Concurso 50 / No. 218

Viaje a las ínsulas extrañas
Crónica: Primer premio



[…] iré por esos montes y riberas;
 ni cogeré las flores,
ni temeré las fieras,
y pasaré los fuertes y fronteras.


Cántico espiritual, San Juan de la Cruz



I

Es domingo 12 de julio de 2015 y pensamos que es un mal día para cruzar la frontera sur. Los periódicos mexicanos han debido trabajar a marchas forzadas durante la madrugada para cambiar sus titulares luego de que la Comisión Nacional de Seguridad confirmara una noticia sacada de una novela de narcorrealismo mágico: Joaquín “El Chapo” Guzmán se ha fugado otra vez. Sin embargo, la primera frontera se nos ofrece casi sin resistencia. Atravesamos el Puente Rodolfo Robles y miramos desde arriba las balsas improvisadas que, a la vista de todos, cruzan de ida y vuelta las aguas turbias del Suchiate. Al otro lado nos espera personal de la aduana de Tecún Umán para sellar nuestros pasaportes en una oficina pequeñísima cuyo ventilador se empeña inútilmente en hacer circular el bochorno y sus mosquitos.

—¿A qué se dedican?

—Somos estudiantes.

—¿Ah sí? ¿Y qué estudian, a ver?

—Historia.

—Literatura.

—Estudios Latinoamericanos.

—¿Qué es eso?

—Como Historia, pues.

—Ah, muy bien ¿Y a qué vienen?

—De vacaciones.

—¿Hasta dónde van?

—A Nicaragua.

—¿Y no son de Sinaloa o sí?

—No, señor.

—Es broma. Eso es todo, pueden seguir.

Todavía no es mediodía y ya hay fichas de búsqueda del fugitivo pegadas en las paredes. Y no es extraño. La primera vez que fue capturado, en 1993, El Chapo se refugiaba cerca de esta frontera, del lado guatemalteco. El entonces procurador, Jorge Carpizo, contó que fue entregado a las autoridades mexicanas en otro puente, no muy lejano, sobre este mismo río. Entonces no era la leyenda que llegó a ser con el tiempo, pero su captura sí que fue noticia porque se le acusaba de estar involucrado en el asesinato, ocurrido apenas unas semanas atrás en el Aeropuerto Internacional de Guadalajara, del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo. Según la versión oficial, se habría tratado de una penosa confusión en medio de un tiroteo entre dos cárteles del narcotráfico, pero lo cierto es que un “príncipe de la iglesia” había sido asesinado a quemarropa —su cadáver tenía marcas de 14 disparos, algunos tan cercanos que habían dejado tatuajes de pólvora— y la noticia, naturalmente, ocupó columnas en periódicos de todo el mundo.

11 años antes de su asesinato, Posadas Ocampo había sido nombrado obispo de Cuernavaca. Allí se ganó su ascenso a la codiciada arquidiócesis de Guadalajara y, por lo tanto, su nombramiento como cardenal. En su paso por Morelos desmanteló la iglesia de los pobres que su antecesor, don Sergio Méndez Arceo, había construido en el espíritu de la teología de la liberación. En sólo cinco años Posadas Ocampo, en línea con un papa declaradamente anticomunista, transfirió párrocos, desconoció cargos, desarticuló comunidades eclesiales de base; hizo, en fin, tabula rasa al episcopado de don Sergio, a quien sus adversarios solían llamar despectivamente El Obispo Rojo. Y es que sus posicionamientos eran, por decir lo menos, escandalosos para las buenas conciencias. En 1979, por ejemplo, aconsejado por su amigo el poeta Ernesto Cardenal, se pronunció a favor de la Revolución Sandinista y reconoció en ella una legítima búsqueda del pueblo nicaragüense por su liberación.

Ahora nosotros tres cruzamos la frontera para ir a donde aquella teología se puso a prueba. Es 12 de julio y planeamos estar en Nicaragua el domingo 19, aniversario del triunfo de la revolución. Quizá, con un poco de suerte, hallemos a Ernesto Cardenal en plena flagrancia celebrando misa dominical, en contra de la suspensión a divinis que le impide administrar los sacramentos desde 1984. Lo escribo en esta bitácora de viaje: hoy es 12 de julio de 2015 y hemos cruzado la primera frontera; ha pasado un día desde la fuga de El Chapo, 22 años desde el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, y casi 36 desde el triunfo de la Revolución Sandinista.


II

Atravesamos Guatemala en un autobús desvencijado y sin aire acondicionado. Ahorrar unos quetzales nos cuesta una jornada completa de incomodidades. El autobús se detiene en cada pueblo y los comerciantes bulliciosos suben para ofrecer sus mercancías. El conductor aprovecha las paradas para fumarse un cigarro tras otro, encendiendo uno con la colilla del otro. De vez en cuando sube algún pastor protestante a gritonear una perorata repetida, casi idéntica, sacada de alguna cadenita supersticiosa de chat familiar: John Lennon dijo que era más popular que Jesús y poco después lo asesinaron; el Titanic se hundió porque su capitán dijo que ni Dios podría hundirlo; Marilyn Monroe dijo no necesitar de Jesús y tres días después la encontraron muerta —“sola como un astronauta frente a la noche espacial”, agregaría Ernesto Cardenal—; para terminar invariablemente, eufórico, anunciando la inminente venida de Nuestro Señor Jesucristo, la abducción de los salvos, la condenación de los idólatras y los sodomitas. Aleluya. Amén. Gloria a Dios.

Como no sabemos calcular el tiempo de los autobuses y sus infinitas paradas, decidimos seguir de largo sin detenernos a hacer turismo en Guatemala; así que, luego de una noche en un convento de la capital, reanudamos el viaje. Todavía no se ha dejado de hablar de El Chapo cuando otra noticia irrumpe en la estación de radio del autobús. Es lunes 13 de julio de 2015 y el cantante mexicano Joan Sebastian ha muerto de cáncer en los huesos a los 64 años de edad en su natal Juliantla, Guerrero.

—¡Puta madre! Lo vamos a escuchar todo el camino —dice el historiador y los kilómetros le dan la razón; uno tras otro se encadenan a manera de homenaje los éxitos del “poeta del pueblo”: “Tatuajes”, “Secreto de amor”, “Y las mariposas”, “Eso y más”…

Muchos años atrás, cuando Joan Sebastian no era Joan Sebastian sino un adolescente enclenque de nombre José Manuel Figueroa, les había suplicado a sus padres enviarlo al seminario para convertirse en cura. La piadosa intercesión de su abuela fue decisiva para convencer a su padre, reacio en un principio, de entregarlo, una mañana de 1965, en las puertas del Seminario Conciliar de San José en Cuernavaca.

Por aquel entonces, el obispo de aquella ciudad era don Sergio Méndez Arceo y su diócesis, algo así como un experimento para poner en práctica lo que había resuelto el recién concluido Concilio Vaticano II: una Iglesia más abierta, en diálogo con la modernidad e involucrada con su contexto histórico-político. Don Sergio le dio consistencia a aquel proyecto muy a pesar del inamovible conservadurismo de una parte de su grey que suspiraba nostálgicamente por los tiempos preconciliares. Cuentan que en 1982, su sucesor, Juan Jesús Posadas Ocampo, fue recibido entre los gritos jubilosos de unos cuantos de aquellos nostálgicos: “Bienvenido, señor, a retirar a Satanás”. En esa muchedumbre figuraba un joven cura, con fama de hacer milagros, llamado Onésimo Cepeda, quien algún tiempo atrás había sido un cercano colaborador de Méndez Arceo, pero ahora, en una suerte de contraconversión, lo infamaba. Antes de que Cepeda llegara a ser el polémico obispo de Ecatepec, Posadas Ocampo le entregó la rectoría de aquel seminario en el que el joven Figueroa estuvo sólo tres años. De aquel periodo, el compositor nunca contó mucho. Sólo que le había ganado el gusto por la música y cómo, en un golpe de suerte, Angélica María, La Novia de México, lo escuchó cantar en el intercomunicador de un parque acuático y lo catapultó a la fama con el nombre ridículo de Joan Sebastian.

También por aquel tiempo y aprovechando las libertades de la diócesis de monseñor Méndez Arceo, Ernesto Cardenal llegó al Monasterio Benedictino de Cuernavaca para hacer una estancia de un par de años. Santa María de la Resurrección era una congregación que intentaba refundar la espiritualidad monástica a la luz del psicoanálisis —a veces parecía más un manicomio que un monasterio, recuerda—. Fueron dos años intensos en los que, además de verse publicado por primera vez, escribió uno de sus poemarios más conocidos, El estrecho dudoso, que trata del descubrimiento y la conquista de Centroamérica. En uno de sus poemas más hermosos, Cardenal imagina la vejez de Bernal Díaz del Castillo en Guatemala, quien “casi sordo y casi ciego” aprovecha sus últimas fuerzas para escribir la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España y así refutar a los fementidos coronistas que narraron, sin haberla presenciado, la épica conquista de un imperio.

Estamos cruzando Guatemala en un autobús desvencijado. Miramos por la ventana los pueblitos de una vieja capitanía de la Nueva España. Casi podemos sentir la cercanía del Caribe y del Pacífico ciñendo nuestro avance. Atravesamos el Estrecho Dudoso que los conquistadores buscaron franquear con vehemencia en sus carabelas y que nunca encontraron. Un estrecho que otro imperio abrió con obreros del Silver Roll, a base de sangre, sudor y dinamita, a principios del siglo XX en Panamá. Pienso en que estamos recorriendo la misma ruta que hace casi 500 años caminaron Bernal, Cortés y —maniatado como una criatura salvaje— Cuauhtémoc. De Tenochtitlan al Estrecho Dudoso.

En la radio del autobús suena una canción cursilona de Joan Sebastian: “Cruzaré los montes, los ríos, los valles por irte a encontrar…”.


III

Cuando llegamos a la frontera con El Salvador, nos hacen descender del autobús y, sin muchas preguntas, sellan nuestros pasaportes. Los cambistas se apresuran a abordarnos y ofrecen dólares a cambio de nuestros pesos y quetzales. Nos miramos desconcertados y negociamos algo cercano a un trato justo, pero no parece fácil; es julio de 2015 y el dólar cuesta el escandaloso precio de 15 pesos mexicanos. Estiramos las piernas, fumamos un cigarro y subimos de nuevo al autobús para continuar nuestro camino.

Es cierto que llevamos prisa, pero cuando llegamos a San Salvador hacemos una parada obligada: la cripta de monseñor Óscar Romero, que acaba de ser, por fin, beatificado hace un par de meses. En la Plaza Barrios una plaga de palomas se alimenta de la basura y los comerciantes intentan vender la mercancía rezagada de la ceremonia de beatificación: playeras, tazas, rosarios… con el rostro del primer beato centroamericano.

En el sótano de aquella vieja catedral de Centroamérica yace un hombre que, dice bellamente María López Vigil, se convirtió en la hora undécima de su vida. Un arzobispo que pudo —como Posadas Ocampo— llegar a cardenal por su incuestionable trayectoria de ortodoxia, pero que eligió acercarse de verdad a su gente y a su realidad, al punto de poner en riesgo su vida. Y la perdió. Una tarde de marzo, sólo un día después de pedir a los miembros del ejército cesar la represión contra el pueblo, a monseñor Romero le metieron una bala de 22 milímetros en el corazón mientras celebraba misa en la capilla de un hospitalito para enfermos con cáncer. Dicen quienes lo conocieron que su breve episcopado fue la crónica de una muerte anunciada. Lo cierto es que la noticia de su asesinato sacudió a la Iglesia latinoamericana. En unos funerales multitudinarios, el siguiente domingo, tres obispos mexicanos estuvieron presentes: Sergio Méndez Arceo, Samuel Ruiz y, como representante personal del papa y encargado de presidir la misa, el cardenal Ernesto Corripio Ahumada.

En plenas exequias sonaron las balas, luego las bombas y la estampida. El ejército y sus dueños no dieron permiso siquiera de que la gente enterrara a su pastor. Hace 35 años, esta misma plaza que pisamos ahora se convirtió en un campo de batalla. Y porque el peligro es tan revelador como la luz de aquel mediodía, los obispos mexicanos no salieron juntos de aquí: Corripio Ahumada escapó en una ambulancia que la Cruz Roja tenía destinada para sacar a niños y mujeres. Don Sergio y don Samuel prefirieron quedarse. Presenciaron una matanza: decenas de niños, muchachas, ancianos pisoteados o acribillados. Las convicciones de Méndez Arceo se confirmaron. Algo cambió en don Samuel; contaría luego que, ante el féretro abandonado de Romero, se preguntó: “¿Dónde está mi compromiso? ¿Qué debo hacer yo para ser congruente?”. Años después llegó a ser Tatik Samuel, digno sucesor del fundador de su diócesis, Bartolomé de las Casas.

Es bien sabido que las fronteras se cruzan más fácilmente de norte a sur que en dirección inversa. Como si sólo hubiera que dejarse llevar por la gravedad del sur-abajo, según lo dictan las ancestrales convenciones de la geografía. Pero toda regla tiene sus excepciones. No hay otro trámite para atravesar territorio hondureño que permitir un sello más en nuestros pasaportes, pero la historia es diferente cuando intentamos entrar a Nicaragua.

—Uy, mexicanos. Tenemos orden de revisarlos con más cuidado. Abajo, por favor.

No somos los únicos extranjeros en el autobús, pero sí los únicos a quienes se les abandona a su suerte en la frontera. Los agentes migratorios revisan escrupulosamente nuestros equipajes, nos interrogan por separado e insisten en saber detalles de nuestro viaje: dónde, cuándo, con quién. Para desgracia nuestra, el único contacto que tenemos en Managua no contesta el teléfono. Así que nos resignamos a perder el día entero en una aduana que huele a fruta podrida.

Sabemos que eso de endurecer las restricciones para los mexicanos por la fuga de El Chapo es puro cuento. Y sospechamos que los agentes quieren un soborno para dejarnos seguir, pero como no tenemos dinero ni queremos tomar el riesgo de equivocarnos y acabar metidos en más problemas, mejor esperamos. Está atardeciendo cuando por fin nuestro anfitrión contesta el teléfono y les cuenta a los oficiales que, en efecto, sólo somos tres inofensivos estudiantes y que es verdad, sólo venimos a hacer una investigación sobre historia o poesía o no sé qué vainas.

Ya es de noche cuando llegamos a Managua. Las calles están casi vacías, pero nuestro amigo nica se ofrece para darnos un tour en una camioneta que conduce torpemente y a exceso de velocidad: la catedral, el monumento a Rubén Darío, la estatua de Sandino, el Parque Central, los árboles de la vida iluminados con luces de neón que la primera dama ha levantado en camellones de toda la capital.

—Es una bruja. Y les hablo en serio. Practica esoterismo. Esas chatarras luminosas son parte de un hechizo para seguir en el poder.

Terminamos el día bebiendo unas cervezas junto al lago de Managua. No podríamos estar más felices. Hoy es viernes 17 de julio y hemos llegado a tiempo a nuestro destino. Los nicaragüenses llaman a este día “el día de la alegría” porque la madrugada de hace 36 años, Anastasio Somoza Debayle, abandonado por sus aliados y temeroso ante el avance de la guerrilla, se dirigió al aeropuerto para huir del país. Dos días más tarde, entre banderas rojinegras y el júbilo colectivo, entraría triunfante a la capital el Frente Sandinista de Liberación Nacional.

Cuatro años después de que Somoza huyera a Miami en un avión cargado con parte del tesoro nacional y los restos mortales de su padre y de su hermano, aterrizó allí mismo Juan Pablo II para realizar su primera visita apostólica a Nicaragua. Quedaron para la historia unas imágenes de aquella recepción en el aeropuerto (que ya no se llamaba Las Mercedes, como en tiempos de la dictadura, sino, como hasta ahora, Aeropuerto Internacional Augusto C. Sandino). Cuando Daniel Ortega presentaba a los miembros de su gabinete, el papa, con mirada iracunda y dedo amenazante, se detuvo para amonestar públicamente a Ernesto Cardenal, a la sazón ministro de Educación y Cultura.

—Usted tiene que arreglar sus asuntos con la Iglesia —cuentan que le dijo.

De vuelta al lugar donde pasaremos la noche, imagino que por estas calles caminaron los amores juveniles del poeta: Claudia, Myriam, Sylvia… las “muchachas en flor” de sus Epigramas. Mañana es 18 de julio y buscaremos a Ernesto Cardenal. A eso hemos venido.


V

Doña Adelita Arana era una anciana que oraba todos los días para que un sacerdote fuera a vivir en aquel archipiélago perdido que ella habitaba, pero la realidad era que nadie iba a ese lugar, ni siquiera de visita. Para llegar allí había que remar siete horas desde San Carlos, el pueblo más cercano, y ese viaje sólo lo hacían los más jóvenes, una vez por semana, para trocar provisiones. Sin embargo, un día de 1966 sus oraciones fueron escuchadas y llegó a Solentiname un sacerdote de cabello largo y barbas grises.

La mañana del 18 de julio de 2015 vamos a la que, nos dijeron, es la dirección de Ernesto Cardenal en el barrio managüense de Los Robles, pero aunque hallamos la casa, a él no lo encontramos. Nos abre la puerta una señora muy afable de unos 60 años, quizá su cuidadora, y nos informa que “el padre” se ha ido.

—No le gusta pasar el 19 aquí; anteayer partió para Granada. No sé cuándo regresa.

—Venimos de lejos, señora, de México; sólo queremos entrevistarlo, saludarlo al menos. ¿Sabe en qué parte de Granada lo podemos encontrar?

—No está en Granada, allí solo aborda el bote: se fue a Solentiname.

Pensamos en que tal vez esa mujer nos miente y detrás de la puerta está Ernesto Cardenal desayunando gallo pinto y leche agria. Pero no podemos hacer más y, ya que de todos modos Solentiname es uno de los destinos de nuestro viaje, decidimos jugárnosla y perdernos los festejos en la capital. Después de unas breves averiguaciones nos enteramos de que, a menos que tengamos transporte privado (como el padre), no podemos ir de Granada a Solentiname porque el ferri ha dejado de funcionar desde hace algunos meses. Para llegar al archipiélago sólo hay un camino: rodear el Cocibolca en carretera, llegar a San Carlos y contratar una lancha que nos lleve a las islas. Y eso hacemos, aunque no sin dificultades porque la mayoría de los autobuses del transporte público está siendo utilizada, a pesar del disgusto generalizado, para “acarrear” gente a las celebraciones en Managua.

Por fortuna encontramos un autobús que por unas cuantas córdobas nos ofrece siete horas de camino y los paisajes más bellos de toda Centroamérica. Campesinos y comerciantes suben y bajan; parece que sólo nosotros hacemos el viaje completo de la capital a San Carlos. Cuando llegamos al puerto es casi de noche, pero hay un lanchero dispuesto a llevarnos. Ya no son los tiempos de doña Adelita Arana; sólo una hora separa al pueblo de las islas.

Cuando Ernesto Cardenal buscaba un lugar para fundar su congregación, recordó las palabras que San Juan de la Cruz utilizó para explicar unos versos de su Cántico espiritual. Dios, dice el místico español, suele ser como unas “ínsulas extrañas” por “lo muy apartadas y ajenas de la comunicación de los hombres”. Mientras navegamos el Cocibolca, las últimas luces del día se apagan en sus aguas. Sin decir una palabra, pensamos en que ciertamente Cardenal no podría haber hallado un lugar más apartado que éste. Sólo escuchamos el ruido ensordecedor del motor de la lancha y, antes de que nos caiga encima toda la oscuridad de la noche, alcanzamos a distinguir, a lo lejos, la sombra de aquellas ínsulas extrañas.

En unos versos de su alucinante Cántico cósmico, Cardenal recordaría, muchos años después de su experimento utópico, algo que ahora nosotros vemos con nuestros propios ojos: “Medianoche en Solentiname,/ y miro desde la ventana junto a mi cama las estrellas./ Nuestra galaxia de 100 mil años luz de diámetro/ y 400 mil millones de estrellas”. En la isla Mancarrón, donde nos hospedamos, no hay luz eléctrica y la noche sobre el lago se nos muestra como un espectáculo galáctico digno de un poema de 43 cantigas. La oscuridad tiene de fondo el ruido de las ranas, los grillos y el viento sobre el agua.

Cuando amanece, preguntamos por el padre.

—Sí está aquí —dice nuestra hospedera—, pero no en esta isla. De todos modos, seguro vendrá a arreglar algunos asuntos y a visitar amigos. No da entrevistas. Les encargo que no lo molesten; viene aquí a descansar.

Y nos cuenta que Cardenal es un perseguido político de Daniel Ortega, que ni en tiempos de Somoza lo hostigaron tanto y que ahora mismo está en una disputa legal por uno de los hoteles de Solentiname que ha sido reclamado tramposamente por el régimen.

Pasamos la mañana caminando la isla. No hay festejos por el 19 de julio. Tampoco noticieros hablando de El Chapo ni radios transmitiendo homenajes a Joan Sebastian. Se siente lejana la parafernalia del mundo. Mancarrón es una isla de artesanos: pintores, escultores, talladores. La mayoría de ellos ya no son católicos. Los más viejos recuerdan con afecto al padre, pero no saben mucho de él ahora y parece que no les interesa el tema, de manera que no insistimos con preguntas.

Luego del mediodía, nos dirigimos a la iglesia del pueblo y la encontramos cerrada. En la puerta, tres mujeres —una de ellas, nuestra hospedera— nos hacen señas para pedirnos silencio: el padre está orando.

La iglesia de Santa María de Solentiname es una rústica chocita con techo de tejas, una puerta azul de madera y ventanas con mallas coloridas en lugar de cristales. Nos asomamos. En las paredes encaladas hay pinturas que los niños dibujaron hace ya mucho tiempo. El suelo es de tierra y las bancas están dispuestas como cuando se comentaba el Evangelio en colectivo. Al fondo de la nave hay un crucifijo blanco, minimalista, que diseñó el mismo Ernesto Cardenal. Y allí está él, sentado frente al altar, como dormitando, como reposando el cansancio de sus 90 años.

Ningún otro sacerdote de la teología de la liberación tuvo mejores condiciones para organizar una congregación como las tuvo el poeta en medio de este lago. Y los frutos fueron abundantes: una asamblea viva, participativa y libre que, a pesar de su aislamiento natural, respondió a los compromisos de su propia historia. Sea como fuere, los años de gloria de esta comunidad ya han pasado. Queda de aquel tiempo un evangelio y muchas páginas con poemas que se enseñan en las clases de literatura hispanoamericana del siglo XX.

Cuando el padre ha terminado de orar, llama a sus colaboradoras para que lo ayuden a levantarse. Sale de la capilla con paso lento y aspecto lamentable. No nos atrevemos a decir una sola palabra. Él no nos ha visto, pero nosotros a él sí.

La historia de San Francisco de Borja me la contó Margit Frenk en una de sus clases sobre el Quijote. No recuerdo bien qué pasaje buscaba explicar, pero sí la autoridad enciclopédica con la que nos narró la conversión del tercer general de los jesuitas: duque, virrey y grande de España, Francisco de Borja acompañó el cortejo fúnebre de Isabel de Portugal hasta su lugar de entierro. Al pedírsele fe de la identidad de aquel cuerpo, abrió el féretro e, impresionado por la corrupción de quien en vida había sido una de las mujeres más hermosas de su tiempo, hizo un juramento doble: primero, que en efecto, porque él no se había despegado del ataúd, aquellos restos putrefactos pertenecían a la emperatriz, y segundo, obligado por el escalofrío de una revelación vocacional, que no serviría más a señor que se le pudiera morir.

Esta cátedra hagiográfica me sirvió luego para entender unos versos de Ernesto Cardenal: “Como San Francisco de Borja yo quiero ahora/ amar a alguien a quien no toque el tiempo/ y que alquilemos un cuarto donde la noche no pase/ ni se apaguen uno a uno los anuncios de neón”. Margit Frenk nació el mismo año que el poeta nicaragüense y compartió con él las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras en la vieja Casa de Mascarones del Centro Histórico de la Ciudad de México; pero ella no suele hablar mucho de aquellos años. La historia de Ernesto Cardenal la conocí en las clases de literatura de otro siglo, menos áureo y menos piadoso que el de Cervantes y su Quijote. De camino a Nicaragua para conocerlo, su poesía adquirió textura, consistencia y color.

Aunque pudieran parecer antípodas, Cardenal y Borja comparten una conversión muy semejante. El poeta —lo cuenta en sus memorias— dice haber sentido el mismo estremecimiento de muerte que el santo español ante la inevitable caducidad de la belleza y el paso efímero de la vida: le daba terror que sus noviecitas de la juventud engordaran y perdieran sus dentaduras.

Mirar a Ernesto Cardenal orando en aquella iglesia fue también como asomarse al sarcófago de un siglo: vimos a un hombre que cargaba encima todos los años de un tiempo de revoluciones ganadas y luego perdidas, de mártires y dictadores, de poesía y evangelio. Un anciano poeta enamorado de una hermosura siempre antigua y siempre nueva. Sic transit gloria mundi.


Un epílogo:

Es marzo de 2019 y Ortega se convirtió en Somoza. Su ejército y grupos paramilitares reprimen brutalmente a estudiantes desarmados y otros disidentes, como en su tiempo lo hizo la guardia somocista. Los muertos se cuentan por cientos; los detenidos y exiliados, por miles. A pesar de la indiferencia internacional, Nicaragua resiste. En medio de tantas malas noticias, llega una instrucción de urgencia a la Nunciatura Apostólica de Nicaragua: “Infórmesele al padre Ernesto Cardenal que Roma le levanta la suspensión a divinis que pesaba sobre su persona desde hace 35 años”. El poeta convalece en un hospital de Managua, pero está lúcido y recibe la noticia con alegría. Un acto de justicia en medio de una crisis de abusos sexuales en la iglesia que ha revelado que es más difícil suspender a un sacerdote pederasta que a un discrepante político o doctrinal. El padre es otra vez padre. En enero cumplió 94 años, está muy enfermo y es probable que no pise Solentiname de nuevo.