CRÍTICA CINEMATOGRÁFICA FÓSFORO / No. 191


 

Los ausentes, de Nicolás Pereda



Alonso Ríos González

PREMIO CATEGORÍA EX ALUMNOS Y PÚBLICO EN GENERAL
 

Los ausentes
Dirección: Nicolás Pereda
México, España y Francia, 2014

 

Incipit: de Nico para el mundo

Yo no sé si, como leí por ahí en alguna reseña de internet, Los ausentes da para declarar que Nicolás Pereda ha sido “consagrado” (así, a secas). Sí creo, en cambio, que en el séptimo largometraje del joven realizador coyoacanense se distingue claramente un estilo particular, el trabajo inconfundible del director. Uno ve Los ausentes y hasta sin querer evoca Verano de GoliatPerpetuum mobileLos mejores temas y demás. No es aventurado entonces, a mi entender, afirmar que el de Pereda es, en todo derecho, un cine de autor.

No obstante, viendo este filme en particular, maliciosamente se me ocurre preguntar para mis adentros si acaso no estará ocurriéndole a este muchacho treintañero lo que a otros con mucha más trayectoria les ha ya ocurrido; es decir, que hicieron de su estilo una fórmula y aunque cada cosa nueva que hacen es espectacular, al final es la misma cosa nueva que la anterior (como ejemplo propongo un maratón de Tarantino).

En principio creo que Pereda apunta siempre a causar perplejidad en su espectador. Creo sinceramente que quien describa cualquiera de sus películas como cómoda o divertida o cómica, se equivocó de sala y se metió a ver otra cosa. Como mínimo yo calificaría de raro lo que ocurre en la pantalla, Nico toma de aquí y de allá elementos que nos hacen sospechar que quisiera hacer una película surrealista: la fragmentación de la narrativa que a su vez es producto de un guión que se va escribiendo desde la cámara, la deconstrucción del rol del actor que de pronto pasa de ser personaje a ser persona (no es casual que una y otra vez aparezca el protagonista Gabino, el mismo cada vez, pero también cada vez diferente), las interminables repeticiones, los silencios y, en fin, las secuencias desarticuladas de tal modo que uno no acaba de decidir si está o no asistiendo a un sueño.

En estos finales siempre abruptos, uno se queda con la sensación de que como que sí y como que no entendió lo que presenció en los aproximadamente últimos ochenta minutos. En Los ausentes, la balanza se inclina un poco más al “como que no”.

Historias rotas y cámaras saltarinas

En principio, hay que decir que la trama de Los ausentes queda en manos del espectador al que se le encomienda reconstruirla a partir de noticias esparcidas que recibe desde la pantalla. Así pues tenemos a un anciano que vive en la rutina más inconsecuente, ocupándose de sus cosas domésticas en algún jacal de la costa oaxaqueña (que la vivencia se desarrolla en Oaxaca lo sabemos sólo gracias al extratexto). Adivinamos el drama, con el acento puesto en este verbo, por la larga secuencia dentro del juzgado donde se falla —adivinamos, insisto— en contra del protagonista, quien ahora se ha quedado sin hogar. Asistimos a las andancias del anciano en la playa y en el monte en busca de un nuevo lugar. El suyo ha sido destruido en lo que es tal vez la escena más dramática de todo el filme: en una larga secuencia donde el encuadre permanece fijo, una máquina, que seguramente es el emisario de algún especulador inmobiliario, engulle con desmesurado salvajismo esa casa que hemos aprendido a reconocer, a comprender, incluso a habitar.

Para complicar la historia, desde la pantalla se nos ofrece otra vuelta de tuerca cuando aparece en escena el eterno Gabino, esta vez en las ropas de un joven soldado que vuelve al hogar que, para nuestro asombro, es el mismo que acabamos de ver derrumbado. De entrada hay indicios que nos invitan a pensar en una especie de flashback: la pistola que el joven soldado sujeta empecinadamente en su mano derecha, que llama de inmediato a aquella que el anciano montaba luego de perder legalmente su casa. Pero es particularmente significativa la escena en la que el joven Gabino se despoja por completo de su uniforme militar para cambiarlo por las simples bermudas y el torso desnudo que serán la perenne indumentaria de los personajes: ¿qué se nos transmite aquí, alguna especie de renuncia?, ¿el inicio de un largo retiro eremita? En suma, ¿es Gabino la versión joven del protagonista anciano? Éstas y otras preguntas parecen estar condenadas a nunca encontrar respuesta, por un lado a causa de los anacronismos encerrados en sutiles pero claros detalles; por el otro, a causa de la última secuencia en donde los dos actores se encuentran en un episodio bacanal. Quizá es Gabino el único que ha ofrecido hospitalidad al viejo desposeído; quizá, como acabo de sugerir, en realidad ya no estamos frente al (¿los?) personaje, sino frente a los actores; quizá en realidad no importa.

A la fragmentación de la historia contribuye, y cómo, la cámara que es una vagabunda, pues se la pasa viajando (travelling es el término técnico), como un espectador desatento que pronto se distrae de la acción y se pone a contemplar el panorama. Pocas veces, pues, la cámara se queda quieta, y cuando lo hace casi siempre es en una toma panorámica en la que el sujeto (el anciano arreando una vaca, por ejemplo) se pierde en el espectacular paisaje: ¿un presagio?, ¿una reflexión? Uno ya no puede estar seguro.

 

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Detrás de todo gran sueño la realidad es una costra dura

Como en otros filmes de Pereda, desde la técnica se construye un ambiente de ensoñación, y en este caso de franca atemporalidad. Esto, aunque a veces puede ser exasperante, es importante porque al final le da un sentido de trascendencia a ese contenido duro que descansa detrás de la historia fragmentada y de la técnica compleja y rara, es decir la realidad.

Recuerdo bien que en una sinopsis se le acusaba de tener un “estilo neorrealista”. Escéptico en ese entonces, con Los ausentes vuelvo a convencerme de la justeza de esa extraña afirmación: sin el elemento onírico, el cine de Pereda sería casi documental, en esto hace eco al neorrealismo. Pero más allá de la forma, Pereda acusa en cada uno de sus filmes una inesperada sensibilidad para retratar el drama de la gente de a pie, y, como en otro lugar lo dije, para retratar el rostro de México como realmente es: no se me ocurre otro realizador contemporáneo, “consagrado” o desconocido, que lo haga mejor que este joven coyoacanense que, con toda probabilidad, lo hace casi sin pretenderlo.

Con todo, yo no afirmaría que Los ausentes ha consagrado a Nicolás Pereda. A mi parecer, este largometraje cruza una línea a la que sus otros filmes sólo se acercaban peligrosamente: la consideración hacia el espectador es mínima, el esfuerzo que se le exige es demasiado grande, la conceptualización es casi extrema y el dinamismo en la historia brilla por su ausencia. En suma, es un logro ver de corrido los ochenta minutos sin dormitar. La edición misma lo acusa cuando entra de quién sabe dónde la única pieza de música articulada, que más bien recuerda a la alarma del despertador y que no queda claro cómo se relaciona con la imagen.

Como decía, Los ausentes es un claro ejemplo del “estilo Pereda”: está todo aquí, desde los recursos más evidentes hasta la reflexión profunda cimentada en la realidad pura. No obstante, se echa de menos ese poco más de movimiento, ese gramo más de diálogo con el espectador que tenían sus filmes anteriores.

Probablemente Los ausentes es tan dura porque en el fondo de la narrativa hay que leer la desesperación y la impotencia del personaje más indefenso ante la pérdida más absoluta (¿de verdad, me pregunto, es el superlativo el único tono para hablar de este filme, como parecieran proponer muchas de sus reseñas?), o probablemente, también, el gusto de escribir el guión desde la cámara, de concebir secuencias crípticas y de apostarle a la perplejidad del público, se le está saliendo un poco de las manos a este aún muy joven director mexicano.

 


Alonso Ríos González (Estado de México, 1987). Licenciado en Letras Italianas por la UNAM. Es profesor de lengua y cultura italianas en la Universidad Nacional Autónoma de México y columnista de la revista electrónica queretana Caleidoscopio.