EL RESEÑARIO / No. 193


 

La leyenda de la princesa Kaguya



Rodrigo Martínez


 

La princesa Kaguya (Kaguyahime no monogatari)
Dirección: Isao Takahata
Japón, 2013

 

Niña de bambú. Niña que palpita como pájaro. Niña de retoños impacientes que se abren rítmicamente con el coro de las aves y con la rutina animal del bosque. Niña del movimiento perpetuo y de la fuga lunar. Identidad de niña de cerezos que colisiona con el oro de los palacios y con el artificio de metal de la nobleza. Prodigio del campo. Nostalgia del campo. Ascensión y éxodo a la ciudad. Prisionera urbana. Cautiva del sosiego. Añoranza de las primeras emociones y de los encuentros definitivos bajo el hechizo de la secreta comunicación con el paisaje. Canto fraterno, casi tribal, que envejece con el tiempo hasta convertirse en el eco de una última mirada, siempre hacia atrás, sobre cada uno de los lugares, los momentos y las cosas amadas y vividas con plenitud.

Casi al final de su jornada, un cortador de bambú advierte un destello de luz en un tallo y descubre una niña del tamaño de un pájaro en un retoño. La sonrisa de la criatura anima al hombre a presentar el prodigio a su mujer. Mientras forman una familia, la pareja atestigua nuevos milagros. La pequeña crece aceleradamente y los bambúes comienzan a proveer oro. El padre adoptivo asume que debe convertir a su hija en princesa y prepara un palacio en la ciudad para situarla entre la nobleza y encontrar un pretendiente ideal. Aunque recibe el nombre de Kaguya en su nuevo hogar, la joven no logra dejar atrás los lugares, los recuerdos y las personas que descubrió en su vínculo único e íntimo con el entorno de su primera casa.

En la obertura de La princesa Kaguya hay algo más que el milagro que cataliza el relato de esta adaptación del cuento tradicional: un gesto de montaje asocia distintas manifestaciones visuales del retoño originario para mostrar la manera en que la naturaleza de la niña entra en la vida cotidiana de los campesinos. Los movimientos corporales son emanaciones del entorno. Animales y plantas no pertenecen a una realidad neutra, sino a un paisaje trastocado por la presencia de la protagonista que, a su vez, está definida por ese mundo.

Esta secuencia es una invocación de la naturaleza. Hay en ella una sociedad entre la criatura milagrosa y el ambiente. La princesa encarna la vitalidad de ese entorno. Comienza a caminar con inmediatez. Su tránsito hacia la infancia es tempestivo. Como el arribo de un pájaro a una rama o el brote de un cerezo, su tiempo es una fugacidad perpetuada, en adelante, en todos los episodios donde irrumpe como portadora del paisaje.

En esta lírica de la naturaleza reside el dilema profundo del filme. El destino de princesa parece irrelevante frente al conflicto de añoranza. Antes de emprender el viaje, Kaguya descubre el afecto en un campesino (Sutemaru) y vincula los instantes de lucidez de su infancia con el campo. Cuando debe subir al carruaje, hay un plano donde mira hacia atrás para comenzar a rememorar desde ese mismo instante. Esta idea visual perdura en el periodo de instrucción en el palacio, con actos de apego como convertir un jardín en réplica de su mundo campirano o liberar a un pájaro de una jaula, indicio de una resignación casi completa. Desprovista de interés por el mundo sosegado de la nobleza y a causa de la incomunicación desde su encierro, la princesa encuentra un refugio en sueños tan felices como aciagos.

La poesía del paisaje con que Isao Takahata expresa esta remembranza no es mero preciosismo visual. La labor de animación de Osamu Tabane y Kazuo Oga articula por lo menos dos estilos de dibujo para contrastar las percepciones de la muchacha. El arte pictórico no sólo evoca una técnica que el propio realizador quiso rescatar del olvido, sino que manifiesta motivos temáticos complejos e imbricados. Imágenes con contornos definidos y ordinarios corresponden a la quietud de la vida en un palacio donde no hay vitalidad ni siquiera en los profusos colores de las telas que ornan las paredes o el cuerpo de la propia muchacha. Contornos indefinidos, a ratos difuminados, sobre dos planos simples desprovistos de color, acuden a un trazo dinámico y alterado que expresa el interior-exterior de un alma atormentada cuando sueña o cuando se agita.

En esas formas no sólo existe el binomio campo/ciudad. Están allí el sueño y la vigilia, la movilidad y la inmovilidad, la libertad y el encierro. Todos estos son huellas de un ser de naturaleza que deviene cautivo de las convenciones sociales. La hija del bambú está enferma de la falta de paisaje. Este trance encuentra así un instante de absoluta vitalidad expresionista en un trazo casi vanguardista con fondo de luz y azabache. Iluminada de luna, Kaguya huye de su presentación en sociedad porque debe permanecer encerrada. La niña que crece con vértigo, la niña seguida por las mariposas, la niña cuya sombra es como paso de viento por los bosques está sometida a una inmovilidad de la que sólo puede huir con un viaje por el interior de su propia memoria.

El paso onírico revela otra fisonomía del paisaje: un campo sin retoños, el silencio de los pájaros, un semi-azul con gris en el lugar del cielo, la luna omnipresente ante la luz de nieve sobre la que se desmorona la muchacha. Y aunque el argumento todavía da cuenta de los cinco pretendientes que deben encontrar las quimeras con que compararon la belleza invisible de la princesa para poder desposarla, esta ensoñación de una fuga toca el resto del filme porque se expande en el montaje como nuevas alteraciones (el encuentro y la paliza a Sutemaru, la muerte de un pretendiente) o visiones (el vuelo de los enamorados) con el velo colorido de la añoranza.

Si bien La princesa Kaguya muestra el desarraigo de una muchacha de campo en la ciudad, el trabajo final de Isao Tahakata no es una visión de las clases sociales del Japón feudal. La pieza literaria primigenia es el máximo dato cultural del filme, pero su propósito está más allá de la representación de un contexto humano. La cauda de referencias a objetos, lugares y mentalidades está allí para crear la impresión de realidad necesaria para una obra que completa su sentido con la ensoñación. Y es justo esta sensación de irrealidad latente lo que alimenta la estética del filme.

Los realizadores buscaron crear una percepción de vida en cada cosa. Lo animado y lo inanimado son categorías vivientes. Ambiente y sustancias realizan movimientos permanentes. Son enérgicos. Por eso las líneas del dibujo tiemblan o se vuelven mezclas de manchas. Por eso la protagonista figura por encima de las convenciones cívicas. Justo porque está forjada de naturaleza, de tallo de bambú y de luz de luna, la idea de vida condensada en cada cosa es un motivo coherente en toda la película porque refuta los artificios creados por gente de sociedad que no comprende la fugacidad de todo lo genuinamente vital.

Y aunque el principio que da entramado visual a este filme parece más cercano a una premisa (que no estilo) de Jan Švankmajer (designar vida a todas las cosas), hay un rasgo minimalista que recuerda otros trabajos de los Estudios Ghibli. La pieza musical con que la niña Kaguya marcha al lado de los campesinos liderados por Sutemaru aparece cada vez que necesita afirmar su identidad y sus memorias, pero también torna en un eco que se desvanece, en la última irrupción de ese estribillo, como marca inevitable de aquello que se va. Es la juventud como el final del camino. La metáfora de una vida convertida en memorias de infancia que transita hacia el desvanecimiento de la mente y la identidad. La persona desaparece, pero su experiencia perdura.

Este efecto final de vida trascendida proviene del contraste dado por la plenitud en la fugacidad. Con luna llena, la vida breve de Kaguya está intensificada en todos sus instantes. Algunos de estos momentos se repiten como ensoñaciones, pero no dejan de ser tercos recuerdos con ganas de animar todas las cosas; imágenes necias que no quieren dejar de ser y que obligan a voltear siempre hacia atrás, por lo menos un segundo, para mirar una casa de campo o al mundo todo en azul. La vivacidad de la primera secuencia encarna una certidumbre: todo aquello que está tocado de naturaleza, de existencia a secas, porta el carácter del instante. A pesar de la brevedad de los momentos felices, es posible hallar una vida trascendida en la nostalgia de las primeras impresiones.



Rodrigo Martínez. Es maestro en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado en las revistas Punto de partidaEl Universo del BúhoLa revista y Periódico de poesía, y en espacios culturales de los periódicos El Financiero y El Universal. Es profesor de asignatura en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam y colaborador de la revista F.I.L.M.E <www.filmemagazine.mx>.