas


Saúl Sánchez Lovera

Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, unam

 

Jamás admiramos una rosa por parecerse a una mujer, pero
admiramos a una mujer por parecerse a una rosa.

Robert de la Sizeranne


Allá está la Trevi bailando con la Sirenita. Del otro lado del bar, Gatúbela toma una cerveza junto a Divine, superestrella del trash. En el baño, una pin-up le arregla el sombrero a la bruja de El Mago de Oz y una mujer barbuda retoca su maquillaje de fantasía. Todo aquí es verdad, todo aquí es cierto y, me temo, todo aquí es también irrepetible: la noche, las cervezas, los cientos de beats por minuto, las risas estruendosas, los cuerpos que devienen en esculturas. En medio de una ciudad frenética, de un caos silencioso y mortífero, un grupo de hombres encontró que la cura para aquello que nos empeñamos en llamar “la vida” viene desde el cuerpo: una docena de varones vestidos como mujeres, impostores hermosos, se reúne en un congal del Centro. Una cofradía de drag queens celebra la noche y la hace así más bella. La norma los ha orillado a este sótano de la vida social, una caverna que ellas, con el preciado don de la transformación, han sabido convertir en un palacio. Y a ellos en sus reinas.

El principio del esteta es simple: la superficie dice tanto como la profundidad. Y entonces estos vestidos de tela barata, ese maquillaje exacerbado, aquellos movimientos que intentan ser suaves y gráciles, articulan un discurso que critica y cuestiona una visión caduca y limitada del género. Ellas son prueba de que un niño puede soñar con convertirse en princesa o con conducir el convertible rosa de la Barbie mientras el viento californiano acaricia sus mejillas. El género, dicen ellas con el gesto, no es aquel binomio impuesto por la moral dominante: rosa o azul, machos hoscos o hembras gentiles, Barbie Secretaria o Tortuga Ninja. Hay más detrás de aquellos horizontes y ellas decidieron que es tiempo de descubrirlo.
 

***

 

Paris Bang Bang, una drag vestida de la Sirenita, es la anfitriona de la noche: peluca roja, falda de lentejuelas verdes que abraza las piernas, sostén lila que contiene pechos inexistentes. Aunque uno puede intuir el cuerpo bien formado de Paris detrás del atuendo de Ariel: los músculos de los brazos y las piernas salen a relucir mientras baila una coreografía intencionalmente boba y que provoca carcajadas entre el público. Después de la actuación, el aplauso, las reverencias al querido público, Paris revela la dinámica de la noche: las reinas harán suyo el escenario durante una canción y un jurado de estrellas nacientes de la vida under, fashion bloggers, bailarines en punta, se decidirán por una ganadora y una perdedora. Paris se sienta frente al escenario y junto a ella el resto de los jurados. Y París, dijo Hemingway, es una fiesta. O quizá lo escribió mejor Rubén Darío cuando la ciudad luz lo sorprende de madrugada, “París se sentó a la mesa. Y la Brama y la Lujuria y la Riqueza y el Dolor y la Alegría y la Muerte también se sentaron con él”. Allá está sentada Paris y la noche es quizá su manto.

Al menor gesto la máscara puede caer hecha pedazos. Entonces las reinas eligen moverse con cautela, movimientos ligeros de cadera y cintura y cabeza que las vuelven casi etéreas. Y el público, devorado por las fauces del alcohol, decide omitir la sombra del bigote que se divisa arriba del carmín, las manos grandes y toscas que toman una botella de cerveza, los vellos gruesos y oscuros en los brazos medio fornidos, los ángulos rectos de la espalda, el par de cojines que se asoman del pecho simulando las tetas perfectas. La multitud es partícipe en un pacto de silencio y como recompensa obtiene una libertad extraordinaria. Un hombre musculoso se pasea sin camisa: su rostro lo cubre una máscara de conejo. Un jovencito estrena su vida nocturna y se pavonea coqueto con los labios pintados de rojo. Una pareja de oficinistas enfundados en traje gris y zapatos magullados por la rutina se besan mientras uno, con ternura inusitada, despoja al otro de la corbata que apresa su cuello. Aquí los límites de la identidad son diáfanos: esta noche la transfiguración está al alcance de cualquiera. Este congal encierra una sociedad más libre y avanzada, capaz de entender al otro y de escoger cómo representar su interior. Y hay quizá un espejo de aquellas reinas en todos nosotros: en aquella disidencia voluntaria y por ello más perfecta. En este inframundo de neones, uno es libre de elegir cómo desea narrar su propia caída.

De haberlas conocido, quizá Gertrude Stein nunca hubiera escrito aquel aforismo en el que, cortante, declara que “A rose is a rose is a rose”. Estas rosas son más que la fachada. En esta ficción, construida con absoluto detenimiento, se esconde un discurso político: la libertad las enemista con la mierda de la moral dominante. José Joaquín Blanco explicaba sobre los homosexuales en la Ciudad de México que “tuvimos que inventarnos defensas y volvernos, simultáneamente, más agudos, más refinados, más vulgares, más lúcidos, más generosos y más cabrones”. Y Pedro Lemebel escribió aquel verso: “porque ser pobre y maricón es peor / hay que ser ácido para soportarlo”. Entonces la Paris mira a Gatúbela de repente y, con una mirada que aniquila, le espeta: “Tápate esas muelas, chula, y luego te carcajeas.” Y todos reímos mucho y eso, tal vez, nos hace sentir invencibles.
 

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Javier Marías escribió que “lo más arduo de las ficciones no es crearlas, sino que duren, mantenerlas en el aire”. Aquello que llamamos “la vida” choca con esta ficción e intenta destruirla. Y es que enfrentarse a la ficción reclama el mismo esfuerzo sobrehumano que supone enfrentarse a la verdad. Sin embargo, las reinas logran sacar a flote el cuento: la Malvada Bruja del Oeste pierde su peluca en medio de “La papa sin catsup” y la multitud la aclama mientras vuelve a acomodarla. Las reinas crean una mística en torno al cuerpo y las miradas penetrantes y el vestuario estrafalario y las pestañas que apuntan al cielo y los ademanes de diva en decadencia. Ellas son las primeras en creer aquella ficción: se aman, se divierten, se aceptan y forman así un mundo único y perfecto.

Estos son personajes que prefieren asomarse al espejo que a la ventana, que encuentran en sí mismos el escape a un mundo utópico. Ellas se conciben como obra de arte en potencia: el cuerpo ha de convertirse en el mármol de la propia escultura. Sin embargo, no se trata de seres completos sino completables, acaso como aquellas obras de arte a las que el espectador ha de encontrarles el sentido. En todas ellas se esconde una historia que el público ha de reconstruir: en el pecho completamente tatuado de una pin-up, quizá habitante de un barrio bravo; en los movimientos milimétricamente calculados de una Gatúbela que se desvive entre splits y squats, bailarín clásico en disidencia; una tigresa con la barba pintada de gris, galán de revista en negación de sus facciones masculinas. En algún punto de la noche, todas bailan sobre el escenario y el lugar se sume en un trance. En sus rostros, imagino, uno puede descubrir todo aquello que la vida puede ofrecer: la amistad, el deseo, el sexo, el dolor, el enamoramiento, la envidia, la belleza.


La multitud se desvive continuamente en aplausos y vítores, las reinas han reservado sorpresas para sus presentaciones: la pin-up se empapa de sangre durante su performance; la Divine, como en la película de Waters, traga mierda de chocolate; la Trevi baila sensual y se despoja de las medias para revelar un par de piernas musculosas; dos bailarines salen de la multitud para bailar con la Gatúbela. La noche avanza, transcurre frenética y termina pronto. Paris declara una ganadora y una perdedora, aunque quizá aquí sí se cumpla aquel lugar común que dicta que lo importante es participar y todas son un poco las ganadoras porque la fiesta es un alivio y un respiro a una sociedad que las oprime.

Las reinas tendrán que esperar una semana para regresar a aquel palacio oscuro, para revivir el momento de libertad y gloria entremezcladas, para encarnar esa extensión del yo y que la máscara del maquillaje revele su interior acaso más verdadero. Y yo sólo quisiera preguntarle a Warhol qué pasará con nuestras almas cuando terminen nuestros quince minutos sobre el escenario y el ruido de los aplausos se funda con la noche.

 


Saúl Sánchez Lovera (Ciudad de México, 1994). Estudia Cinematografía en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM. Ha resultado ganador en concursos organizados por el FICUNAM, el ACNUR y la UIA. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y la Universidad Veracruzana para el Curso de Creación Literaria 2014 y 2015 en la ciudad de Xalapa.