Concurso 50 / No. 217

Diatriba epistolar contra la gravedad
Ensayo: Segundo premio


A la señora de la Tierra, emperatriz de los 39 000 kilómetros de Eratóstenes y aun de aquellos que se devoró la imprecisión, del océano entero de Columbus y fraccionario de Edward John Smith; del que lame las playas del costado oeste de América y que posee en sus entrañas los buques, y sus fragmentos, de japoneses y norteamericanos de hace más de medio siglo; de las pampas y cordilleras de la Tierra del Fuego y los lagos de Neuquén y los bisontes canadienses; de las arenas de Namib hasta las del Magreb, el Taklamakán, que jamás es dos veces el mismo, y las del desierto de Gobi; de las interminables millas de las estepas siberianas; de las aguas del Támesis, el Sena, el Mississippi, el sagrado Ganges y el bíblico Jordán, de las del balcánico con el epíteto colorado que le debe un desafortunado vals a Strauss, del Nilo, franco como la espuma de sus estelas, y del Amazonas, disperso como las copas de los sauces; de las dos serpientes chinas, una de agua en el Yangtsé y otra de caliza y granito y ladrillos cocidos que se enfrentó a los mongoles; de las capas y pliegues de dunas blancas que caminaron Amundsen y Scott; de, incluso, los diminutos volcanes de la Polinesia; de las jorobas níveas de Nepal y del forúnculo de casi cuatro kilómetros de la corteza terrestre en la nación del Sol Naciente que no sangra desde hace 300 años; de los pasajes enjutos de Magallanes, Gibraltar, La Mancha, Bering, Suez y Panamá; de los suelos que vieron nacer a Quetzalcóatl emplumado, Zeus y el Olimpo, Brahma y su trinidad, Alá indivisible, Cristo segunda persona, Buda el iluminado, Ra dios del cielo y del sol. Señora de la franja de anillos inasibles circundantes del globo que limpian las dagas del sol donde las nubes pronuncian la lluvia y la radiación desparrama acuarelas y óleos sobre los inviernos perennes:

Es válido admitir que a usted yo la olvido, la desconsidero y la paso por alto la mayor parte de los minutos, las noches desveladas, en los años, cuando lloro, cuando me tiro una cagada, cuando me tiemblan las rodillas a los 50 minutos de sudar en la elíptica, en mis cinco lustros tan breves, tan largos a veces, cuando orino, cuando estoy envuelto en un ataque de la condenada alergia congénita y en los mocos que me rozan los labios; en dos décadas y un resto, cuando arrojo, furioso, un plato al suelo, cuando hacía basquetbol, o cuando sangro de las manos, que son las que más se me han rasgado, y hasta cuando usted tiró a mi abuela y reveló que estaba enferma, más que nunca; pero no pensé en usted, entonces, sólo porque era tan chico. La hube omitido aun cuando su fuerza y su voluntad son, todas las veces, las que hacen pesadas las lágrimas y curvean la orina, y tronco a la mierda y húmedas mis sienes del sudor que nace en el cuero de mi cabello, y vivas a las esféricas de goma naranja caqui, y ramificada la escarlata descendiente de mis manos raspadas, y rotos los cristales. Pero me he acordado ahora sí de su despotismo irremediable, en los últimos meses, porque sus zarpazos me arrebataron ayer un litro de jugo de mango, cerrado, y, una vez abierto, roto, se regó sobre las resequedades de los mosaicos de la cocina; porque me suele tirar las plumas de tinta de los dedos, como las plumas sin dueño de los pájaros que encuentro yertos en las escaleras por obra de mis gatos, como las plumas con las que hago sonar la garganta abierta de mi guitarra que ya nunca se encuentran más en tanto usted se las lleva a las habitaciones de los duendes malditos que las coleccionan; porque me rompió usted con toda su indiferencia mi cámara Leica y, aunque se negó ésta a morir, posee ya una eterna fisura por donde asoman sus intestinos ópticos de plástico y aleaciones. Por su culpa. Me he puesto a vejarla en voz baja desde que se me cayeron los huevos y la cartera y un puñado de monedas y un montón de corajes cuando dijeron "¡bolo!" en vez de ayudarme; en voz desmedrada para que no me haga, señora, tropezar, en caso de que me escuche, irónica, en vindicta, en irrisión (como cuando hizo trastabillar y le quebró el radio y el cúbito a mi hermano en fragmentos como a un mazapán). Irrisión como cuando tira al tazón del lavabo —de los dientes del cepillo, tan inútiles para la tarea de asirla con un poco de coraje— la pasta recién eclosionada del tubo, cual lengua de menta. Chacota como ocurre en el momento de intentar amedrentar con las palmas a un díptero y derribar, en cambio, un vaso inoportuno que se va con usted y con sus novatadas, porque pareciera que cada vez que se quiebra un vaso es la primera vez. Entonces caigo en la cuenta de que es la misma burla que le brindó usted a Ícaro, tan cercano al cercano y enano sol griego, por altivo y por fiarse de la cera y de sus ínfulas; o la mofa al texano Stevie Ray Vaughan, sobrio después de tantas décadas de música anegada en las pasiones que sacaban a flote botellas vacías, sudor agrio de alcohol, y blues y blues y blues; cuando le derrumbó, descarada, la avioneta donde viajaba y moriría y daría fin a música encaminada a ser blues ahogado en blues, llanamente; o las constantes tomadas de pelo a Guillermo II de Alemania quien cayó de las monturas de su bestia en tantas ocasiones por la inutilidad de su brazo deforme y atrofiado. Hasta le atribuyo a usted burlas más osadas, como la de hacer enfermar por la lluvia, motivada por su atracción; como dar un envión, en público, al revolucionario, al comandante, al invitado a comer e irse, al cubano, al héroe, al villano, al justo, al tirano, al dictador; como invitar, o eso dicen, a Empédocles a bañarse en una boca de lava; como tumbar al dorado Ángel de la Independencia en el 57 en este país que batalla y sufre por que no se caiga, en ideal, y se emponzoñen sus fisuras dolientes, jamás resanadas (ahora no por librarse de los fantasmas de Colón, Cortés, el cruento Pedro de Alvarado ni del hilo que se tejió desde los Reyes Católicos, sino de otras cárceles tan igualmente negras), todavía hoy, entregando en horas estrechas, con rabia, su sangre, a sus mujeres, a sus periodistas, a sus hijos, a sus estudiantes, a sus mujeres (condenada e irónica señora); como derrumbar a un Chapecoense ilusionado, inocente; o como haberse quedado con Amelia Earhart y haberlo mantenido por siempre en secreto. Lo sé porque estoy familiarizado con sus métodos de hacernos volver a todos, tendidos en nuestras espaldas, aun a los que se resisten y se oponen con las rodillas, como habrán hecho Lennon, Gandhi o el doctor King, o el liberal Lincoln, a quien usted misma dio justicia abrazando, luego, con el peso de sí mismo y el peso del mundo sobre Wilkes Booth. No tolero tampoco sus chistosadas de arrebatarme con un manotazo el celular y depositarlo en el fondo del escusado, con las deposiciones, con el zumo dorado de los riñones. Pero con un recuento breve me permito informarle que no me sostengo solo en este libelo, porque Comăneci, Pastrana y Hawk la tomaron y toman a usted de juego, para corromperla y devolverle sus muecas, de cómplice, de elemento imprescindible para los oficios de sus vidas. ¿Qué sería de las cabriolas si Nadia hubiera ido a parar al cielo con un mortal irreversible, o si un 360° hubiera ascendido a un 720°, a un 1 440° y hasta a un infinito de unidades contenido en el infinito del espacio sideral y Tony Hawk hubiera terminado en el corazón de Plutón, los brazos de la galaxia, el ojo de Dios, encarnado en el universo como una exposición incansable de colores primarios derivados y subdivididos, a la vez, hasta el caracol inconmensurable de matices? ¿Qué sería de ellos y la belleza y la audacia si no volvieran a pisar el origen? Se necesita regresar, como las aves cuando mueren, y darles crédito a las cosas que usted ha ayudado a demoler, como las piedras de Berlín, el Lenin de acero en Kiev, el Hussein de la tierra mesopotámica, muerto en estatua como idea y muerto en vida con la cuerda tensada por su misma obra, señora. Pero más lamento que entesara la soga anudada a Nerval, o que condujera a Virgina Woolf al fondo, inclusive con la fricción empastada del agua, la misma que abordó sus comisuras. Más lamento que singularmente haya sido magnánima con Guiza y no con el Zeus de piedra, el coloso que custodiaba Rodas, el faro de la ciudad africana de Alejandría. Más le recrimino la velocidad que le otorgó a Tony Scott, los pies de Chris Cornell a centímetros por encima del suelo, la calumnia contra Eric Clapton al volverlo eso de lo que no tenemos palabra, porque, como alguien me habrá susurrado algún día, es huérfano el que pierde a un padre y viudo el que pierde a su esposa, pero no es nada el que, de manera tan cruda, tan desgarradora e impronunciable y metafóricamente cáustica, pierde a un hijo. Y, como la justicia, es también usted ciega, porque lo mismo le importa que el cuello bajo la guillotina haya sido ignominioso a que rezumara virtuosismo, poco le interesó actuar asistiendo a la caída del hacha de Raskolnikov, fue lo mismo que demoler las piedras lapidarias que sacudió Sansón, ultrajado y traicionado, igual para usted que demoler los cuerpos de Thelma y Louise que prefirieron la muerte, sí, muerte, pero desencadenada; se ha de haber reído, entre las placas terrestres, emperatriz de las cascadas y el polvo, cuando se escuchó un clamor por la humanidad mientras el Hindenburg se desbarataba envuelto en llamas sobre su regazo. No le tiembla la mano, ni lo habrá hecho o hará, ni lo hizo cuando descalabró a mi primo, cuando por amor y por su sentencia murió Hero, descarnada, ni en el momento en que el amante de Rapunzel —la de cabello eterno de paja— quedó ciego por la violación de las espinas a sus ojos en las faldas de la torre, o en el instante preciso, tan idéntico a los otros, cuando Tommen —Baratheon en papel, Lannister puro en las venas—, descorazonado, se arrojó de la ventana abierta desde donde se veía el humo que sepultaba a su amada. Pero más allá de la lujosa enumeración de ficciones, condeno su atrevimiento de llevarse al maestro José Emilio Pacheco, quien les escribió a temas mejores que usted y quien hizo mejor poesía desde asuntos que parecerían más desleales a la literatura, y condeno que se lleve al fondo la caca pero permita que la pestilencia de un inocente y arcano pedo suba hasta las narices de quienes se pretendía burlar; lamento, desde un rincón donde ya fluye más mi tristeza que la enumeración de cargos, que nos privara de tantos años más de Jorge Cuesta —preclaro, lúcido en el mundo ideal de la palabra, herido de muerte por la propia vida, perdido en la irrealidad de la misma—, de tanta tinta en papel y de tiempos nuevos con cada poema, con cada ola verbal renovada de forma, espuma y de sal. Repruebo que haga caer jitomates en Buñol con la misma indiferencia con que hizo caer a Cristo una y dos y tres veces.

Le recrimino con vehemencia, hija de Newton antes de que Newton naciera (como Dios, antes de que naciera el hombre, porque sólo los vástagos de la nada dueños de almas mostrencas creen que Dios comenzó cuando comenzó el hombre, y el tiempo cuando la consciencia, y usted cuando cayó la manzana), porque se rehusó a abandonar su dictadura de terror cuando reafirmó, 32 años más tarde (tan temprano), el sello que había dejado en México el mismo 19 de septiembre. Le echo en cara y sumo a mi lista el día en que me derramó la sopa encima cuando la llevaba escaleras arriba. Le recrimino porque no soy gato y no puedo sortear sus designios, ni soy Philippe Petit, ni pienso serle sumiso y cuidarme cada vez que bebo de una tacita de porcelana o leo un libro en el borde de una alberca o inclino una botella de cerveza con intenciones fugaces. A mí se me cae el cuerpo con una zancada desconfiada y se me escapa la vara de equilibrio antes que socorrerme en cualquier situación de destreza. La denuesto por tomar las mismas aficiones de la diosa Fortuna y vaciar las hojas del otoño sobre las banquetas, como monedas de cornucopia, igual que el esperma lleno de silencio, lumbre y humo que portaba el Enola Gay. La acuso del temor que siente un niño cuando se asoma por la ventana; de haber sido el último camino para aquellos atrapados, otro día de pura noche de septiembre de 2001, que vieron la escasez de opciones y prefirieron su abismo que los hornos de fuego; de la confusión de Karol Wojtyla cuando besó nuestra tierra; de la división de todos los hombres cuando la Torre de Babel, siete veces Burj Khalifa, se rindió ante su báculo.

Finalmente, señora de la ubicuidad, la denuncio por ser inocente; por hacerme lucir desesperado al procurar encontrar una forma de no inculpar al hombre, intransigente, descuidado, impío, único culpable de lo que la acuso, que ha empujado todo lo que se ha caído y se ha roto en mil pedazos alguna vez en la vida del tiempo mesurado. Si no es la cuerda o la caída libre, entonces es la cicuta de Sócrates, Lugones y el cianuro de las deleznables águilas del Tercer Reich, no importa; es un arma en dirección errónea para Hemingway y Quiroga, el resultado es el mismo. Si no ha sido usted, sí la inestabilidad de mis manos, de mis pasos. Cuando no son Bockscar y Fat Man, son las cimitarras y los alfanjes y las mandobles de los cruzados, las bayonetas, las armas automáticas y los obuses, los puños y las piedras. Son el cáncer y la desesperación y la soledad, pero no sus actuares indiferentes. La increpo porque hay que apuntar a algo después de tanto tiempo de señalarnos los unos a los otros con índice enhiesto y voces, decretos, manifiestos, gritos, mentiras, odios, culpas, falacias edificadas en mil palabras. La señalo a usted como la última vana, vacua opción. Le ofrezco mis disculpas pues quizá, y nada más quizá, sea usted cuando no se puede apuntar a otra cosa sino a la mala suerte y, entonces, de nuevo, quede usted absuelta.

Ineluctablemente suyo, Lepeix