Concurso 50 / No. 216

Ricky Randy Johnson contra los pájaros volando
Cuento: Segundo premio


Salí de casa porque los gritos entre mi mamá y Josué eran insoportables. Empezaron desde la mañana y al mediodía se calmaron. Pero después de la comida, cuando él abrió la segunda lata de cerveza, no fue difícil saber lo que seguía. Me fui a encerrar a mi cuarto, y aunque intenté entretenerme en otras cosas, fue imposible no acabar desesperado.

Atravesé el patio trasero y tomé el sendero en dirección al campo. Era finales de abril; había llovido, el viento era húmedo y algunas nubes grises aún se veían en el cielo que luchaba por despejarse; en cualquier momento podría caer algún chubasco. Caminé hasta que se acabó el sendero y de ahí seguí sobre la vieja línea del tren, saltando los durmientes de dos en dos. Aquella parte del campo era mi favorita: a mi izquierda se extendía en toda la vista una hierba reverdecida y alta; a mi derecha, tras un tramo idéntico, se levantaba un área con muchos árboles.

Aunque no quería, acabé pensando en mi madre. Siempre regresa a mi mente cuando intento huir de los problemas. Es una mujer alta; antes era delgada pero ahora ha subido un poco de peso y Josué le ha hecho ver que debería hacer ejercicio. Se lo dice de forma discreta pero yo sé que a mi madre la hace sentir mal; baja la cabeza y no dice nada. La he visto varias veces en la madrugada, cuando me levanto para ir al baño, sentada a la mesa de la cocina comiendo galletas remojadas en café y con la frente apoyada en la palma de la mano. No sé qué intenta remediar con la comida. Pero a pesar de los kilos extra aún tiene un perfil anguloso y el cuello se le ve largo y limpio. Si yo fuera mayor me gustaría, sería mi tipo. Después del cine podríamos platicar un rato en mi auto y hacer las cosas que hacen las parejas en los asientos traseros.

Cuando papá murió la vi muy deprimida. Creo que es normal, yo igual tuve un par de meses terribles. Bajó de peso y dormía casi todo el día. Sé que intentaba hacerse la fuerte, irse a trabajar, preparar la comida como si nada hubiera pasado, pero era imposible disimular unos ojos húmedos e impregnados de rojo. Recuerdo que llegó a decir que jamás estaría con otro, que ahora sólo éramos ella y yo, que entre los dos saldríamos adelante. Desde entonces ya han pasado poco más de tres años, y de todo aquello lo único cierto es que seguimos adelante. Como si alguien nos empujara en esa dirección.

Cuando llegó Josué yo recién había cumplido 12, pero ya sabía que un hombre no va a visitar a una mujer a su casa ni le lleva flores si no tiene la intención de quedarse en su cama. Al principio mi madre lo recibía en la puerta y platicaban ahí, en el umbral, durante una media hora. Un día, después de algunos meses, yo llegué a casa en la tarde y vi a aquel hombre sentado en el sofá, con una cerveza en la mano; otra lata vacía y arrugada estaba en la mesita de enfrente. Mi madre tenía un ramo de tulipanes entre las manos.

—¿Qué tal, Ricky? —dijo él, y no supe si su mueca era de burla.

Mi madre sabía bien y sus ojos se fijaron en mí, expectantes. Después miró a Josué, que seguía viéndome, sonriente, esperando mi reacción.

—No… A Ricardo no le gusta que le digan Ri… Bueno, así.

Sólo mi padre me decía Ricky. Era mi nombre cuando jugábamos béisbol. El gusto por ese deporte lo heredé de él, y él, a su vez, de mi abuelo, que decía que el fútbol nunca podría igualar en estrategia a su deporte favorito. Solíamos salir al campo con nuestras manoplas y pasarnos la tarde lanzándonos la pelota. “Ahí va El Bambino Ricky”, decía. Pero, sabiendo quién era mi ídolo, unía mi apodo con su nombre: “Aquí tenemos al famosísimo, a los dos metros de oro, al grandísimo Ricky Randy Johnsooon”.

Quién sabe por qué hacemos lo que hacemos. ¿Acaso mi madre no lo tenía todo? Tuvo a mi padre. Me tenía a mí. Tiene una casa, un trabajo, un par de amigas con las que platica en la sala o a las cuales va a visitar. ¿Por qué cambiar todo eso? ¿Por qué cambiarme a mí? Yo la llevaría al cine, ya dije, o le prepararía el desayuno o la cena para que ella no se tuviera que esforzar más cuando llegara cansada por las noches. Incluso haría el quehacer. Pero ella eligió a Josué. Supongo que es así como se siente el rechazo. Lo prefirió a él cuando yo habría podido hacerla feliz.

Las visitas de Josué se hicieron más frecuentes, y los ramos de tulipanes llegaron menos. Esto no me molestó; mi padre no era de regalarle flores a mamá. Pero uno se da cuenta, sin necesidad de ser adulto, cuando las cosas van a empezar a ponerse feas. La primera señal fue cuando Josué llegó con sus maletas y, después, cuando en el refrigerador no cabía la comida por tanta cerveza que él compraba. No sé si eso es alcoholismo, porque Josué no es un hombre que tome diario. Pero al emborracharse hay que soportarlo dos días: el de su borrachera y el siguiente. No sé cuál es peor. Durante su resaca hay que atenderlo, servirle la comida, llevarle agua. Pero cuando está ebrio tenemos que adivinar su humor: puede quedarse dormido o parecerse al demonio; estando alcoholizado hizo algo que mi padre nunca hizo: me dio una bofetada. Mi mamá no pudo hacer nada, se quedó llorando. Por eso siempre huyo. Me salgo al campo con mi manopla y mi pelota de béisbol y la lanzo al aire. La lanzo tan alto como puedo, como si intentara alcanzar el cielo para derribar algún pájaro. Ricky Randy Johnson contra los pájaros volando.


Esta tarde no salí con mi manopla. Mi casa había quedado atrás y a mi espalda las líneas del tren cambiaban de dirección en una curva poco pronunciada. El sol se veía como una grandísima bola naranja detrás de las nubes, y sus rayos salían tras ellas como un dibujo de los que aparecen en los libros religiosos.

Abandoné la línea del tren, caminando a mi derecha hasta alcanzar los árboles. Aquello era como un bosque, aunque menos denso. La luz del sol se filtraba fácilmente entre el follaje, dejando manchas luminosas sobre las hojas caídas. El ruido de mis tenis quebrando las ramas secas me reconfortó. Sobre mi cabeza las aves, perseguidas por la tarde, iban y venían de sus nidos con gran estrépito.

Subí a un árbol. Antes lo había hecho; era agradable contemplar el paisaje desde las copas más altas. Un par de veces me quedé ahí arriba hasta que las luces de la ciudad comenzaron a encenderse. En alguna ocasión pude distinguir mi casa.

El primer árbol resultó no ser el más apropiado, así que me bajé e intenté en otro. Escalé el tronco hasta que llegué a una rama gruesa; a partir de esa primera bifurcación la subida fue más fácil. A medio camino del ascenso oí unos chillidos entre las ramas a mi derecha. Ahí, como a dos metros de mi mano, había un nido. Nunca antes vi uno tan cerca. Era pequeño, pero pude distinguir cómo cientos de ramitas se iban curveando para darle la forma de una jícara. Me sorprendió cómo un animal sin manos podía construir algo así. Adentro había dos polluelos abriendo sus picos con desesperación. No quise acercarme mucho para no asustar a su madre cuando volviera. Sólo me acomodé con cuidado para observarlos. No recuerdo haber visto animal más horrible. Sus ojos eran enormes y en lugar de plumas tenían vellos, pero aun así se podía distinguir su piel casi transparente, surcada por diminutas venas.

Entonces llegó su madre. Hasta detuve mi respiración para no ahuyentarla. No sé qué tipo de pájaro era, pero no era hermoso: tenía las plumas cafés con amarillo, el pico corto y un tanto chato. La observé meterle los gusanos en la boca a los polluelos, que ni así dejaron de chillar. Ella levantó el vuelo y tras un par de minutos regresó con más alimento. Hizo esto varias veces. Mientras tanto yo observaba con atención. Me imaginé el día en que aquellos bebés se convertirían en pájaros, quizá idénticos a su madre. Tendrían que juntar cientos de ramitas, darles aquella forma redondeada, salir por alimento y ponérselo en la boca a sus crías. Pensé en las lluvias, en lo que tenía que hacer esta ave para proteger a su hijos; apenas la semana pasada había caído un vendaval, y ahí estaban aún, como si nada hubiera pasado.

En un momento que la madre se fue, tomé una rama y empecé a jugar con el nido. Estaba bien adherido y me dio trabajo moverlo. Lo empujé una, dos, tres veces hasta que se cayó. Algunas ramitas todavía quedaron pegadas en la que servía de base. Me quedé viendo de qué forma logró ese pájaro hacer que quedara fijo, pero no encontré ninguna pista. Llegó la madre y se paró sobre la rama, justo encima de los restos del nido. Movió la cabeza de un lado a otro, con giros rápidos y breves. “Tus hijos están ahí abajo”, le susurré. Antes de levantar otra vez el vuelo, se tragó el gusano y emitió un graznido. Quién sabe lo que significaría.

Entre los árboles ya estaba oscuro. Bajé con varios saltos y cuando llegué al suelo, no quise detenerme a buscar los restos del nido. Apuré el paso fuera del arbolado para dirigirme a casa siguiendo la misma línea del tren. Las nubes se habían agolpado a mi derecha y simulaban un algodón color rojo intenso; el resto del cielo era una mezcla de tonos naranja oscuro. Una bandada cruzó chillando.

Me sentí extraño; un escalofrío me recorrió el cuello y la mandíbula. Deseé que volviera a llover, para que fueran las gotas de agua las que bajaran por mis mejillas. Después caí en la cuenta de que daba lo mismo, nadie se percataría de lo que estaba sintiendo. Iba a entrar por el patio, azotar la puerta, encerrarme en mi cuarto. Josué iba a gritar que me quitara los tenis y trapeara aquel lodazal. Fue esa misma certeza la que me hizo correr. Corrí como si tuviera que llegar a casa antes de que cayera la noche, antes de que aquellos pájaros alcanzaran sus nidos. Pero ellos estaban en ventaja. Yo no tenía alas. Nunca las iba a tener.