CUENTO/No. 185


 

Jonathán



Edgar Omar Avilés

 

09-aviles.jpgTodas las butacas del teatro escolar están ocupadas. Tras el desafinado recital de guitarra y el torpe baile de tango, llega el momento de Jonathán, quien se presenta ataviado con una capa de terciopelo y sombrero de copa que envuelven más que vestir su cuerpo esmirriado como chorrito de agua. Siempre ha sido un chico solitario, retraído en sus libros y sus fantasías: es la forma en que lucha por la vida. Aquella presentación es un esfuerzo mayúsculo en el que insistió mucho en participar. A sus padres y a su hermano Bernardo no les quedó sino apoyarlo, sabiendo que en pocos meses ya no estará con ellos.

Bernardo tiene veinte años, casi cinco más que Jonathán, y no sabe qué hará cuando su hermano muera; siente que se le acaba toda la fe que pueda tener por la vida, que ahora le parece miserable, injusta y breve. En una ocasión, Jonathán le dijo que la vida es un misterio y que los misterios a veces traen cosas buenas. Bernardo le respondió que es un misterio de mierda y lo abrazó. Ahora, al verlo vestido de mago, sólo atina a recordar que hace cerca de diez años ocurrió lo de las canicas y los pollos.


Él tenía cinco y yo casi diez años. Recuerdo que hacía la tarea cuando de pronto escuché muchos pollos piando como locos. Me incorporé de la silla y fui a la planta alta, donde estaban las habitaciones. Pasé por el cuarto de mis padres, donde también dormía Jonathán, y aproveché para ver si no se encontraba por ahí jugando, pero no estaba. Cuando llegué a la puerta de mi cuarto no me cupo ninguna duda: los piídos provenían de ahí adentro.

—Jonathán, abre el cuarto… ¡Ahora! —le dije, con toda mi autoridad de hermano mayor. Pero por respuesta sólo escuchaba los piídos enloquecidos.

Empecé a forzar la cerradura, temiendo por mi colección de escarabajos, mis rompecabezas y mis canicas. De seguro papá cometió la tontería de comprarle más pollos de colores o tal vez los compró con lo que ahorraba de los domingos del abuelo, pensaba mientras forzaba la cerradura, cada vez más cansado, cada vez más rojo de coraje y espanto, temiendo que los pollos ya hubieran llenado de excremento mis tesoros. Estaba a punto de gritar como loco cuando tuve una iluminación: recordé que mamá guardaba copia de las llaves de todas las cerraduras de la casa en un cajón de la cocina. Corrí tan rápido como pude. Al regresar, ya sólo se escuchaban unos piídos dispersos, muy lejanos. La última llave que probé fue la buena, y la puerta del cuarto se abrió. Entonces vi cumplida una de mis peores pesadillas: Jonathán sentado en el suelo, un martillo a su lado y mis hermosas canicas partidas a la mitad. Estaba a punto de lanzarme sobre él, pero volteé a todas partes…

—¿Dónde están los pinches pollos?

—Libres, libres, Bernardo…


Jonathán saca un pañuelo del sombrero. Dentro del pañuelo hay un hámster. El roedor se le escapa y tiene que perseguirlo por todo el escenario. La carcajada general hace que la pálida cara de Jonathán se ruborice.

Bernardo mantiene la vista al frente, apoyando a su hermano, pero de reojo ve que, un par de filas adelante, murmuran los chicos que siempre han molestado a Jonathán. Le encantaría partirles la cara, pero su hermano nunca se lo ha permitido.

Luego de atrapar al hámster, saca un juego de naipes.


Empecé a buscar bajo la cama, en los cajones, aún en lugares tan improbables como entre las sábanas. La furia fue dando paso a un asombro mezclado con miedo. Desconcertado, volteé a ver a Jonathán.

—¿Qué pasó?

—No podía dejar que… que los torturaras… ¡Son mis amigos! —había mucha valentía en sus titubeos.

Se refería a doce pollitos pintados con anilina de colores que papá le había comprado en el mercado. Mamá se enojó mucho, porque aseguraba que esa pintura era una crueldad, pues al poco tiempo morirían. Pero murieron más pronto de lo que pensamos: bebieron del líquido que mamá usaba para lavar el baño. Jonathán y yo los encontramos retorcidos entre vómitos de sangre y trigo del que les dábamos de comer.

—Jonathán, escúchame —le dije con mucha seriedad—: ¡era broma lo de los aztecas! No se puede encerrar el espíritu de los pollos de colores en las canicas de colores… —ya desde niño creía que uno se muere y todo termina, así que el asunto de los espíritus de los pollos me parecía una tontería que se me ocurrió de pronto.

—¿Sabes?, los pollitos, cuando son espíritus, vuelan muy bien —me respondió sonriente, aludiendo a una discusión que tuvimos donde él afirmaba que los pollitos sí podían volar, sólo que les daba flojera—. Ahora ya no sufrirán cuando las agites o pongas las canicas al sol… Los espíritus de Cloe, Brandy, Maguncio, Cerdoriclo, Platipus, Chiripa, Pico, Juanipo, Corazón de Topo, Tíboli, Memo y Barano se fueron agitando sus alitas, libres, volando por la ventana, piando bien contentos…

Necesitaba que Jonathán no me delatara por haber roto el cenicero favorito de papá. Entonces recordé que la vez que los encontramos muertos yo traía mi frasco de canicas. Así que le dije que en aquel momento, utilizando magia azteca, había encerrado el espíritu de sus pollitos, y mientras le decía eso, hacía muecas y ruidos de dolor para darle mayor dramatismo. Funcionó a tal grado que, cuando quería que me trajera un sándwich o que me cubriera de otra mentira, bastaba que torturara un poco las canicas calentándolas en la estufa o llenando el frasco con orina para que él, aterrado, cumpliera mis órdenes. En aquel entonces yo sólo sabía por pláticas veladas entre mis padres que sus pulmones se marchitaban, y que creerían todo lo que él les dijera.

08-aviles.jpg

 


Luego del tercer intento no adivina la carta que el maestro de matemáticas ha sacado del juego de naipes. El acto es francamente malo, aún más malo que el recital de guitarra y el baile de tango. Por los nervios, Jonathán se ha equivocado en todo. Se nota que está a punto de echarse a llorar, pero toma aire para contenerse, para no desmayarse, para no parecer una niñita frente a toda la escuela. Bernardo gira la cabeza, evitando por un segundo compartir la vergüenza. Entonces ve de reojo que los chicos que siempre han molestado a su hermano sacan una bolsa con huevos. Al unísono lanzan una ráfaga de ellos.


—Te pagaré todas tus canicas, todas. Tengo mucho ahorrado de lo que el abuelo me da los domingos para que vayamos a rezar… —me dijo asustado, juntando los pedazos de canicas y poniéndolos en el frasco, tomando distancia de mí, temeroso de que le respondiera con un golpe.

Pero yo miraba para todos lados, desconcertado. En algún momento me asomé por la ventana que daba al patio para ver si no había pollitos, ya fuera corriendo o muertos por la caída. No había nada.

—Te compraré unas más bonitas. No le vayas a decir a papá y a mamá, me van a castigar dándome más pastillas… —me dijo por último, mientras salía del cuarto.

—No, no les diré… —le contesté casi con un hilo de voz.


Los huevos vuelan en dirección a Jonathán. Bernardo no ha podido evitar esa primera ráfaga, pero se incorpora para destrozarles la cara antes de que avienten una segunda.

Los huevos al romperse están huecos, vacíos, pero del interior de cada uno brotan aplausos, tantos que pareciera que los metieron a presión. Los aplausos que contenían los huevos son secundados por los de la concurrencia, que vitorea el bello e inesperado acto final. Jonathán se inclina con torpeza, agradeciendo. Asustados, dejan caer los huevos que tenían dispuestos para las siguientes ráfagas. Bernardo suelta a uno de los chicos al que estaba a punto de cruzarle la cara con su puño y los dos observan a Jonathán que, sonriente, se despide del público mientras sacude los restos de cascarón de su capa de terciopelo. Mientras mira el sonriente rostro cadavérico de su hermano, Bernardo piensa que luego de la muerte, quizás, suceda algo hermoso.

 


10-aviles.jpg
 


Édgar Omar Avilés (Morelia, Michoacán, 1980). Ha publicado los libros La noche es luz de un sol negro (Ficticia, 2007; primera mención del Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez), Guiichi (Progreso, 2008, novela), Luna Cinema (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2010; Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí), Embrujadero (Secum, 2010; Premio Michoacán de Cuento Xavier Vargas Pardo), Cabalgata en duermevela (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2011; Premio Nacional de Cuento Joven Comala), y La valística de la realidad (Secum, 2012; Premio Michoacán de Ensayo María Zambrano). Es antologador de Antes de que las letras se conviertan en arañas (IMC, 2006), “Nueva narrativa michoacana” (Punto de partida, núm. 178, marzo-abril de 2013) y Bella y brutal urbe (Resistencia, 2013). Su libro más reciente es No respiramos: inflamos fantasmas (Posdata, 2014. Minificciones). Ha sido becario del FONCA 2009-2010 y 2011-2012.