CRÍTICA CINEMATOGRÁFICA FÓSFORO / No. 191


 

Las imágenes del silencio



Lucero Fragoso

PREMIO CATEGORÍA POSGRADO
 

Los ausentes
Dirección: Nicolás Pereda
México, España y Francia, 2014

 

Una mañana de invierno, un anciano recostado frente al río, absorto en el derretirse del hielo, atisbó una presencia en el otro extremo de la banca. Se sorprendió de que el joven a su lado silbara una melodía antigua que le era familiar, y mayor fue su asombro al reconocer, horrorizado, que la voz de quien entonaba la letra era la suya propia. Jorge Luis Borges cuenta en “El otro” que su alter ego joven, creyéndose sentado junto al Ródano en la Ginebra de 1918, se hallaba al mismo tiempo en Boston, en 1969. Tras intercambiar algunas frases, resolvieron que ambos estaban en un sueño y que debían aceptarlo mientras durara, “como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados”.

Los ausentes nos transporta inevitablemente al relato de Borges: mientras en este caso la pregunta por el origen se expresa con palabras, en la película se recurre al silencio. No me refiero a la ausencia casi total de diálogos o de música que permite escuchar los susurros del follaje, del mar, los cantos de las aves y el crujir de la comida en la sartén —el único elemento no diegético es el heavy metal que acompaña en la cocina al protagonista después de saber que su vida cambiará de forma dramática—, sino al silencio representado en las imágenes mediante el uso de la cámara.

Un hombre mayor vive solo en una sencilla construcción en la costa de Oaxaca, cuya única vía al exterior es una ventana por la que se asoman la cabeza rumiante de una vaca y el humo de los alimentos que se fríen, como una ofrenda cotidiana comparable al arder de un sahumerio. Un buen día, el viejo tiene que presentarse en un juzgado: allí se da lectura a una sentencia —el parlamento más largo en todo el filme— cuyo veredicto define que los terrenos que habita son “propiedad comunal”. A partir de entonces, la figura de un hombre joven deambula por la casa del anciano; en secuencias alternas, sin toparse nunca con el habitante mayor, el joven tiene los mismos hábitos de aquél y los cumple de la misma forma: lava la ropa, limpia un arma, se alimenta, se asea.

En su ensayo “La estética del silencio”, Susan Sontag sostiene que, en un sentido metafórico, el lenguaje expresa la brecha entre la creación artística y la obra de arte. Por un lado, el discurso carece de materia y se relaciona, en su carácter abstracto, con la intención humana de trascendencia y el rebasamiento de lo fortuito y específico; por otro lado, el lenguaje constituye el más ordinario, “impuro” y explotado de todos los materiales con los que se hace el arte. En consecuencia, el artista se ve compelido a elegir, en mayor o menor medida, entre complacer al público, de modo que lo mima y apacigua con lisonjas, o bien, adoptar una actitud insolente y agresiva, mostrando al espectador lo que no quiere ver. Las obras artísticas están influidas, casi inevitablemente, por la tradición histórica y los cánones establecidos; en su afán de abandonar la égida de modelos probados, el creador que se decanta por la irreverencia sueña con una obra totalmente ahistórica, emancipada de la alienación. De acuerdo con Sontag, el arte “silente” se acerca a esta “condición visionaria”.

El filme de Nicolás Pereda apuesta por presentar el silencio de distintas maneras. Aquí se aludirá a dos de ellas. La primera consiste en dar lugar a amplios espacios con movimientos sutiles de cámara, casi sin que el espectador se dé cuenta y, con ello, sugerir algo. La cámara, que va de lo particular a lo general, se enfoca primero en los personajes para después ofrecernos el contexto. Basten dos ejemplos. Cuando el anciano deja encargadas sus vacas para ir al juzgado, la pantalla no muestra más que una casa pequeña; una vez que los personajes se ocultan detrás del decorado, entre la maleza de la selva, la cámara gira lentamente a la izquierda y, sin alejarse ni acercarse, va registrando un espacio cada vez más abierto que pasa de la abigarrada flora silvestre al llano de tierra resguardado por un amplio trozo de cielo y nubes; a su paso, la cámara se encuentra con troncos de árbol que parecen cercar el terreno, en alusión a los puntos que demarcan la propiedad y que faltan en el sitio donde vive el anciano. En el juzgado, los límites sí serán señalados y, mientras esto ocurre, la cámara hará de nuevo un paneo de derecha a izquierda en el que muestra las expresiones impasibles de los escuchas y sus miradas bajas, hasta descubrir —sin subir o bajar— una ventana que revela la fuente del ruido de fondo en la sesión: una máquina trabajando sobre el pavimento —presagio de la demolición de la casa junto al mar—, una calle que sube y las motocicletas transitando sin cesar; el discurso de la sentencia es tan aturdidor como el ruido de la máquina de obras, tan monótono y tan sinsentido: es ésta otra clase de silencio, una que ofusca en su no decir.

La segunda forma de silencio es más evidente: se trata de la cámara contemplativa que, sin olvidar los movimientos laterales y sin dejar de seguir por detrás a los personajes —la cámara “espía” de los surfistas camino a las olas o la que cuida las espaldas del anciano al abandonar su casa entre la niebla—, por momentos se embelesa con la figura del hombre atrapado entre el mar y un lago, jalando las vacas que se rehúsan a moverse, o en la pequeñez del viejo sentado en la arena, como un punto insignificante, o bien, en el perfil que dibuja su nariz y su rostro lleno de arrugas.

Sontag diría que, a diferencia del arte tradicional que “invita a mirar”, el arte del silencio suscita la mirada. Mirar es un acto móvil —la vista se desplaza de acuerdo con lo que quiere enfocar—, más o menos voluntario, puede intensificarse o aligerarse, hasta que se extenúa. La mirada no se modula, es persistente, quieta, arraigada, tiene “carácter de obligatoriedad”, alejada de la historia y fincada en la eternidad. Con Losausentes, Pereda impone la mirada, compromete la detención del tiempo —que deriva del silencio— al exigir que el espectador se aproxime a sus imágenes como si viera un paisaje que, por sí mismo, no demanda ser entendido, ni requiere de simpatías o de afectos; demanda, como bien lo dice Sontag, que el sujeto se olvide de sí mismo o, en otras palabras, la aniquilación del perceptor.

Sin embargo, a la vez que las imágenes se muestran plenas e impenetrables a las ideas, el filme provoca una serie de interrogantes y de posibilidades de interpretación: el silencio otorga tiempo para explorar y termina siendo trascendido por el lenguaje —al menos mental— del espectador. Éste no puede más que especular ante la confusión que le produce el surgimiento del hombre joven por detrás de una colina y su apropiación de la casa del anciano. Lo extraño es que el relato no nos devuelve al pasado con esta nueva presencia; a diferencia del cuento de Borges, Gabino, el recién llegado, no se muestra como de hace cincuenta años: trae una mochila colgada en la espalda, usa shorts de poliéster, se cura una oreja lastimada por la tabla de surfeo y baila al ritmo de la música electrónica que escucha en sus audífonos sin compartirla con el público. Y todo esto, quizás, porque el viejo quiere encontrarse con sus recuerdos, pero no con el joven que era antes, sino con el joven que sería hoy, con una de estas figuras alejadas de la soledad. En este tipo de remembranza, el realizador descubre también una ruta de escape al peso de lo histórico y sus convenciones.

Ante la ansiedad del Borges joven por la duración del sueño, el Borges viejo le dice: “Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma.” En su encuentro, el protagonista y su “otro yo” cantan, beben y hablan con frases entrecortadas, como si se hubieran conocido siempre. Sólo al ubicarse ambos en cada extremo de la pantalla, el protagonista toma distancia y se pregunta por su origen. Tras el abrupto final, los espectadores se ven de pronto inmersos en sus pensamientos, atados a la imagen de los árboles cuyos contornos se dibujan tenuemente al disiparse la neblina, olvidados de sí mismos, ausentes.



 

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Lucero Fragoso (Ciudad de México, 1977). Maestra en Filosofía por la UNAM. Estudia el doctorado en Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras, en el área de Filosofía Política. Ha colaborado en Foro InternacionalEste País y Revista de la Universidad de México.