DEL ÁRBOL GENEALÓGICO/No. 166


 

Corredores
{de un libro, aún inédito, titulado La materia no existe}



Alberto Chimal

 

                                                  * * *

[Nota del editor: se suprimen varios miles de palabras introductorias donde el autor se justifica y anuncia gran conmoción y verdad revelada para el final del texto.]

En 1912, Leonardo DiCaprio fue uno de los miles que no lograron salvarse tras el hundimiento del Titanic. Todos creyeron que había muerto. Pero no era verdad: el famoso actor de los ojos soñadores reapareció, casi cien años después, en la playa de un sueño, muy en el fondo de la mente de un empresario japonés. Tenía unos cuantos kilos de más, los recuerdos de diversos amores, otros muchos recuerdos más bien vagos y la misión de llamar a la realidad al empresario japonés: sacarlo del sueño en el que era emperador de un país inexistente, resguardado por vasallos inexistentes, y en el que gobernaba el mundo entero desde un palacio de sombras y luces que sugerían volumen y peso pero que, en realidad, eran tan insustanciales como las que se ven en una pantalla. En su propio mucho tiempo de vivir en aquel lugar, el empresario se había convertido en un anciano decrépito, así que la propuesta de DiCaprio (si decidía aceptarla) tenía entre sus bondades la certeza de que volvería a ser joven Hasta Allá Arriba, en el mundo de lo tangible o por lo menos en uno muy similar.

Se especula que DiCaprio fue elegido para esta misión porque subió de peso a causa de las cenas, los desayunos, los almuerzos, los tentempiés y las comidas que se dan en las estancias del Rey del Mar, quien también tiene su palacio en algún sitio de las regiones misteriosas Hasta Allá Abajo. Por otra parte, el empresario japonés era descendiente del famoso pescador Urashima, quien según las leyendas también fue huésped del Rey del Mar, y no envejeció mientras estuvo a su lado, pero al volver a la tierra cometió la torpeza de abrir una caja que no debía abrir y se convirtió al instante en un anciano decrépito. Pero no divaguemos.

El empresario japonés concedió audiencia a Leonardo DiCaprio y lo recibió en su lujosísimo comedor. Lo escuchó hablar sin interrumpirlo. Le inspiraba confianza. El empresario también había sido actor (o algo así recordaba, con dificultades), o bien un líder del bajo mundo, o tal vez de alguna terrible organización clandestina. Una secta de asesinos, tal vez, algo así. Nada de esto tiene mucho que ver con DiCaprio pero la vaguedad de sus propios recuerdos le hacía pensar en la identidad fugaz de los actores, que van por la vida (si tienen suerte) de una a otra personalidad y de una a otra historia y jamás se quedan en ninguna de ellas. En su caso, aquella otra vida posible como líder de secta de asesinos tenía la catadura de un sueño o tal vez de un comic book o una graphic novel, así que todo era un poco exagerado y un poco ridículo. Había en esos recuerdos un joven serísimo, intensísimo, vestido de ninja pero con una máscara extraña, provista de dos falsas orejas puntiagudas…

…y exactamente igual al joven intensísimo y serísimo que, justo en ese instante, entró a saco en su lujosísimo comedor, dando golpes a diestra y siniestra con tal eficacia que incapacitó a toda la guardia palaciega antes de llegar hasta DiCaprio y el empresario y soltarles una intensa parrafada sobre la incontable, inenarrable violencia que había sufrido en su vida, tanto por ser hijo de un millonario asesinado como por varias otras razones que no tenían mucho sentido pero sonaban todas igual de intensas y de serias. Si decía la verdad, el joven, además de Batman (vestía su traje de ninja con orejas), era el mesías venido del futuro, un policía o varios policías, un asesino en serie, un operador de máquinas y herramientas y quién sabe cuánto más.

Leonardo DiCaprio miró al empresario japonés y ambos se comprendieron cabalmente. También comprendieron cabalmente al joven Batman, quien probablemente (esto fue lo que decidieron los dos, sin hablarse, también muy cabalmente) necesitaba aún con más urgencia que cualquiera volver a la realidad Hasta Allá Arriba o por lo menos a un mundo donde no hubiera tantas sombras, tanta violencia tan diversa, tanta intensidad y seriedad tan constantes.

Con todos los sirvientes y guardianes derribados a su alrededor el momento era propicio, así que los tres se tomaron de las manos…


(no, no se tomaron de las manos, disculpen: los tres recordaron una película que habían visto, en la que los viajeros se toman de las manos, pero en esa película no son tres sino cuatro y son, de hecho, niña de voz prodigiosa, león antropoide, robot de hojalata y espantapájaros, sobre el hermoso camino de ladrillos que llevaba a una ciudad verde como el hada)


Los tres viajeros se encontraron, por ejemplo, en un hotel de numerosos corredores largos, limpísimos y decorados con dudoso gusto, y se sintieron observados no sólo por los incontables retratos en blanco y negro que colgaban de las paredes, y que eran de elegantes hombres y mujeres de no se sabía qué otra época, sino también por las dos niñas vestidas de Alicia en el País de las Maravillas y el niño del triciclo, que los molestó con su ir y venir y volver a ir constante y serísimo. Que se vayan estos advenedizos, dijeron las caras de los retratos, que tanto nos deben y no lo dicen.

Los tres viajeros y el niño del triciclo, que insistió en irse con ellos, se encontraron en un corredor de la vastísima biblioteca de libros sin sentido sobre la que ninguno de ellos había leído, así que no sabían que por sí misma era infinita y además cíclica, todavía más imposible de abandonar que cualquier otro espacio. Por esta razón encontraron deprisa la salida y siguieron adelante, aunque se agregó a ellos uno de los bibliotecarios, que tenía la curiosa propiedad de casi no tener cuerpo descriptible pero parecer, según el ángulo desde el que se le mirara, casi cualquier cosa desde un monje benedictino hasta un académico de Nueva Inglaterra, de prosa púrpura y obsesión con lo que no se puede decir. En algún lugar de estos estantes se encuentra mi historia, se quejó el bibliotecario, y también la de ustedes y ésta, que nos une, pero ya me cansé de buscar.

Los tres viajeros, el niño del triciclo, el bibliotecario, el monstruo de poca resolución


[Nota del editor: se han suprimido 70 000 palabras que se refieren a muchísimas otras estancias del Palacio de los Sueños, sus numerosos pobladores o visitantes, y todos aquéllos entre dichos personajes y criaturas que se fueron sumando a la tropa de los tres viajeros, el niño del triciclo, el bibliotecario, el monstruo de poca resolución y etcétera.]


Los tres viajeros, el niño del triciclo, el bibliotecario, el monstruo de poca resolución, la mujer de Hong Kong en el futuro, la mujer de Shanghai en el pasado, el rey de Xanadu, el otro rey del otro Xanadu, el rey Vathek que nunca había ido a Xanadu, la mujer muerta que gustaba de torturar a sus compañeros muertos en el mundo de los muertos, Alicia la del País de las Maravillas, otras dos o tres versiones de la misma Alicia, el equipo de la niña de voz prodigiosa, el león antropoide, el robot de hojalata y el espantapájaros, el hombre que cruzó por el prado y se encontró en el otro prado y llevaba un cuchillo para asesinar al hombre que leía una novela, Edmundo Dantés, el habitante de la casa de las hojas


[Nota del editor: se suprimen otras 70 000 palabras, que se refieren a todos los otros que iban con la tropa que ya empezó a mencionarse. Esto es curioso, si se dan cuenta: ¿cómo es posible que se haya escrito exactamente el mismo número de palabras para presentar a cada uno de ellos que para mencionarlos velozmente en una lista? ¿Estaremos ante uno de esos fenómenos que sólo se dan en los sueños y por los cuales el espacio interior es más grande que el exterior, la parte que el todo, el resumen que la historia, etcétera?]


…se encontraron, de pronto, tan bien que les había ido a lo largo de tantos lugares, en un brete. Lo externó Leonardo DiCaprio: ¿cuántas horas largas horas (dijo) se habían pasado dando vueltas y vueltas por galerías incontables, cuartos vacíos en los que los pasos son absorbidos por alfombras tan pesadas y gruesas que ningún sonido llega a escucharse, como si el propio oído de quien camina una vez más por estos corredores, a través de estos salones y galerías, en este edificio de otra época, este hotel vasto, suntuoso, barroco, sombrío, donde a un corredor interminable sigue otro, silenciosos, vacíos corredores repletos de madera fría y oscura, de estuco, de paneles moldeados, mármol, espejos negros, retratos oscuros, columnas, marcos esculpidos, filas de puertas, galerías, corredores transversales que a su vez llevan a salones vacíos, salones repletos de ornamentos de otra época, tan silenciosos como si el suelo fuera de arena o grava, de adoquín, sobre las que yo caminé una vez más, dado que por cuántas horas largas nos hemos pasado dando vueltas


[Nota del editor: se suprimen 70 000 palabras, o mejor dicho, 280 palabras repetidas 250 veces, aproximadamente]


Pero DiCaprio se quedó horrorizado justo en este instante al ver por el rabillo del ojo que su gente, con la que había transitado tan bien, se separaba, se mezclaba con la multitud elegante y fría que ocupaba los corredores del hotel, los salones, las galerías, cuartos vacíos en los que los pasos son absorbidos por alfombras tan pesadas y gruesas que ningún sonido llega a escucharse

(etcétera, etcétera)

El empresario japonés ya no se veía por ninguna parte; Batman tampoco, o bien se había despojado de su traje de ninja para volver a parecer un millonario normal, un afortunado como todos los otros que llenaban el Palacio o este aspecto del Palacio, que los había atrapado a todos. Los niños se habían ido o habían crecido. Las mujeres llevaban hermosos vestidos de coctel que las hacían ser otras. Los monstruos y los seres sin forma se habían fundido con el decorado o se habían metido en una piel humana…

Y entonces le llegó la siguiente revelación: que, como ya se había dicho antes, esto de salir del Palacio Interminable de los Sueños era más bien una tarea imposible, un siempre estar pasando a otro lado, a otro ambiente antes de la última puerta, a otro obstáculo antes de la salida definitiva que en realidad no existía, como bien había dicho el bibliotecario impreciso o tal vez alguno de los otros, de los incontables otros que ahora parecían fundirse con el decorado vasto, suntuoso, barroco, sombrío, donde a un corredor interminable sigue otro, silenciosos, vacíos corredores repletos de madera fría y oscura, de estuco, de paneles moldeados, mármol, espejos negros, retratos oscuros

(etcétera, etcétera)

Pero por otra parte en los sueños, Hasta Aquí Abajo, hay más que los corredores, los espacios cerrados, la sala oscura donde sólo se adivinan luces y sombras. Está el exterior vacío, infinito. Está el aire insondable. Están el mar y sus misterios, de los que tampoco se salen pero son diferentes y no tienen silenciosos, vacíos corredores repletos de madera fría y oscura, de estuco, de paneles moldeados, mármol, espejos negros

(etcétera, etcétera)

De modo que salió DiCaprio, corriendo, de la ciudad verde como el hada. No se había dado cuenta de que todos habían estado, durante todo ese tiempo, en la ciudad verde como el hada, aunque allí estaba, a sus espaldas, resplandeciente como una joya inmensa. También habían estado en tantos otros sitios… En cualquier caso el galán no se detuvo a pensar en nada de esto porque tenía la firmísima intención de llegar hasta el puerto y comprar pasaje en un barco, en el primer barco, para salir de allí de una vez por todas.

Llegó. Llegó después de un rato interminable de correr sin pensar en interiores. El primer barco era uno enorme y nuevecito; por los accesos de primera clase subían varias lindas muchachas, vestidas a la última moda del temprano siglo XX. Una lo miró. La mirada recordó al famoso galán la existencia de Hasta Allá Arriba, de aquel lugar que no era como aquí y cuyo nombre, de momento, se le escapaba. DiCaprio la miró a su vez, entrecerró sus ojos soñadores y notó que tanto tiempo sin medida, ir y venir y volver a ir, lo había hecho adelgazar y ahora se veía realmente muy bien, como un jovencito. Pensó que se mantendría a cielo abierto durante todo el viaje, lejos de corredores largos y estrechos, y que tal vez podría encontrar a la muchacha: a esa joven que le recordaba a uno de sus muchos amores de otros tiempos, aunque esos recuerdos eran tan vagos como la realidad (¡ese era el nombre!) y, para el caso, tan vagos como la materia, que


[Nota del editor: también se suprimen otras 70 000 palabras, con las que el autor hubiera demostrado, sin mucha justificación pero irrefutablemente, que la materia no existe, lo que hubiera cambiado el mundo como ninguno de ustedes tiene, ni tendrá, la menor idea, metidos como están entre sus retratos oscuros, columnas, marcos esculpidos, filas de puertas, galerías, corredores transversales que a su vez llevan a salones vacíos, salones repletos de ornamentos de otra época y de miles y miles y miles de palabras.] 



Alberto Chimal (Toluca, Estado de México, 1970). Narrador, ensayista y dramaturgo. Realizó el diplomado de la SOGEM y la maestría en Literatura Comparada en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Entre otros, ha publicado los libros siguientes: en cuento, Los setenta segundos (IMC, 1987), Vecinos de la Tierra (IMC, 1996), El país de los hablistas (Umbral, 2001), Grey (Era, Conaculta, 2006) y La ciudad imaginada y otras historias (Libros Magenta, 2009); en ensayo, La cámara de las maravillas (U. de G./Arlequín, 2003); en novela, Los esclavos (Almadía, 2009); en poesía, Los escritores muertos (UAEM / La Tinta del Alcatraz, 2000); en teatro, El secreto de Gorco (Conaculta / Corunda, 1997) y Canovacci (IMC, 1998). Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.