Concurso 50 / No. 216

El ropero
Cuento: Primer premio

 

Santiago Mondragón colocó su mano sobre la puerta de la antigua habitación de su padre. La oscura madera desgastada por el paso de los años pareció percibir la reticencia que aleteaba en la boca de su estómago y, como una suave invitación, se deslizó silenciosamente hacia el interior de la estancia. El joven hizo acopio de toda la fuerza de voluntad que albergaba en aquel momento, apenas la suficiente para dar unos temblorosos pasos hacia lo que aguardaba detrás de esas paredes.

El joven, aún con el ominoso traje oscuro que había portado durante el funeral, había anticipado encontrarse con sábanas blancas que yaciesen indiferentes sobre los muebles de la estancia, con paredes desprovistas de toda decoración, quizá incluso con una capa de polvo que ya empezara a amontonarse en los rincones del lugar que ahora no pertenecía a nadie más que a las arañas y los fantasmas… Pero lo que encontró ante sus ojos era todavía peor: la habitación estaba intacta.

La enorme cama matrimonial que sus padres habían compartido durante más de tres décadas aún gobernaba el lugar, con aquel cubrecama tan mullido en el que Santiago solía recostarse con su madre para escuchar las mil historias que tenía para contar. Frente a la cama, un tocador de facciones regias se alzaba sobriamente acompañado de un gran espejo ya opaco por los años; estaba cubierto de una pequeña fortuna en perfumes, colonias y talcos traídos de todas partes del mundo, con los cuales sus padres habían mantenido el olor característico que inundaba las fosas nasales de Santiago cada vez que él ponía sus brazos alrededor de ellos. A las paredes todavía las cubría aquel elegante papel tapiz, ya un tanto despintado, en el cual se podían ver representados unos bellos lirios blancos sobre un fondo verde oscuro similar a un lago en el invierno.

Todo seguía igual. Los pocos cuadros de las paredes aún representaban los mismos bucólicos pasajes con personas de rostro triste, la misma alfombra escarlata todavía se tendía sobre el suelo como un gato adormilado a la espera de que lo levanten, las mismas corrientes de aire apenas perceptibles que se colaban por la ventana seguían acariciando el rostro con dedos fríos. Y en una esquina de la habitación, casi confundiéndose con las sombras, estaba el ropero de caoba de su padre.

Ese antiguo ente de color granate intenso siempre había ejercido en Santiago un magnetismo inexplicable, ya que despertaba en él la extraña mezcla de miedo y curiosidad que sólo pueden causar aquellos objetos que sabemos a ciencia cierta que son peligrosos, pero cuyos secretos son demasiado tentadores para resistirse. De niño, Santiago solía sentarse durante ratos eternos frente a las imperturbables puertas del ropero, fascinado por las suaves formas y hermosos tallados en su piel maltratada por los años. Su mente infantil pasaba horas interminables imaginando qué podía existir tras aquellas puertas: algunas veces su mente construía mundos lúgubres y oscuros en los que seres con la piel en carne viva habitaban una tierra sin sol; otras veces imaginaba que si saltaba en el ropero caería a las profundidades de un pozo infinito, tan infinito que nunca dejaría de caer; las peores ocasiones eran cuando pensaba que en el ropero se ocultaban personas, sin nombre ni rostro, que esperaban a que toda su familia estuviera dormida para entrar en la casa y robarse a sus padres. El miedo inundaba su alma, una película de sudor frío cubría su espalda, un grito agudo de terror subía a su garganta, pero nunca salía. Se quedaba petrificado… hasta que su padre entraba a la habitación y colocaba sobre sus hombros las manos firmes, con lo que lo hacía ver que siempre tenía las cosas bajo control. Santiago hundía su rostro en el brazo de su padre y respiraba el olor a cerezo, aceite de afeitar y un poco de tabaco, mientras la cálida sensación de alivio recorría todo su cuerpo. Él siempre había sido quien lograba sacarlo de ese sentimiento de impotencia que lo embargaba cuando tenía miedo, él siempre había sido quien con unas palabras de aliento, con aquella voz carrasposa, infundía de nuevo fuerza en su corazón, él siempre había sido a quien seguía, a quien debía respeto, a quien admiraba.

Ahora, Santiago sabía que el dueño de aquella barba áspera, de aquellas manos pobladas de arrugas y de aquellos ojos oscuros como el tapiz de las paredes ya no volvería más. El pecho de Santiago ardía por la pérdida y estaba aterrado. De nuevo sentía que no podía seguir, pero quien siempre se había encargado de ayudarlo a continuar ya no estaba.

Impulsado por una extraña motivación, Santiago cruzó el cuarto a zancadas. De una vez por todas iba a terminar con la duda que lo había carcomido durante tantos años. Tomó las manijas talladas de cobre y reveló por fin el secreto detrás de aquellos párpados de madera.

Nada. Detrás de aquellas puertas no había nada más que un sencillo traje de color arena y solapas raídas, nada más.

Con una decepción que se convirtió rápidamente en ansiedad, Santiago comenzó a palpar los rincones oscuros del ropero en búsqueda de algún pasadizo secreto o una nota escondida, deseando en lo más profundo de su alma que sus fantasías infantiles volvieran. Santiago palpó con fuerza la madera de caoba de la parte inferior, golpeó con los nudillos el fondo y empujó ligeramente el techo, pero el ropero permaneció impasible ante sus vanos intentos de revelar un mundo tenebroso que no existía. Sin embargo, Santiago no desistía. Podía haber algo más en esas simples planchas de madera, tenía que haberlo… Convencido de poder despertar del pasado la fantasía que había construido, empezó a golpear repetidamente las puertas del armario con violencia, a la espera del momento en que su padre posara las manos sobre sus hombros para tranquilizarlo una vez más.

Pero nada pasó y Santiago empezaba a sentir que la angustia consumía su mente, como una hoguera en un bosque solitario que arrasa con todo a medida que las llamas crecen, alimentadas por el miedo y la sensación de abandono que en ese momento inundaba su pecho. Este incendio no sólo pasaba en su cabeza, sino en su mismo espíritu. Sus manos temblaban descontroladamente, su vista se empezaba a nublar y el suelo bajo sus pies se balanceaba como si se tratase de la cubierta de un barco completamente a la deriva. En un desesperado intento, Santiago arrancó con dedos torpes el viejo traje de su padre, que colgaba de un oxidado gancho. Se desvistió rápidamente y colocó sobre él las prendas que el viejo Aurelio Mondragón habría ocupado cientos de veces.

Santiago esperaba encontrar en ellas esa sensación de hogar y protección que su padre siempre había sabido infundir en su corazón. Esperaba encontrar ese aroma que lo había acompañado toda su niñez como un amuleto protector allá adonde su camino lo llevara. Esperaba encontrar la risa profunda y lobuna que estallaba en los silenciosos pasillos de su casa como la tormenta contra la playa. Santiago esperaba encontrar el espíritu de su progenitor en aquellas prendas… Pero lo único que encontró fue un oscuro espacio vacío que debía llenar. Lo único que tenía puesto era un traje viejo, de costuras baratas y olor a humedad, que probablemente su padre no se había puesto en años. Lo único que encontró fue un peso que empezó a aplastarlo, tan insoportable como la certeza de que aquel hombre que había acompañado sus pasos durante todos sus años de vida no volvería a dirigirle una mirada, una sonrisa o una palabra.

Por fin las lágrimas se derramaron por sus mejillas. Toda la fuerza que aún conservaba se perdió en el espacio vacío entre las cosas. El incendio se apagó, y sólo quedaron las cenizas.

Con movimientos desganados, Santiago se llevó las manos a los botones del saco, pero cuando intentó separar la prenda de su cuerpo se dio cuenta de que el traje se había ceñido tanto que oprimía su pecho y aplastaba sus pulmones. Al tiempo que el ritmo de su corazón se aceleraba desenfrenadamente, Santiago bajó la mirada a su cuerpo y descubrió que las prendas de color arena se habían convertido en una especie de extraña piel dorada cubierta de escamas que en aquellos momentos se aferraba a su cuerpo como si se tratase de una segunda piel. La sensación que le producía aquella pringosa cutícula que se adhería a su piel le hacía sentir arcadas, y la sensación de los afilados bordes de las escamas sobre sus músculos le provocaba un ácido resquemor. El terror empezó a invadir su cabeza, incapaz de comprender lo que estaba viendo. Con las manos en garras, Santiago intentó arrancar de su cuerpo aquella desagradable y sibilina membrana que ya recubría cada centímetro suyo, mientras intentaba dar un paso hacia la puerta con gritos de terror.

—¡No! ¡Socorro! —Santiago intentó llamar a gritos a sus familiares en el piso de abajo, pero su voz apenas era un hilillo ronco que se perdió en las oscuras estancias sin llegar a los oídos de ningún alma—. ¡Por favor, no!

Pero cuando su pie se separaba del suelo, algo a sus espaldas aferró su tobillo con una fuerza sobrehumana, y Santiago experimentó la desagradable sensación en el estómago de la gravedad que tiraba de él hacia el abismo. Al caer contra la alfombra se golpeó la cabeza y su visión se nubló por las lágrimas que brotaron del dolor. Ciego y desconcertado, Santiago se aferró a la alfombra para no dejarse arrastrar; fue tanta su fuerza que sus dedos rasgaron la tela y se clavaron en la madera del suelo. La sangre salió a borbotones de sus uñas, acompañada de una punzada de ardor. Él observó la puerta abierta de la habitación que mostraba el pasillo, con la esperanza de que alguien pasara por casualidad y pudiera ver lo que estaba sucediendo… Pero entonces la puerta se cerró de golpe.

A su alrededor, la habitación que hacía unos momentos le parecía tan familiar empezó a transformarse: la alfombra roja adquirió el color ocre y la textura viscosa de la sangre, junto con el olor característico de algo podrido que abrumó el olfato de Santiago; en las paredes, los lirios blancos se marchitaron súbitamente y el agua esmeralda adoptó un tono turbio, al tiempo que se regaba por los bordes y caía en la habitación con un chapoteo pegajoso; los muebles ahora eran imponentes sombras que se elevaban sobre su cabeza, como siluetas de gigantes recortadas contra el sol, ya que habían crecido… o quizá él se había encogido poco a poco. En unos instantes el mundo que conocía de toda la vida se había transformado en un lugar oscuro y amenazador, pero Santiago no sentía que hubiera cambiado. Más bien creía que estaba mostrando su verdadero rostro.

Detrás de él, sintió removerse una sombría presencia que despertaba de un profundo letargo; un ser que desde hacía décadas acechaba en los rincones más lúgubres de la laberíntica y antigua casa de los Mondragón, a la espera de que su último protector desapareciera y por fin tuviera la oportunidad de despertar. Lo que hasta hace poco tiempo no era más que una sombra observada por el rabillo del ojo o un murmullo en el aire sin explicación ahora se extendía a lo largo de la habitación principal con placer, se derretía por las rendijas del suelo para inundar la mansión con ese sentimiento de angustia y sufrimiento, lo único que existía en el corazón de Santiago.

Mientras era arrastrado, Santiago sintió que la presencia rodeaba su tobillo izquierdo y adquiría la forma de un tentáculo caliente que lo abrasó como si derramara veneno sobre su piel. De entre sus dientes se escapó un grito que, de no haber sido por la circunstancia demoniaca, habría alertado a toda la familia, pero que ahora sólo se fundió en la noche eterna en la que se transformaba su casa. El tentáculo lo arrastró hacia la esquina de la habitación mientras él pataleaba y golpeaba violentamente todo lo que lograba alcanzar con débiles puños, en un intento inútil de liberarse. Y mientras el fuego consumía su piel, sus músculos, su sangre y sus huesos, Santiago sólo logró articular dos palabras:

—Padre… Ayúdame...

El mundo se tornó negro. Las puertas del armario se cerraron y Santiago se perdió en sus indescriptibles profundidades.