No. 143 / CUENTO

 
Bautismal de las muñecas


Sergio Aguilar Méndez
UNIVERSIDAD DEL TEPEYAC  

 

 

La anciana que atendía el maltrecho tenderete de veladoras y estampas religiosas de todo tipo y necesidades, que se hallaba a unos cuantos pasos de la entrada de la iglesia, le prestó el acostumbrado vaso de cristal a la niña, de nombre Raquel, en cuanto ésta apareció corriendo.

—¿Quién se va a ir ahora? —preguntó la anciana, al momento de entregarle el pequeño vaso vacío.

—Yo creo que hoy se llevan a Irene, pero todavía no la he bautizado. Tengo que apurarme —respondió la pequeña, y continuó su camino rumbo al interior del templo.

Raquel, de ocho años recién cumplidos, es la hija del vendedor de muñecas que lleva ya varios años poniendo su puesto en la parte de atrás de la iglesia de la Santa Vera Cruz, recinto que se ha convertido para la niña en una especie de segunda casa forzosa, impuesta por la tragedia y el destino. Allí bendijeron la cruz de su madre cuando ésta murió en el parto de Raquel; allí la bautizaron, allí asiste al catecismo y allí acompaña invariablemente a su padre durante las últimas horas de la tarde de los domingos para verle sentarse en la esquina de una banca y ponerse a rezar, rezongar, dormitar y, a veces, llorar en una combinación silenciosa e indiferente hacia todo lo que le rodea.

En esos momentos, lo más que la niña lograba identificar en los murmullos de su padre era la repetición de una palabra: “Raquel”, pero pronto intuyó que, aunque ése era también su nombre, en realidad no se refería a ella.

Desde muy chica, la niña se deslumbró por las muñecas que ocupaban gran parte del pequeño cuarto en el que vivían, en un viejo edificio del centro de la ciudad. Creció y convivió con cabecitas sonrientes, con brazos sueltos de plástico, con vestidos diminutos de todos colores, atestiguando así el armado de las muñecas. De ahí que también creciera en ella una incesante emoción de encariñarse con varias muñecas a la vez, y luego tener que acostumbrarse a verlas partir en cualquier momento.

Por eso, ella siempre concibió como las únicas muñecas auténticas a las que vendía su padre, aquellas que exigen ser cargadas con ambos brazos y que tienen tamaño decente, “y no esas figurillas flacas que ahora venden y que caben en la mano”, como decía a menudo su papá.

bautismal01.jpg Ilustraciones de Sergio Vargas, ENAP-UNAM
Muy pronto, Raquel adoptó la costumbre de ponerle nombre a las muñecas; su memoria rara vez fallaba, pues conocía a la perfección el nombre que le había dado a casi todas. Sin embargo, apenas aprendió a leer y escribir, empezó a llevar un registro en un pequeño cuaderno en el que anotaba los nombres que le agradaban para sus bautizadas.

La lista daba cuenta de una muestra de nombres femeninos que no evitaba la repetición, pues en la temblorosa letra de Raquel se leían anotaciones del estilo de “siete Carmelas”, “cinco Anas”, “dos Paolas”; o bien, llegaba a escribir a veces: “Mónica de pelo rubio”, “Mónica morenita” y “Mónica bien chapeada”.

Tiempo atrás, más pequeña, la niña lloraba cuando vendían sus muñecas preferidas; no soportaba ver llegar a su papá por la noche sin sus amigas de la eterna sonrisa. En alguna ocasión en que acompañaba a su padre en el puesto, para evitar que se llevaran a “Catalina la rizos”, le dijo a la señora que la estaba comprando:

—¡Uy no! Esa muñeca no juega bien.

Fue justamente en una de tantas tardes dominicales, en la iglesia, escuchando los soliloquios amargos de su padre, que Raquel decidió bautizar auténticamente a las muñecas. Pensó que ya que era inevitable el constante abandono, por lo menos humedecería su frente con agua bendita. No importaba si otras niñas o adultos les otorgaban nuevos nombres; las muñecas siempre llevarían consigo un secreto: el nombre que su más fiel cuidadora les había dado.

Hasta la fecha no había traicionado tal rutina. Una o dos veces por semana, al salir de la escuela, acudía a la iglesia para llenar el vaso que le prestaba doña Eusebia en alguna de las pilas bautismales del templo. Con calma se enfilaba hacia el puesto de la vendimia, ponía a su padre al tanto de las actividades escolares del día, le acompañaba un rato y, con suave cariño, deslizaba dos dedos mojados en el agua eclesial por la frente y los cabellos de las muñecas que debían ser bautizadas.

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Nunca fue un tema del cual se habló abiertamente ni llegó a ser una imposición del papá, pero jamás se le ocurrió a la niña poner el nombre de su madre muerta a alguna de las muñecas, a pesar de que el nombre de Raquel era un buen y adecuado nombre para una muñeca. Ni siquiera una de las cuatro que eran propiedad de la pequeña llevaba el nombre de la madre e hija.

Sorprendentemente, fue el propio vendedor quien en uno de sus atribulados domingos le avisó a su hija que una muñeca escogida al azar se llamaría en adelante Raquel y que se la regalaba, con la condición de que fuera de ambos. Sería una especie de talismán —o algo así— que todo vendedor necesita. A partir de entonces, la muñeca siempre estaba en el puesto, en una esquina, casi oculta por los demás juguetes y sin ninguna urgencia de competir para ser admirada.

El vendedor de muñecas dio el vuelto con varias monedas y agradeció la compra casi enfebrecido. Volteó la cabeza y divisó a la distancia a Raquel, que caminaba despacio por la plazoleta para no tirar el agua del vaso. Al observar a la niña caminar tan concentrada en su labor, recordó sus propias manías y creencias de comerciante, a las que se había aferrado como todo vendedor para darle forma y vida a la esperanza de la buena venta. Se acordó cuando, entre juego y juego, le pedía a una Raquel de cinco años recién cumplidos que soltara una de sus extraordinarias risas al interior de cada una de las cabezas de las muñecas que él estaba a punto de ensamblar. Creía que los ecos de esa risa tan limpia darían buena suerte a las muñecas en su destino comercial. Se sorprendió de que Raquel conservara aún esa risa, a pesar de someterla a las lastimeras escenas de cada domingo en que desataba su inmensa rabia e incomprensión en un monólogo de añoranzas. Con cierta vergüenza recordó también que desde que su hija entró por primera vez a la escuela, siempre la había animado a que le platicara a sus compañeras y amigas que ellos vendían muñecas, con el anhelo no confesado de que eso las llevase a pedir que les compraran una.

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Pero su pensamiento se hallaba ahora, con angustia, en el presente y en la incertidumbre del futuro. Veía acercarse cada vez más a Raquel y se preguntaba cuándo llegaría el día en que a ella ya no le importara bautizar a las muñecas ni el destino que éstas tuvieran, y qué sucedería cuando las muñecas la fastidiasen y ya no quisiera estar con él en el puesto. Pero tampoco le entusiasmaba imaginar a su hija como una réplica de doña Eusebia, anciana y vendiendo —en este caso— muñecas toda su vida.

Sin embargo, antes de averiguar todo eso tenía que conseguir el dinero mínimo —como hasta ahora— para mantener a su hija, cuestión cada vez más difícil porque sus muñecas ya no se vendían como antaño. Él y sus muñecas nunca ocultaron su verdad: eran muñecas pobres para enriquecer la ilusión de niñas que en la realidad no podían aspirar a mayor juguete que ése. Pero ahora, esa ilusión infantil parecía caminar por otros rumbos, deseos, frustraciones y necesidades.

El padre no sabía cómo decirle a su hija, a la que ya tenía prácticamente enfrente, que acababa de vender a su muñeca y amuleto muy a su pesar, que tuvo que vender a la única muñeca que en ocho años había merecido llamarse Raquel porque una señora se había interesado por el dibujo ya no tan común del rostro, sin importarle lo descuidada que se veía. Y por supuesto, porque necesitaban el dinero con urgencia. De un tiempo para acá, el carácter eterno de las sonrisas en los rostros de las muñecas se había extendido a todas ellas, pues las ventas por igual se petrificaban.

Al mirar a la niña, animada y con el vaso entre sus manos, el vendedor se limitó a decirle, con una tristeza sólo equiparable a la que mostraba los domingos por la tarde, lo siguiente:

—No se fue Irene, no se ha ido, allí está. Pero una vez más, por segunda desgraciada vez, nos hemos quedado sin Raquel.

El hombre abrazó a su hija con mucha más incertidumbre que consuelo. Y la niña alcanzó a ver que, en efecto, ya no estaba la muñeca a la que se había aferrado su padre en tiempos recientes. Entonces apretó más fuerte el vaso con el agua sagrada y comenzó a sollozar. Ahora la niña era quien emitía débiles sonidos y palabras en las que, por primera vez, se dejaba escuchar el dolor de la ausencia de las dos Raquel: su madre y la muñeca.